Muchos indicios nos hacen pensar estos días que estamos en una época en la que los fanatismos de diversa índole parecen recobrar fuerzas. He comentado en anteriores columnas los nocivos efectos del renaciente fanatismo religioso. No sólo hay que prestar atención al de raíces islámicas, cuya efervescencia y expansión son noticia casi diaria, sino también […]
Muchos indicios nos hacen pensar estos días que estamos en una época en la que los fanatismos de diversa índole parecen recobrar fuerzas. He comentado en anteriores columnas los nocivos efectos del renaciente fanatismo religioso. No sólo hay que prestar atención al de raíces islámicas, cuya efervescencia y expansión son noticia casi diaria, sino también a otros. Por ejemplo, al de quienes consideran que el relato de la creación del mundo contenido en la Biblia es una verdad indiscutible que invalida cualquier descubrimiento de la ciencia que no lo corrobore.
Fanatismo religioso de trágicas consecuencias es hoy también el de los que en el citado libro sagrado basan el derecho de posesión de unas tierras que cierto dios les asignó, muchos siglos atrás, con carácter inmutable hasta el fin del mundo. En este caso, el fanatismo religioso enlaza con el político, en su versión de pueblo elegido o singular, poseedor de derechos exclusivos que le vienen dados por una divinidad. Variante de fanatismo, ésta del pueblo privilegiado, del que algunos textos escritos por el fundador del nacionalismo vasco son ejemplo sonrojante, no muy distintos de los elaborados por los ideólogos racistas de la Alemania nazi.
El eco que el 25º aniversario del fracasado golpe de Estado de febrero de 1981 ha tenido en los medios de comunicación nos ha permitido recordar otro tipo de fanatismo sobre el que también conviene reflexionar: el militar. Fanatismo que, en aquella crítica ocasión, estuvo a punto de dar al traste con la incipiente democracia española.
Este tipo de fanatismo es muy peligroso porque utiliza un efecto multiplicador: el recurso a las armas de guerra y a la violencia estatal. Reproducía la prensa de la semana pasada el testimonio de un valenciano -hoy profesor de Historia y hace 25 años soldado en la guarnición de Paterna- que recordaba cómo aquel fatídico día un teniente de su unidad describió la rebelión militar de Miláns del Bosch en Valencia en estos términos: «Esto es un golpe de Estado y a partir de ahora fusilamos a cualquiera».
Con otras palabras, pero con similares propósitos, el general Franco proclamaba el 21 de julio de 1936 que «ya no cabrán en nuestro solar los traidores», añadiendo: «Exigiremos cuenta estrecha de las conductas dudosas o traidoras». Y en agosto del mismo año, el general Mola puntualizaba en una emisora de radio que era «llegada la hora de ajustar cuentas» y, por si quedaban dudas, afirmaba: «Todo esto se ha de pagar y se pagará muy caro. La vida de los reos será poco. Les aviso con tiempo…». Así pues, no era cosa de tomar a broma la amenaza del teniente sublevado en Valencia el 23F.
Dónde está el fanatismo en todo esto? -podría preguntarse algún lector- ¿No es ese proceder implacable el habitual en cualquier acción violenta para hacerse con el poder del Estado? No nos engañemos. El fanatismo está detrás de todo lo anterior: forma el telón de fondo de la acción militar. La mencionada proclama de Franco incluía esta frase: «España está salvada». Y Mola, al referirse en su alocución radiofónica al triunfo militar, para él inminente, declaraba: «Victoria que hemos de obtener porque […] nos ayuda Él, que todo lo puede». Y añadía: «Es la Cruz, símbolo de nuestra religión y de nuestra fe, lo único que ha quedado a salvo entre tanta barbarie».
Por si todavía alguien dudara de que el fanatismo impregnó el 23F, conviene saber que (según editorial de El País del 23-02-2006) uno de los capitanes de la Guardia Civil implicados en el golpe de Tejero escribió años después en un periódico: «La idea de España que abrigo está incluso por encima de mi respeto a los españoles mismos». ¿Cabe concebir mejor muestra de fanatismo pseudopatriótico? Sostener una idea mítica de España, desconectada del pueblo que la constituye y que es su única razón de ser y de existir -y sin el que la palabra España carecería de significado racional-, es la quintaesencia del fanatismo militar.
Compartí una vez despacho de trabajo con un exaltado compañero de armas que un día, golpeando con furia un mapa de España que teníamos en la pared, me gritaba: «¡Yo, por esto, mato a quien sea!». Aun sin sentirme del todo incluido en ese inquietante «quien sea», pronto dejé de colaborar con él debido a su continua excitación. El objeto de sus afanes era, al menos, un país concreto con representación cartográfica, lo que le daba cierta corporeidad. Por el contrario, la idea del capitán de la Benemérita de una España impersonal y divinizada, sin cuerpo tangible y existente sólo en el plano inmaterial de las ideas, revela un tipo de fanatismo llevado a extremos casi patológicos.
Eclesiásticos (de cualquier religión), políticos (de cualquier ideología) y militares (de cualquier país) corren el riesgo de ser inducidos a venerar conceptos absolutos -dioses, ideologías y patrias- que, por dar sentido trascendente a sus vidas, pueden llegar a convertirse en axiomas irrefutables. A partir de ahí, de poco sirve el ejercicio ponderado del razonamiento humano.
Conviene saber que esa propensión totalizadora lleva, con frecuencia, a los terrenos del más peligroso fanatismo. Y aunque religión y política lleguen a ser instrumentos con los que manipular a los pueblos y mantenerlos convenientemente sumisos, son las armas las que, en definitiva, puestas al servicio del fanatismo militar, acaban exterminando a los mismos ciudadanos para cuya defensa fueron concebidas.