La amenaza de un ataque militar contra Siria no ha entusiasmado a muchos pero ha logrado poner la revolución siria en primera línea de los debates, después de haber estado ausente de la agenda de prioridades de los Estados occidentales, y de la opinión pública, tanto de izquierdas como de derechas. La revolución Siria no […]
La amenaza de un ataque militar contra Siria no ha entusiasmado a muchos pero ha logrado poner la revolución siria en primera línea de los debates, después de haber estado ausente de la agenda de prioridades de los Estados occidentales, y de la opinión pública, tanto de izquierdas como de derechas. La revolución Siria no consiguió nunca estimular el apetito de los gobiernos occidentales, poco interesados en poner fin a una tragedia que se prolonga desde hace casi dos años y medio, y ello en la medida en que ninguna de las dos partes enfrentadas es capaz o está dispuesta a asegurar los intereses occidentales en la región, tal y como señaló el comandante de los ejércitos de EE.UU, el general Martin Dempsey, dos días antes de la masacre de Gota (1). Sin embargo, la indiferencia no se ha limitado a los gobiernos sino que se ha extendido igualmente a la opinión pública occidental, que no se siente concernida por las decenas de miles muertos y la destrucción de las ciudades y las aldeas.
El pueblo de Siria no se ha convertido en objeto de atención hasta que la muerte siria cruzó la línea roja occidental con el uso de armas químicas. Entonces, se movieron los acorazados y se movieron contra ellos las emociones y las plumas que rechazan la intervención militar occidental.
Aquí no me interesa distinguir entre los que apoyan el ataque y los que argumentan en contra de él. Tampoco me conciernen los argumentos de la derecha, que mezclan el odio al Partido Demócrata con la islamofobia para acabar defendiendo de hecho al régimen sirio. Lo que me importa en primer lugar es la decepción que revelan los debates desencadenados en la izquierda ante la amenaza del ataque.
Algunos activistas de la izquierda que participaron en las manifestaciones contra la guerra han sido los primero en expresar esta decepción al sufrir un doble choque. Por una parte, se han encontrado a sí mismos al lado de los que levantaban las fotos del Presidente sirio Bashar Al-Assad; por otra parte, rodeados de consignas netamente antiimperialistas que ignoraban por completo el destino del pueblo sirio.
Pero el desastre no está aquí. Ya ha ocurrido otras veces que las manifestaciones contra las intervenciones militares occidentales han reunido a grupos de la extrema derecha y de la extrema izquierda. El desastre se encuentra en el discurso que se impuso entre las filas de la izquierda opuesta al ataque. Un discurso dominado por terminología recogida de los panfletos derechistas y que apuntaba sus flechas menos contra el imperialismo que contra los sirios mismos.
Ha habido una especie de intercambio de papeles entre el imperialismo y sus enemigos. El presidente de EE.UU., Barack Obama, no hizo un gran esfuerzo a fin de encontrar una máscara ideológica para su próxima guerra. No es una batalla por la democracia, no es una guerra en nombre de la libertad de las mujeres afganas, ni siquiera una guerra en favor de la libertad del pueblo sirio. Son las líneas rojas de EEUU, y la seguridad nacional de EE.UU. Aquí el imperialismo apareció completamente desnudo, sin la habitual retórica con la que trata de proponerse como tabla de salvación para otros pueblos.
Para encontrar un discurso de este tipo hay que trasladarse a la otra orilla, donde intelectuales y activistas de izquierdas opuestos a la guerra se han ocupado de vender la ideología «del hombre blanco» y han tomado prestado el discurso imperialista en nombre de la lucha contra el imperialismo. Éstos últimos no se oponen a una intervención militar para salvar al pueblo sirio; se oponen a ella porque el pueblo sirio que se rebeló contra el régimen no merece la salvación, no ha demostrado su calidad radical ni confirmado su identidad laica o democrática. Por lo tanto no se debe intervenir en su favor. De esta manera el discurso contra el ataque militar ha caído en la trampa del imperialismo cultural en la medida en que este último se considera a sí mismo enfrentado al imperialismo militar.
Lo más preocupante es tal vez la tentativa de proyectar la sombra de la invasión de Iraq en 2003 sobre la realidad siria. Los que intentan este paralelismo no reparan en que el discurso ideológico justificatorio de George W. Bush es el mismo adoptado, de una forma casi literal, por el régimen sirio y sus aliados. Hasta el punto de que hoy se pueden coger frases completas del discurso de Bush sobre la lucha anti-terrorista y ponerlas en la boca del secretario general de Hezbollah que está obsesionado con los «takfiríes»(1), o de algunos de los líderes de la izquierda laica árabe. Así, bajo los argumentos con los que se rechaza el ataque, el discurso de Bush se ha infiltrado en la lógica de algunos sectores izquierdistas que se opusieron ferozmente a la guerra en Irak, como si el fantasma de los neocón les hubiera finalmente vencido.
La misma trampa imperialista ha llevado a otro sector de la izquierda a convertirse en predicadores de la paz. Es un llamamiento bienintencionado, pero no deja de ser sorprendente que se haya producido inmediatamente después del uso de las armas químicas. Como si su dueño exigiera a la víctima abrazar el gas sarín después de inhalarlo. Sin embargo, esta extrañeza no tarda en desaparecer cuando descubrimos que estos llamamientos surgen de la desesperación de todo lo que se mueve en los territorios sirios. Como si los portavoces de esos llamamientos pacifistas se negase a ver ningún motivo para el conflicto mientras los combatientes no cumplan con las especificaciones requeridas de acuerdo con el manual del propio imperialismo.
El peligro y camaleonismo de este discurso no reside sólo en el hecho de que se vista los ropajes imperialistas so pretexto de combatir el imperialismo sino en esa lógica que declara su oposición a cualquier tipo de intervención, sea imperialista o no, bajo el paraguas de las Naciones Unidas o no, según el derecho internacional o no. Si no quieren la intervención no es a causa de la naturaleza del interviniente sino a causa de la naturaleza del intervenido.
Por supuesto, no se trata de distinguir entre «izquierdistas buenos» e «izquierdistas malos «; no creo que esta clasificación sea posible. Pero sigo atormentado por la pregunta: ¿Qué es lo que hace que un discurso sano de la izquierda se deslice y se convierta en una copia revisada del de la derecha islamofobica? Creo que hay «un elefante en la habitación». ¿Se trata del fantasma de la Unión Soviética, de etnocentrismo occidental o de prioridades geoestratégicas?
No conozco el elefante pero conozco a la hormiga. Sé que las revoluciones árabes fueron desde el principio revoluciones sin promesas ni reivindicaciones. Han sido revoluciones contra la injusticia y no revoluciones para aplicar programas o ideas. Tomando prestada la expresión de Walter Benjamin, podríamos decir que son revoluciones alimentadas por la imagen de la injusticia que sufrieron los abuelos más que por la imagen de los nietos liberadores.
Tal vez, en este sentido, no ha habido en el mundo árabe ninguna revolución como la que hay en Siria. Pero los rebeldes sirios aparecen en este juego como «subalternos» , los que no tienen voz, y los que no la encontrarán en los círculos académicos occidentales, ni siquiera dentro de la izquierda. Solo los montes Qasiun (2) escuchan su voz, y esperan su llegada, por mucho que tarden.
Notas:
(1) Los grupos radicales islámicos que declaran «kafer» (infiel) al conjunto del Estado y de la sociedad, como es el caso de Al-Qaeda.
(2) Cadena montañosa que rodea Damasco, capital de Siria.
Traducción de Lobna Dahech