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De por qué quienes niegan el cambio climático son su peor pesadilla

El engaño de negar el cambio climático

Fuentes: TomDispatch

Traducido del inglés para Rebelión por Carlos Riba García.

Introducción de Tom Engelhardt

 

Para mi nieto, que todavía no tiene tres años, pasárselo bien es jugar al escondite: esconderse de pronto tras un arbusto demasiado pequeño para ocultarlo o en la entrada de una casa donde está a la vista mientras yo doy vueltas y vueltas preguntando en alta voz en qué sitio estará. En este juego hay una especie de pensamiento mágico y de negación de la realidad que tiene su gran encanto. Cuando similares acciones de negación son cometidas por adultos, cuando se niegan a ver lo que está delante de sus ojos -las aceras y carreteras derritiéndose en India, los embalses casi vacíos en una reseca California, las lluvias extremas y las inundaciones en Texas y Oklahoma, las noticias de que el calentamiento global de año pasado fue un record histórico y que este año ya amenaza ser otro, o la de que Alaska acaba de pasar el mayo más caluroso de su historia, o la de que 13 de los 14 años desde que las temperaturas empezaron a registrarse han tenido lugar en este siglo XXI, o la de que la supuesta «pausa» en el proceso de calentamiento del planeta después de 1998 fue una fantasía- el encanto se esfuma rápidamente. Cuando descubres que detrás de este negacionismo de la realidad hay por lo menos 125 millones de dólares de dinero negro, ese encanto se esfuma aún más rápidamente. En apenas tres años, fuentes conservadoras sin identificar han volcado cifras alucinantes en un sitio web de laboratorios de ideas y grupos de activistas dedicados a impulsar la negación del cambio climático (en esas cifras no están incluidas las enormes sumas que la Gran Industria Energética continúa aportando a la promoción del negacionismo, como lo viene haciendo desde los ochenta del siglo pasado). En otras palabras, algunos de los intereses más poderosos y lucrativos del mundo están resueltos a negar la realidad con una notable ferocidad con el fin de confundir al público y poner obstáculos a cualquier acción o movimiento que pretenda proteger el medio ambiente del planeta que siempre ha alimentado a la humanidad. Es un espectáculo carente de todo encanto.

Los perfectamente financiados negacionistas del cambio climático y los políticos que los apoyan (que, a su vez, son apoyados por el mismo conjunto de financistas) gritan una y otra vez «¡engaño!». La verdad es que ellos son el engaño y de momento, allí donde miremos veremos que ahí están en la entrada de una casa cercana, crudamente desnudos y bien a la vista. Aun así, con el respaldo de tanto dinero, controlan el Partido Republicano y el Congreso con mayoría republicana en ambas cámaras (hoy, por ejemplo, el 72 por ciento de los senadores republicanos niega el cambio climático). Esto significa que para el grupo cada día más nutrido de candidatos a la presidencia por el Partido Republicano, la frase «Yo no soy científico, sin embargo…» seguida de dudas o del rechazo a la ciencia del clima será un tópico del año electoral 2016. No podría ser un cuadro más sombrío, aunque cada día es más posible que en las décadas que vienen vivamos un cambio cada día más veloz del clima debido a la emisión de gases de efecto invernadero.

Esto significa, por supuesto, que enfrentarse directamente con los negacionistas del cambio climático no puede ser más importante. Por esta razón, TomDispatch tiene la suerte de poder contar otra vez con la historiadora de la ciencia Naomi Oreskes -que ha testimoniado recientemente ante la comisión del Congreso controlada por los republicanos en la que militan numerosos negacionistas del clima- para hacerse cargo de sus falsos reclamos, fantasías y mentiras. Junto con Erik Conway, ella es coautora del ya clásico Merchants of Doubt sobre los procedimientos utilizados por la corporación de los combustibles fósiles, como ya lo había hecho antes la industria del tabaco, para crear una sensación de pública incertidumbre sobre el peligro de sus productos. Más recientemente, otra vez junto con Conway, escribió The Collapse of Western Civilization: A View from the Future, una mirada retrospectiva a los efectos del calentamiento global y el negacionismo climático desde el punto de vista de un historiador de 2393.

* * *

De cómo la ciencia «políticamente motivada» es una buena ciencia

Hace muy poco tiempo, el Washington Post publicó nuevos datos que mostraban algo que la mayoría de nosotros ya sentíamos: que la polarización cada día más marcada en el Capitolio se debe al fuerte bandazo hacia la derecha dado por el Partido Republicano. Los autores del estudio se centran en el senador John McCain para ilustrar esta cuestión. Para mi consternación personal, la odisea política de McCain echa luz sobre el giro contra la ciencia de los republicanos.

Aunque hoy parecería imposible, en la primera mitad del siglo XX el de los republicanos era el partido que apoyaba con más fuerza el trabajo de los científicos; eso se debía a su reconocimiento de las distintas formas en que la ciencia podía sustentar la actividad económica y la seguridad nacional. Los demócratas dudaban más; solían ver a la ciencia como una actividad elitista y le preocupaba que los nuevos organismos federales como la Fundación Nacional de la Ciencia y el Instituto Nacional de la Salud llegaran a concentrar recursos en las elitistas universidades de la Costa Este.

En las últimas décadas, ciertamente, los republicanos han dado un golpe de timón hacia la derecha en muchos temas y ahora atacan regularmente los hallazgos científicos que amenazan su plataforma política. En los ochenta, cuestionaron de obviedad de la lluvia ácida; en los noventa, los ataques fueron contra la ciencia que se ocupaba del ozono; y en lo que va de este siglo, lanzaron los ataques más feroces no solo contra la ciencia que estudia el clima sino también personalmente contra los propios científicos de esta disciplina.

Aunque el senador McCain no se dedicó directamente a atacar la ciencia, tuvo un giro alarmante. Después de todo, junto con el senador demócrata Joe Lieberman, presentó las leyes de administración climática de 2003, 2005 y 2007, que instituían un sistema obligatorio* de limitación y control de las emisiones de gas invernadero. En su momento, estas leyes fueron apoyadas por muchos demócratas y la mayor parte de los grupos ambientalistas. Sin embargo, en 2010, McCain, retrocedió rápidamente, empezó a negar su propia ley y a insistir en que nunca había respaldado una limitación «en un nivel determinado». Ahora propugna un incremento de las perforaciones marinas para extraer gas y petróleo, y reclama que aspectos importantes de la política energética deben dejarse en manos del gobierno de cada estado y las administraciones locales; además, ha criticado al presidente Obama y al secretario de estado Kerry por plantear que el cambio climático debe ser un tema de la seguridad nacional, una posición con la que acuerda el propio Pentágono.

Aun así, comparado con muchos de sus colegas, McCain parece un moderado; rechazan el cambio climático por tratarse de un fraude y una patraña, mientras realizan indagaciones macarthianas sobre las actividades de los principales científicos del clima. Muchos de ellos atacan la ciencia del clima porque temen que sea utilizada para ampliar el ámbito de acción gubernamental.

En una vista en la que testifiqué el mes pasado, miembros republicanos de la Comisión de Recursos Naturales denunciaron una cantidad de investigaciones científicas relacionadas con el cumplimiento de leyes ambientales ya existentes por tratarse de «ciencia del gobierno». Esto, sostenían, significaba que las leyes eran -por definición- corruptas, políticamente sesgadas e irresponsables. La ciencia en particular objeto de ataque implicaba trabajos realizados por -o en defensa de- organismos federales como el Servicio de Parques Nacionales, pero la ciencia relacionada con el clima tuvo también su alícuota de insultos.

Sin duda, los cargos eran absurdos: la labor científica de la mayor parte de las agencias está sujeta a mucho más examen, explicación y supervisión, incluyendo varios niveles de revisión por pares, que la investigación académica. Por el contrario, la investigación llevada a cabo bajo el auspicio de la industria a menudo no está sujeta a escrutinio público alguno.

Sin embargo, en la preparación de mi testimonio me di cuenta de que estaba en juego algo mucho más vasto: la cuestión del manejo político de la propia ciencia. Es frecuente que se sostenga que la ciencia medioambiental realizada en los organismos federales esta «sesgada políticamente» y por tanto debe desconfiarse de ella. Me di cuenta de que era hora de desafiar la suposición de que esa ciencia es una ciencia maligna. Aunque sostenida por amplios sectores, es posible demostrar que esa idea es falsa. Por otra parte, la sugerencia de que la «ciencia del gobierno» es intrínsecamente problemática para los republicanos, que abominan del gran gobierno, ignoran el hecho de que las mayores contribuciones durante el siglo XX, al menos en las ciencias físicas, partieron justamente de la ciencia del gobierno.

La historia muestra que mucha -tal vez la mayor parte- de la ciencia persigue objetivos políticos, económicos o sociales. Buena parte de la mejor ciencia en la historia de Estados Unidos ha estado centrada en objetivos explícitamente políticos. Pensemos en el Proyecto Manhattan. Durante la Segunda Guerra Mundial, los científicos de movilizaron para resolver los detalles de la fisión nuclear, la separación de isótopos, la metalurgia a altas temperaturas y presiones, y muchas otras cuestiones con el propósito de fabricar la bomba atómica. El objetivo político de pararle los pies a Adolf Hitler y la sensación de que el mundo podía depender del éxito de esa misión porporcionaron una poderosa motivación para la actividad científica.

También está el programa espacial. El primer avance en el desarrollo misilístico de Estados Unidos fue para amenazar a la Unión Soviética con la destrucción nuclear. El objetivo político de «contener» al comunismo fue un fuerte estímulo para los científicos. Unos años después, el objetivo de mantener la paz mediante la doctrina de la Destrucción Mutua Asegurada también espoleó a los científicos para asegurar que las armas que ellos diseñaban irían allí donde fueran enviadas y funcionarían como advertencia de que llegarían al blanco elegido.

En el programa Apollo, los científicos de la NASA sabían que trabajando correctamente no solo asegurarían que nuestros astronautas pusieran pie en la Luna sino también que regresarían a casa. Saber que hay vidas que dependen de tus cálculos puede ser una poderosa forma de promover responsabilidad.

Alguien podría argumentar que todos esos proyectos eran tecnológicos, no científicos, pero esta distinción significa bien poco. Si esos proyectos propiciaron nuevas tecnologías, también estuvieron basados en desarrollo científico de nueva factura. Por otra parte, los políticos pueden impulsar buena ciencia incluso en ausencia de objetivos tecnológicos.

La de las placas tectónicas, por ejemplo, es la teoría unificadora de la moderna ciencia de la geodinámica, que -también- fue una producción política. El trabajo fundamental que favoreció esto provino de la oceanografía implicada en los programas de la Armada de EEUU destinados a desarrollar procedimientos de detección de submarinos rusos mientras escondíamos los nuestros. De la sismología también surgió el trabajo de los militares para poder distinguir los terremotos de los ensayos de artefactos nucleares. En otras palabras, los objetivos militares y políticos impulsan la investigación necesaria para entender los fundamentos de los procesos geológicos del planeta; alcanzar esa comprensión, no es casual y asegura el conocimiento básico para la exploración de yacimientos de petróleo y gas, la búsqueda de yacimientos de minerales y la minería, y la predicción de movimientos sísmicos.

Casi todo este trabajo fue realizado por científicos que trabajaban directamente para el gobierno o por académicos de universidades e instituciones de investigación financiados por el gobierno. El Proyecto Manhattan era ciencia del gobierno. El estudio de las placas tectónicas era ciencia del gobierno.

Salvados del agujero de ozono

La ciencia medioambiental, ¿es algo diferente?

Pensad en los hombres y las mujeres que sentaron las bases del Protocolo de Montreal para la Conferencia para la Protección de la Capa de Ozono. Instituida en 1985, esta Conferencia nos protege de las potencialmente devastadoras consecuencias de la reducción del ozono. En estos momentos, el agujero en la capa de ozono se está recuperando y los científicos esperan que esta recuperación se complete en las décadas venideras, algo que no hubiera ocurrido sin el trabajo de aquellos científicos ambientalistas que en los setenta reconocieron la amenaza a la que se veía expuesto el ozono estratosférico.

Después, los científicos que trabajan en la NASA y la Universidad de California se dieron cuenta de que los productos químicos liberados en la atmósfera por los aviones supersónicos y las lanzaderas espaciales podían reaccionar con el ozono de la estratosfera y destruirlo. Debido a esta amenaza, la NASA empezó a financiar estudios de las reacciones químicas implicadas en ella. Mientras tanto, Sherwood Rowland y Mario Molina, en el instituto científico Irvine de la Universidad de California, reconocieron que cierto tipo de productos químicos conocidos como fluorocarburos clorados (CFC, por sus siglas en inglés), presentes en los aerosoles con lacas fijadoras para el pelo y otros productos de consumo, podía destruir la capa de ozono en la estratosfera. Al principio, esta posibilidad fue vista con escepticismo, incluso por sus mismos colegas. ¿Podía realmente un aerosol capilar acabar con la vida en el planeta Tierra? Eso parecía una afirmación demasiado aventurada, si no indignantemente excesiva.

Sin embargo, en 1985, Joseph Farmer, del Servicio Antártico Británico, anuncio el descubrimiento de una zona de la Antártida en la que el ozono estratosférico se había reducido espectacularmente: el «agujero de ozono». Al año siguiente, un equipo conducido por Susan Solomon, de la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA, por sus siglas en inglés), insinuó que era cierto que el ozono estaba disminuyendo por los productos químicos clorados derivados de los CFC como consecuencia de reacciones catalíticas producidas en las nubes estratosféricas en los Polos.

En 1987, el profesor de Harvard James Anderson realizó un experimento a bordo de un avión U-2 de la NASA que voló sobre la Antártida en el que se estableció mediante mediciones directas que la capa de ozono había sido intensamente dañada y que esos daños estaban relacionados con los gasas CFC. Se trataba de una sorprendente confirmación de unas hipótesis formuladas años antes. Más tarde, el equipo de Anderson obtuvo mediciones similares en el Ártico. Toda su investigación fue financiada por la NASA.

Sobre la base de este trabajo, el presidente George H.W. Bush, republicano; el secretario de estado George Schultz y el secretario de estado adjunto John Negroponte brindaron su apoyo al Protocolo de Montreal para la conferencia de Viena y de este modo comprometieron al mundo, primero, en la reducción, y más tarde, en el retiro paulatino de los gases CFC. En 1988, con el apoyo del presidente Bush, el Congreso ratificó el Protocolo de Montreal.

Desde entonces, Susan Solomon fue elegida para integrar la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, la Academia de Ciencias Europea y la Academia de Ciencias de Francia. En 2008, la revista Time la mencionó como una de las 100 personas más influyentes del mundo. James Anderson, a su vez, se hizo acreedor a numerosos premios. En 1995, Rowland y Molina compartieron el Nobel de Química por su trabajo sobre la destrucción de la capa de ozono.

Si la ciencia relacionada con el ozono hubiera sido tergiversada, corrompida o incluso realizada incorrectamente, ninguno de ellos habría recibido semejantes honras. Más importante aún, si la ciencia hubiese estado equivocada, ahora mismo estaríamos en una situación desesperada porque el agujero de ozono no se habría recuperado. Entre otras cosas, los índices del cáncer de piel en EEUU habrían aumentado en un 60 por ciento respecto de la incidencia de hoy en día. El ganado, los cultivos y las plantas y animales silvestres también habrían resultado afectados.

Bush, un presidente republicano, no fue engañado. Hizo lo adecuado y nos protegió de un daño, pero poca gente se dio cuenta de lo bien que había funcionado el Protocolo de Montreal y del bajo costo de su éxito. El Protocolo fue ratificado por 197 países -para decirlo de otro modo, ¡por todo el mundo!- y la producción y consumos de los gases destructores del ozono han caído en un 98 por ciento.

En la medida que los fabricantes reemplazaron rápidamente los fluorocarburos por nuevos productos más inocuos, no solo el costo fue reducido; el mundo sacó provecho del cambio. El Protocolo estimuló la competencia en la innovación tecnológica y redujo los costos de fabricación, mejoró la eficiencia y seguridad y bajó los precios al consumidor, mientras evitamos grandes pérdidas económicas en la agricultura, la pesca y en los impactos adversos en la salud humana. Los beneficios indirectos en materia de salud -solo en términos de cánceres y cataratas evitados- se han estimado en 11 veces los costos directos de implementación. Y no se produjo pérdida neta de puestos de trabajo, aunque hubo un pasaje a empleos más calificados que fueron tomados por trabajadores más formados para desempeñarse en condiciones de mayor seguridad.

En los noventa, según avanzaba el reconocimiento de un perjudicial cambio climático, la historia del éxito en la recuperación del agujero de ozono se convirtió en un modelo de lo que podríamos hacer para detener ese cambio, especialmente si la acción emprendida refuta los manidos argumentos conservadores que sostienen que la protección medioambiental restringe el crecimiento, daña la economía, destruye puestos de trabajo o que si bien es una ventaja para los osos polares en nada beneficia a las personas. Pero el giro republicano hacia la derecha ya estaba en curso. Cuando llegó la cuestión de la regulación, el GOP -el Grand Old Party, es decir, el Partido Republicano- estaba en la palestra para rechazar cualquier expresión de la ciencia que apuntara en esa dirección.

Al principio del siglo XX, los republicanos fueron pioneros en la protección del medioambiente: hacia la mitad del siglo, trabajaron junto con los demócratas para aprobar leyes como la de Política Nacional por el Medioambiente o la del Aire Limpio. Sin embargo, hacia los ochenta, la resistencia contra medidas ambientales que podría limitar las prerrogativas del sector privado empezó a ensombrecer su histórico compromiso con un Estados Unidos seguro y hermoso. Para los noventa, toda regulación en principio era vista como mala, incluso cuando -como en el caso del ozono- en la práctica era clara y demostrablemente buena.

El cambio climático y los embaucadores

La tinta con que se escribió el Protocolo de Montreal todavía no se había secado completamente cuando la ciencia que se ocupaba del ozono fue atacada** por corrupta y políticamente motivada (más o menos de la misma manera que hoy es atacada la ciencia ambiental). En 1995, la congresista republicana Dana Rohrabacher organizó un encuentro sobre «integridad científica» con la intención de desafiar a esa ciencia. Representantes de la industria privada y de laboratorios de ideas conservadores empezaron a manifestar que la ciencia que estaba detrás del Protocolo de Montreal era incorrecta, que resolver el problema sería devastador para la economía y que los científicos involucrados en eso estaba exagerando la amenaza para conseguir más dinero para sus investigaciones. El hoy tan conocido reclamo de que «no existía un consenso científico» -que pocas semanas más tarde mostró su completa falsedad con la concesión del premio Nobel a Rowland y Molina- en relación con la disminución del ozono fue incorporado en el Registro del Congreso.

Si se quitaran los nombres y la fecha de esa conferencia, sería posible imaginar que el tema de la convocatoria era el cambio climático y que hubiera tenido lugar la semana pasada. De hecho, la ciencia del clima viene sufriendo el ataque de las mismas personas y organizaciones que atacaron a los científicos que trabajaron con la capa de ozono y utilizaron muchos de los mismos argumentos, tan equivocados hoy como lo eran entonces.

Pensemos en lo que sabemos sobre la historia y la integridad de la ciencia climática.

Desde hace más de 100 años los científicos saben que los gases de efecto invernadero como el dióxido de carbono (CO2) y el metano (CO4) capturan calor en la atmósfera de un planeta. Si se aumenta la concentración de esos gases, el planeta se calienta. Venus es increíblemente caluroso -460 grados centígrados-, no solo por el hecho primordial de que está mucho más cerca del Sol que la Tierra sino también porque su atmófera es varios cientos de veces más densa y compuesta principalmente de CO2.

El oceanógrafo Roger Revelle fue el primer científico estadounidense que centró su atención en el riesgo de poner cantidades cada vez mayores de CO2 en la atmósfera como consecuencia de la quema de combustibles fósiles. Durante la Segunda Guerra Mundial, Revelle sirvió en la Oficina Hidrográfica de la Marina de Estados Unidos y continuó trabajando en estrecha colaboración con la marina durante toda su carrera. En los cincuenta del siglo pasado, se hizo eco de la importancia de la investigación científica en el cambio climático ocasionado por la actividad humana y llamó la atención sobre la amenaza del aumento del nivel del mar como consecuencia del derretimiento de los glaciares y de la expansión térmica de los océanos, una amenaza que ponía en riesgo la seguridad de las grandes ciudades, puertos e instalaciones navales. En los sesenta, varios colegas suyos se unieron a él a partir de sus preocupaciones, entre ellos el geoquímico Charles David Keeling, que -en 1958- fue el primero en medir la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera, y el geofísico Gordon MacDonald, que trabajó en el primer Consejo de Calidad Ambiental durante la presidencia del republicano Richard Nixon.

En 1974, el crecimiento de la comprensión del cambio climático fue resumido por el físico Alvin Weinberg, director del Laboratorio Nacional de Oak Ridge, quien manifestó que era posible que la utilización de combustibles fósiles tuviese que limitarse bastante antes de su agotamiento debido a la amenaza que representaban para la benéfica estabilidad climática de la Tierra. «Aunque es difícil estimar cuándo deberemos hacer un ajuste en las políticas energéticas del mundo para tener en cuenta este límite», escribió, «se podría llegar a ese momento en 30 o 50 años.»

En 1977, Robert M. White, primer administrador de la NOAA y más tarde presidente de la Academia Nacional de Ingeniería, resumió en Oceanus los hallazgos científicos de esta manera: «Ahora entendemos que los desechos industriales, como el dióxido de carbono liberado por la quema de los combustibles fósiles, pueden tener consecuencias climáticas que plantean a la sociedad futura una amenaza digna de consideración… Experiencias en la última década han demostrado las consecuencias de incluso pequeñas fluctuaciones en las condiciones climáticas [y] bosquejan una nueva urgencia en el estudio del clima… Los problemas científicos son formidables, los problemas tecnológicos no tiene precedente alguno y el potencial de impactos económicos y sociales es ominoso».

En 1979, la Academia Nacional de Ciencias concluyó que «Si continúa aumentando la emisión de dióxido de carbono, no vemos razón para dudar que se producirá un cambio climático y no hay razón alguna para creer que estos cambios serán desdeñables».

Esos hallazgos hicieron que la Organización Meteorológica Mundial uniera fuerzas con Naciones Unidas para crear el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático. La idea era establecer una base científica sólida para las políticas públicas informadas. Así como la buena ciencia sentó las bases de la Conferencia de Viena, también ahora la buena ciencia construiría los cimientos de una Conferencia Marco sobre el Cambio Climático de Naciones Unidas, ratificada en 1992 por el presidente Bush.

Desde entonces, el mundo científico ha afirmado y reafirmado la validez de las pruebas científicas. La Academia Nacional de Ciencias, la Sociedad Meteorológica de Estados Unidos, la Unión Geofísica de Estados Unidos, la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia y muchas otras organizaciones similares, así como las más importantes organizaciones científicas y académicas del mundo, concedieron su aprobación al trabajo de la ciencia climática. En 2006, once academias nacionales de la ciencia, entre ellas la más antigua del mundo, la italiana Accademia Nazionale dei Licei, publicaron una insólita declaración para destacar que la «amenaza del cambio climático es clara y está en aumento» y que «cualquier demora en la acción provocará costos mayores». Desde entonces han pasado casi 10 años. Hoy, los científicos nos aseguran que las pruebas de la realidad del cambio climático inducido por la actividad humana son «clarísimas» y el Banco Mundial nos dice que sus impactos y costos ya se hacen sentir.

El trabajo científico que está en la base de este consenso ha sido realizado por científicos de todo el mundo; hombre y mujeres, mayores y jóvenes y, en EEUU, tanto republicanos como demócratas. De hecho, esto es bastante curioso, dado que los denunciados recientemente de «engañar» por congresistas republicanos, es posible que la mayor parte de ellos sean republicanos y no demócratas. Gordon MacDonald, por ejemplo, fue un asesor muy cercano al presidente Nixon y Dave Keeling fue premiado en 2002 con la Medalla Nacional de la Ciencia por el presidente George W. Bush.

Aun así, a pesar de la larga historia de este trabajo y de su naturaleza apolítica, la ciencia del clima continúa siendo insidiosamente atacada. El pasado mayo, los científicos climáticos más prestigiosos del mundo se encontraron con el papa Francisco para informarle acerca de los hechos del cambio climático y la amenaza que este representa para la salud, la riqueza y el bienestar futuros de los hombres, las mujeres y los niños, por no mencionar las numerosas especies con las que compartimos este único planeta. En ese mismo momento, en un intento de impedir que el Papa hablara sobre el significado moral del cambio climático, negacionistas del calentamiento del planeta se reunían cerca del Vaticano. Dondequiera que hayan señales de que el panorama político está cambiando y de que el mundo podría estar preparado para actuar contra el cambio climático, las fuerzas negacionistas no hacen otra cosa que redoblar sus esfuerzos.

La organización responsable del mitin negacionista en Roma fue el Instituto Heartland, un grupo con un largo historial no solo en el rechazo de la ciencia del clima sino de la ciencia en general. Por ejemplo, este instituto fue el responsable de la infame valla publicitaria que comparaba a los científicos del clima con el Unabomber. Tiene una documentada historia de trabajo junto con la industria tabacalera para cuestionar las pruebas científicas del daño producido por el consumo de tabaco. Tal como Erik Conway y yo demostramos en nuestro libro Merchants of Doubt, muchos de los grupos que hoy niegan la realidad y la importancia del cambio climático producido por la actividad humana había trabajado previamente para poner en duda las pruebas científicas de los daños producidos por el tabaco.

Hoy día sabemos que millones de personas han muerto como consecuencia de enfermedades relacionadas con el tabaco. ¿Debemos esperar que la gente muera en cantidades parecidas para que aceptemos la evidencia del cambio climático?

La financiación privada crea un agujero en la atmósfera

No se atacó a la ciencia que investiga la capa de ozono porque estuviera equivocada desde el punto de vista científico sino porque tenía trascendencia política y económica, es decir, amenazaba poderosos intereses. Lo mismo vale para la ciencia que se ocupa del cambio climático, que nos advierte de que el concepto de «los negocios son los negocios» pone en peligro nuestra salud, nuestra riqueza y nuestro bienestar. En estas circunstancias, no debe sorprendernos que algunos sectores de la comunidad de los negocios -especialmente el Complejo de la Combustión del Carbón, la red de poderosas industrias basadas esencialmente en la extracción, comercialización y quema de combustibles fósiles- hayan tratado de socavar ese mensaje. Este complejo ha apoyado ataques contra la ciencia y los científicos al mismo tiempo que financia investigaciones de distracción y conferencias engañosas para crear la falsa impresión de que hay un debate científico fundamental e incertidumbre en relación con el cambio climático.

El objetivo de todo esto es, por supuesto, confundir a los estadounidenses para retrasar toda acción, lo que nos trae al meollo del asunto cuando se habla de ciencia «políticamente motivada». Sí, la ciencia puede ser parcial, sobre todo cuando el apoyo financiero de esa ciencia proviene de grupos que tienen intereses creados relacionados con un resultado en particular. Sin embargo, la historia nos dice que es mucho más probable que esos intereses creados sean un rasgo propio del sector privado que del público.

El ejemplo más sorprendentemente documentado de esto está relacionado con el tabaco. Durante décadas, las compañías tabacaleras costearon investigación científica en sus propios laboratorios, lo mismo que en universidades, escuelas médicas e incluso en institutos de investigación del cáncer. Ahora sabemos, gracias a sus propios archivos, que el propósito de esas investigaciones no era llegar a la verdad en relación con los peligros del tabaco sino crear la imagen de un debate científico e instalar la duda acerca de si el tabaco era realmente dañino cuando los patrones de la industria ya sabían que sí lo era. De este modo, la intención de la «investigación» era proteger la industria contra las demandas legales y las regulaciones.

Quizás aun más importante -como sin duda es cierto con muchos de los que financian el negacionismo climático-, la industria sabía que la investigación que sufragaba era sesgada. En los cincuenta, sus ejecutivos tenían plena conciencia de que el tabaco causaba cáncer; en los sesenta, sabían que provocaba un gran número de otras enfermedades; en los setenta, sabían que el tabaco era adictivo; y en los ochenta, sabían que el humo del tabaco también provocaba cáncer en los fumadores pasivos y el síndrome de muerte súbita infantil. Aun así, era mucho menos probable que este trabajo investigativo financiado por la industria encontrara que el consumo de tabaco dañara la salud que la investigación independiente. Entonces, por supuesto, se aumentó la falsa financiación.

¿Qué lecciones se pueden extraer de esta experiencia? Una es la importancia de revelar las fuentes de financiación. Cuando preparaba mi testimonio ante los Congresistas, se me pidió que revelara todas las fuentes de financiación gubernamental de mis investigaciones. Esta solicitud era del todo razonable. Pero no hubo una solicitud comparable para que revelara cualquier financiación privada que pudiera haber tenido; una omisión muy poco razonable. Preguntar solo sobre financiación pública pero no sobre la privada es como hacer una inspección de seguridad en solo la mitad de un avión.

Desastres anormales y la pesadilla del negacionismo

Muchos republicanos se resisten a aceptar las abrumadoras pruebas científicas del cambio climático por temen que sean utilizadas como excusa para aumentar el ámbito y el alcance gubernamentales. He aquí lo que debería animarlos a repensar toda la cuestión: gracias a la demora de más de 20 años en la acción para reducir las emisiones globales de carbón ya hemos aumentado significativamente la probabilidad de que el perjudicial calentamiento del planeta obligue a realizar aquellas intervenciones gubernamentales que ellos tanto temen y tratan de evitar. De hecho, el cambio climático ya está provocando el incremento de un sinnúmero de fenómenos climáticos extremos -sobre todo inundaciones, rigurosas sequías y olas de calor- que casi siempre acaban en respuestas gubernamentales a gran escala. Cuanto más tiempo dejemos pasar, tanto mayores serán las intervenciones necesarias.

Tal como lo demuestran las devastadoras consecuencias del cambio climático en Estados Unidos, los futuros desastres redundarán en una cada vez mayor dependencia en el gobierno, sobre todo el federal (por supuesto, nuestros nietos no los llamarán desastres «naturales» ya que sabrán muy bien quién los ha inducido). El significado de esto es que el trabajo actual de los negacionistas del clima solo ayuda a asegurar a que estemos menos preparados para enfrentar el impacto total del cambio climático, lo que a su vez lleva a cada vez mayores intervenciones del Estado. Formulémoslo de otra manera: los negacionistas del clima están haciendo todo lo posible para crear la presadilla que más temen. Están garantizando el mismísimo futuro que proclaman querer evitar.

Y no solo en Estados Unidos. Dado que el cambio climático afecta a todo el planeta, los desastres climáticos brindaran a las fuerzas antidemocráticas la justificación que buscan para apropiarse de los recursos naturales, declarar la ley marcial, entrometerse en la economía de mercado e impedir los procesos democráticos. Esto significa que los estadounidenses a quienes importa la libertad política no deberían contenerse cuando se trate de apoyar a los científicos del clima y de actuar para impedir las amenazas que ellos han documentado tan clara e intensamente.

Actuar de otra manera solo puede aumentar las posibilidades de que en el futuro se desarrollen formas autoritarias de gobierno. Un futuro en el que nuestros hijos y nietos -entre ellos, los de los negacionistas del clima- serán los perdedores, como lo será también la Tierra y la mayor parte de las especies que viven en ella. Admitir y destacar este aspecto de la ecuación climática puede aportar alguna esperanza de que algunos republicamos -los más moderados- se distancien de la suicida política del negacionismo. 

Notas

* El sistema llamado «cap and trade». (N. del T.)

** Aunque han pasado más de 25 años desde entonces, en la web todavía se pueden leer argumentos que intentan minimizar la responsabilidad de la actividad humana en el daño de la capa de ozono. Véase «Conceptos erróneos sobre el agujero de ozono» en la página de Wikipedia https://es.wikipedia.org/wiki/Agujero_de_la_capa_de_ozono. (N. del T.)

 

Noami Oreskes es profesora de Historia de la ciencia y profesora asociada de Ciencias de la Tierra y el planeta en la Universidad de Harvard. Ella y Eric Conway son coautores de Merchants of Doubt: How a Handful of Scientists Obscured the Truth on Issues from Tobacco Smoke to Global Warming. Su libro más reciente, escrito junto con Eric Conway, es The Collapse of Western Civilization: A View from the Future (Columbia University Press, 2014).

Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176011/tomgram%3A_naomi_oreskes%2C_why_climate_deniers_are_their_own_worst_nightmares/#more