Dos meses después de la emergencia migratoria en Ceuta, jóvenes y niños en tránsito que sobreviven en la calle denuncian la invisibilidad y el abandono institucional en el que viven.
Sábado 17 de julio. Decenas de jóvenes y adolescentes, unos pocos niños, están sentados en el suelo de la Plaza de los Reyes, en la Ciudad Autónoma de Ceuta, frente a la Delegación del gobierno. La mayoría de ellos son marroquíes, están distribuidos en hileras, guardando la distancia de seguridad. Frente a los chavales, con el edificio de fondo y la policía quieta y vigilante a la derecha, dos compañeros muestran una pancarta que dice en castellano y dariya —el árabe de Marruecos— “No somos invisibles”. Del otro lado de la plaza, otro cartel sostenido por otros dos muchachos recuerda: “Solo somos víctimas de sus políticas”.
Han pasado dos meses desde que el 17 de mayo miles de personas atravesaran la frontera entre Marruecos y España por las playas de Tarajal y Benzú. Han sido tiempos difíciles para estos jóvenes y niños que siguen desatendidos en las calles, sin espacio en unos recursos que las organizaciones sociales han calificado de insuficientes y hostiles. Han decidido denunciarlo mediante esta protesta. No se trata, explicarán de muchas formas, solo de la situación de quienes llevan dos meses buscándose la vida en la ciudad, si no la de todos, un abandono institucional enquistado que se ceba con sus vidas.
La acción transcurre en exquisito orden, dos mujeres jóvenes toman la palabra. Yasmine, ceutí que pertenece al colectivo Maakum, habla en dariya. Irina, quien llegó desde Manresa a Ceuta de la mano del colectivo No Name Kitchen (NNK), lo hará en castellano. Ambos idiomas se intercalan con fluidez durante todo el tiempo que dura la acción. Como también se intercalan las voces de ambos colectivos y la de los chicos que esa tarde de verano se manifiestan en la plaza ante un puñado de periodistas.
El colectivo Maakum [“con vosotros” en darija] lleva desde 2018 acompañando a jóvenes migrantes —menores y mayores de edad, ellas no hacen distinciones, afirman— que viven en las calles ceutíes. No Name Kitchen, una pequeña organización que se ha ido extendiendo en distintos puntos de la frontera de la fortaleza Europa, desembarcó hace solo unos meses en la ciudad. Unas y otras trabajan juntas con la misma gente, facilitan asesoramiento jurídico, les acompañan frente a las instituciones, se mantienen cerca visitándoles en las calles, atentas a lo que necesitan, denunciando las vulneraciones de derechos cotidianas que enfrentan. A la escucha. “Lo más importante es que han sido los propios chicos quienes han decidido hacer algo. Llevamos semanas pensando cómo hacer esto juntos. Se juegan mucho y era importante que fuese seguro para todos”, explica Mar, de NNK.
Viernes 16 de julio. Decenas de chavales pululan por una azotea en el barrio de Hadú. Es la víspera de la manifestación y deben planificarla con detalle. Son conscientes de su vulnerabilidad y tienen miedo a represalias, no pueden permitirse exponer rabia, alzar demasiado la voz. Ha de ser una concentración ejemplar pues saben que cualquier cosa, por más pequeña que sea, puede ser detonante para una ulterior estigmatización del colectivo, o incluso perjudicarles en sus respectivos procesos de migración o petición de asilo.
En asamblea se comunica el plan de la manifestación, las activistas que hablan en ambos idiomas, y los chavales que mejor se manejan con el castellano, traducen para los demás. Explican que hay periodistas en la azotea, atentos a los preparativos, que si alguno no quiere que le enfoquen, tiene derecho a decirlo. Unas pocas manos se levantan, prefieren salvaguardar su imagen. Se invita a los periodistas a explicar qué hacen ahí, por qué están en Ceuta y qué quieren contar. Cuando son los periodistas quienes preguntan a los chicos, varios de ellos dicen que todos comparten un mismo problema, que necesitan continuar su viaje lejos de un Marruecos sin futuro, que están hartos de que se les persiga por ello.
La concentración del foco mediático en esta ciudad frontera, particularmente tras las llegadas del 17 de mayo, ha dejado la sensación de que es necesario cuidarse de los medios. Ya que se sienten invisibles, al menos quieren decidir ellos mismos cuándo y cómo se adquiere esa visibilidad. Algunos son menores, otros temen que mostrarse les perjudique, hay quienes llevan años en la ciudad y no quieren buscarse problemas, otros temen que su familia les vea y sepa que están en la calle. Los periodistas se irán pero ellos seguirán ahí, y que su cara salga en los medios puede comprometerles.
Sábado 17 de julio. Se acercan ya las siete de la tarde y el Sol sigue pegando fuerte en la Plaza de los Reyes. Vestidos con camisetas azules, algunos chicos reparten botellas de agua entre los manifestantes. La prensa circula entre ellos, les toman fotos. Las activistas recuerdan a los chicos que si se sienten incómodos pueden pedir que no les enfoquen.
“Entre el 17 y el 19 de mayo, más de 10.000 personas de diferentes nacionalidades y perfiles entraron a Ceuta desde las ciudades vecinas de Marruecos”, arranca el manifiesto, que como todo esta tarde, se leerá en dos idiomas. “Con motivo de las llegadas, el Gobierno español puso en marcha dispositivos militares, policiales, y humanitarios”, continua un comunicado que recuerda las muchas denuncias por la ausencia de un “enfoque de derechos humanos” ante esta situación, y que destaca la insuficiencia de los recursos humanitarios, la exclusión de jóvenes y menores marroquíes de los escasos medios de protección, y las expulsiones forzosas como continua amenaza.
Los jóvenes siguen leyendo: hacen responsable al Estado de esta indefensión y denuncian que prosiguen las vulneraciones de derechos. “Nos detienen a los jóvenes, a veces a los menores, por la calle, obligándonos a subir en furgones policiales para llevarnos a la frontera donde se nos fuerza para ser expulsados de España. Vivimos en un estado constante de alarma y tensión fruto de un estado policial instaurado en la ciudad autónoma en la que las redadas en espacios públicos de la ciudad son constantes”.
Viernes 16 de julio. El ajetreo no para en la azotea, un grupo de chavales ensaya la lectura del manifiesto, mejoran la traducción, se reparten entre ellos el texto. Las pancartas están ya preparadas, mensajes contra el racismo, frases que recuerdan que migrar no es un delito, reclamos que interpelan al gobierno español y al marroquí. Se charla, se colabora, se discute, se planifica, se escribe cuándo le toca a quién, qué canción va primero, cual después. Un gato pequeñísimo persigue por todas partes a una perra negra que de vez en cuando se desplaza acalorada, sin conseguir evadirse del hiperactivo felino, que se lleva decenas de miradas divertidas y sonrisas. Muchas manos colaboran en la elaboración de decenas de caretas blancas de cartón, que se van amontonando sobre el suelo: ellas tendrán un momento central en la manifestación.
La noche va cayendo sobre la azotea, desde ahí se ve de refilón el Centro de Menores de la Esperanza, por el que algunos de los chicos han pasado. El recurso ha sido criticado por no tener espacio suficiente, pero por otro lado, muchos no quieren ir allí, o si estuvieron lo abandonaron. Y es que, o temen salir de allí cumplidos los 18 años, sin documentación, sin plan, ya fuera del sistema y listos para ser expulsados, o saben por su propia experiencia y la de otros, que la vida allí es difícil, entre conflictos y escasez de espacio y recursos.
Reda va a leer un texto propio durante el acto, lo ensaya con voz calma, en dariya: “¿Por qué elegimos migrar y nos mantenemos alejados de nuestras familias y seres queridos, nos arriesgamos en una realidad desconocida y ante un futuro del que no sabemos nada? Nos han usurpado nuestros derechos en Marruecos por una mala gestión. Por eso, pedimos al gobierno español que no haga lo mismo que el gobierno marroquí y que respete nuestros derechos”, explica. Recuerda que se trata solo de chicos y jóvenes, muchos de ellos formados, que quieren trabajar. Prosigue, con la misma voz calma: “No queremos más daño, porque si nos devuelven a Marruecos, la mayoría de nosotros acabaríamos muy mal, vivimos en riesgo de suicidio, incluyéndome a mí. Nuestras vidas se perderán allí sin ninguna esperanza de salvarnos”.
Sábado 17 de julio. El acto discurre tranquilo, cuando casi ha terminado, un joven se acerca a los periodistas, quiere contar su historia. Se llama Jalil, pero no hay mucho más que pueda de momento decir. De nuevo, la barrera lingüística: a la invisibilidad se añade la dificultad para contar lo que les ha pasado. Después de un rato intentando comunicarse aparece Mohamed, un joven de Tetuán que llegó por primera vez a Ceuta en 2017. Se trata de uno de los chavales más activos en la organización de la protesta, importante en su condición de veterano: se le ve cansado de todo el trabajo de coordinación, pero sabe que a veces depende de él que muchos otros puedan atravesar la frontera del idioma. Empieza a traducir.
Jalil cuenta que tiene varios diplomas, pero que no hay ninguna oportunidad en Castillejos —la ciudad vecina de la que procede— para él. Nada. Quiere ir a Bélgica donde tiene familia, pero se choca una y otra vez con la imposibilidad de viajar. Nadó hasta Ceuta cinco kilómetros por el agua helada, al frío y el cansancio se le sumaron las medusas, que le han dejado marcas por varias partes del cuerpo. Junto a la huella de las medusas, Jalil muestra las heridas que dejan las filosas vallas del puerto, a las que se encaraman buscando una salida. Después de Jalil, otros chavales quieren contar también por lo que han pasado, comparten las heridas dejadas por la frontera, la sensación de no tener futuro, la desesperación por no poder seguir. Mohamed sigue traduciendo.
Se llama Zakaría y ha escrito una canción. De vez en cuando hace música, explica que días atrás estaba pensando en la manifestación, y compuso un tema para acompañarla: “el texto me sale del corazón, es lo que siento, es lo que sentimos muchos, esto es lo que nos pasa”, explica en darija, mientras Joana, activista de Maakum, traslada al castellano sus palabras. El cantante ha estado ensayando el tema varios días con dos de las activistas, ellas acompañan con la guitarra, mientras otro chico migrante toca el cajón y Zakaría canta sobre esas juventudes que no ven camino. “Estoy cansado de tanta frustración, estoy cansado de tanta humillación, en mi país no hay futuro ni suerte, me lanzo al mar, o llego o muero”, corean las chicas en castellano.
Al entonar el tema por última vez, como cierre del acto, muchos de los manifestantes ya se lo saben, acompañan con sus voces. Es la última parada antes de que cada uno tome su máscara blanca y al grito de “¡no somos invisibles!” se la quiten, para después guardar un minuto de silencio. Después, del bafle sale la canción “Babour Alouh”, un tema que habla de frustración y exilio, y aunque tanto la letra como la melodía son tristes, son muchos quienes se levantan para cantar juntos, bailar y sonreír, quizás por estar en la calle sin miedo, decir estamos aquí, hacerse visibles en sus propios términos.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/ceuta/el-dia-que-los-chicos-de-la-calle-en-ceuta-dijeron-basta