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El «entornalismo», un grave atentado a la justicia

Fuentes: Gara

Estamos viviendo desde finales del mes pasado una situación particularmente injusta en el marco, verificable cada día como muy conflictivo, de la situación en que vive Euskal Herria, en distintos grados y bajo diferentes formas, en relación con los dos Estados ­español y francés­ que administran este País. Esto que estamos viviendo, como digo, desde […]

Estamos viviendo desde finales del mes pasado una situación particularmente injusta en el marco, verificable cada día como muy conflictivo, de la situación en que vive Euskal Herria, en distintos grados y bajo diferentes formas, en relación con los dos Estados ­español y francés­ que administran este País.

Esto que estamos viviendo, como digo, desde hace unos días, es la presentación pública, en un juicio grande y espectacular, de lo que en sus orígenes pudo parecer la lucubración de cierto juez, que se presentaba así como una persona vanidosa hasta la egolatría, y, al parecer, nada brillante como profesional, a la vista de sus instrucciones de sumarios: es la presentación en sociedad, en fin, y con toda la fuerza del sistema represivo, de una noción reprobable y bajo cuyo amparo han florecido siempre los fascismos y toda su parentela, y se han cometido las más infames injusticias: es la noción del «entorno» de lo perseguido ­per- sonas u organizaciones­ como un espacio humano sobre el que fuera no sólo legítimo sino altamente patriótico («al servicio de España», decían los franquistas cuando destruían y mataban los «entornos»), que cayeran también la represión, la prisión y hasta la muerte. Acéptese, pues, aunque sea de modo provisional hasta encontrar otra mejor, la palabra «entornalismo» para definir esta situación que comporta una terrible y muy temible injusticia y una inmoralidad manifiesta. En el campo de enfrente, para mí, los verdaderos revolucionarios siempre tuvieron en cuenta, cuando tomaban las armas, el entorno de sus ataques con sumo cuidado sobre el «halo» al que podían afectar sus acciones, de modo antagónico a los terroristas de Estado (Gernika, Hiroshima), categoría ­en su forma no armada (por ejemplo, «tribunales especia- les») en la que hay que encuadrar el entornalismo que usa su fuerza de modo decidido y consciente precisamente sobre el entorno de los militantes hostiles al sistema. Antagonismo que a mí me ha hecho distinguir (que es pensar) entre distintas formas de violencia. Yo siempre he mantenido la necesidad filosófica de distinguir entre la metralleta de un sicario de la represión y la de Che Guevara, por ejemplo, y he usado la noción de «metamorfosis» para definir lo que sucede en un arma cuando pasa de unas manos a otras. («Entorno» es, en fin, todo lo que hay alrededor de alguien o de algo, sea cual sea la significación ­y sean cuales sean las razones­ de ese estar ahí, «alrededor», desde la amistad a la más completa ignorancia de la existencia de aquel vecino. Para el DRAE, «entorno» es igual a «contorno»: «ambiente, lo que rodea», sin más).

El cuadro de Goya en el que el gran pintor manifestó la realidad de lo que fueron los «fusilamientos de la Moncloa» en Madrid (1808) es una imagen patética de una operación napoleónica de castigo contra los inicios de lo que luego fue una guerrilla «y su entorno». El «entorno» en aquel episodio matritense lo compusieron los madrileños en general. Ser madrileño era ser un enemigo de las tropas napoleónicas.

De análoga manera, el bombardeo de Gernika fue una operación contra un «entorno» compuesto por todos los vascos, y no sólo los que eligieron combatir en la defensa de la República Española contra el golpe militar. Lo mismo que los bombardeos contra Hiroshima y Nagasaki fueron bárbaras operaciones contra el «entorno» ­que en ese caso era todo el pueblo japonés­ del Emperador Hiro Hito y la casta militar nipona.

En realidad, este tipo de operaciones definen sin más lo contrario de lo que desearían definir: la esencia del terrorismo al que dicen combatir y que, en la realidad, ellos practican; esencia que podría ser definida así: terrorismo es aquella actividad de combate ­sea cual sea su objetivo, reaccionario o revolucionario­ que prescinde de algunos escrúpulos ­¿o de todos?­ al respecto del «halo» de posibles víctimas de la operación. Efectivamente, siendo unos y otros actos violentos, no es lo mismo un disparo directo sobre la cabeza de un «enemigo» ­aunque el punto elegido sea ese tan estremecedor que es la nuca­ que poner una bomba en un lugar público en el que se supone que puede estar o puede pasar por allí en ese momento un enemigo. Es una cuestión de «halo» de la operación, o, en el sentido que estamos tratando de definir, de «entorno». Durante la guerra de Argelia se dijo que la pequeña bomba doméstica de mano era el arma de los pobres, para tratar de legitimar estas acciones frente al gran armamento del Ejército Francés y a sus mortíferas acciones en los barrios ­tortura incluída­, que casi nadie dudaba que eran brillantes operaciones militares al servicio de la gran Patria Francesa.

Quien ahora escribe este artículo ha estado casi siempre muy solo en el tratamiento público de estos temas desde un punto de vista de izquierda y ello me autoriza ahora a escribir con alguna fuerza moral, ya que no otra, al respecto, y a recoger la idea de que el terrorismo se caracteriza, como acabo de decir, por no tener en cuenta ­o pasar por ello mirando hacia otra parte­ que sus acciones pueden herir o matar a gentes que «pasan por allí», como hemos dicho, o sea, al «entorno» ocasional en cada circunstancia. Irak o Palestina son hoy casos flagrantes de destrucción de «entornos», en estos casos de todo un pueblo (genocidio) por unas fuerzas extranjeras terroristas. Pero el terrorista «es el otro», como se sabe. ¿Y se supone que en aquella casa vive «un terrorista»? (es decir, lo que para sus camaradas es un patriota)? Pues se destruye su casa y los alrededores de su casa, con la familia incluida y otros vecinos, más o menos próximos, e incluso que la muerte caiga sobre otros imprevisibles ciudadanos.

En el caso de este «macrojuicio», el entorno de ETA somos todos los ciudadanos vascos, ya de nacencia, ya de adopción, aun quienes no sabemos nada de esta organización armada en su momento actual, y desearíamos que declarara una suspensión de sus actividades, pues los procesados son acusados de terrorismo por el mero hecho de estimar que sería justo que el pueblo vasco alcanzara el derecho de autogobernarse más allá de las dudosas posibilidades que ofrecen las autonomías actua- les. Este proceso comporta, pues, una persecución por razones estrictamente políticas.

Hace algún tiempo recuperé el tema de «Antígona» ­una heroína griega sacrificada por fidelidad ritual a uno de sus hermanos, vencido en una guerra política. Cierto que es muy peligroso hoy también ser hermano o hermana o madre o padre o hija de un perseguido político (díganlo los familiares de los presos vascos dispersos cruelmente por las tierras de España). El halo de la represión destruye o, al menos, malbarata la vida de quienes se ven sometidos a su influencia. ¿Y ahora? Ahora estamos sometidos al maleficio del «entorno».

Según la noción de «entornalismo» que aquí propongo, yo mismo pertenezco en grado sumo a ese «entorno», y no como cualquier vasco: creo que más y peor que muchos de ellos, hasta el punto de que me extraña no verme sentado en los banquillos de ese juicio, pues fui un colaborador permanente del diario «Egin» desde sus orígenes. Para mí, era un diario popular y libre, en el que se podía desde criticar seriamente las luchas armadas hasta revelar el horroroso mundo de las torturas policíacas. Mi opinión personal era ya entonces que es un principio que toda guerra, hasta la más «justa» (defensiva, justiciera…) o patriótica, es indeseable; y si es legítimo no ser un «pacifista a ultranza», ello es porque los enemigos de la Humanidad ­los grandes agentes del sistema capitalista­ no lo son, y están armados hasta los dientes, y practican la guerra en sus modos más terroristas como práctica para imponer el dominio del mundo a la barbarie capitalista. Por lo demás, en «Egin» colaboraban también lo que aquí hemos llamado «pacifistas a ultranza».

Este juicio ­en el que el asunto de «Egin» no es, al parecer, más que el principio­ es, por otra parte, una furiosa apología del silencio, mediante sobre todo el comportamiento intratable de una jueza colérica que desmiente con desdichada elocuencia las virtudes de equilibrio y mesura que se suponen en una persona revestida con tan responsable autoridad pública.

Yo soy un viejo militante de la paz (¡que no de la pacificación de los territorios, claro está!), y muy pronto voy a cumplir ochenta años, y quiero decir ahora mismo que hoy sería para mí un honor acompañar a la cárcel a cualquiera de los ciudadanos vascos hoy sentados en el banquillo de ese proceso que ­supongo yo­ estará sonrojando a los verdaderos y honestos juristas que profesan científicamente, con rigor y fidelidad, la ciencia del Derecho.

Tal «macrojuicio», si no se suspende y archiva a tiempo, un día se recordará como «el gran escándalo jurídico de la Casa de Campo» o algo parecido, en los Anales de la Jurisprudencia Española.

* Alfonso Sastre – Escritor y dramaturgo