Recomiendo:
0

El fatalismo es de derechas

Fuentes: Rebelión

Pensar que hemos conquistado algún paraíso inefable es la ideología oficial del actual paradigma político. Esa cultura difusa se ha venido conformando desde la transición de diferentes maneras y adoptando nombres distintos para enmascarar la hegemonía de un discurso clasista con una pretensión absoluta, seguir multiplicando sine die el sistema capitalista. Los nombres-fetiche por los […]

Pensar que hemos conquistado algún paraíso inefable es la ideología oficial del actual paradigma político.

Esa cultura difusa se ha venido conformando desde la transición de diferentes maneras y adoptando nombres distintos para enmascarar la hegemonía de un discurso clasista con una pretensión absoluta, seguir multiplicando sine die el sistema capitalista.

Los nombres-fetiche por los que ha discurrido ese fantasma sibilino que atraviesa nuestras instituciones y conciencias son muchos y variados, pero podrían citarse a modo de ejemplo los siguientes: consenso, olvido, mercado libre, europeísmo, partitocracia y tolerancia.

Todos ellos se han elevado a categoría de mitos, no escapando ninguno de los mencionados a la violencia de su génesis. Que no hay mito viviente sin su propia guerra particular, abierta o solapada, es algo que ya debiera estar fuera de toda discusión, al menos, para la izquierda histórica.

En España, la creación de mitos recientes viene de la mano no de batallas sangrientas sino de ocultamientos y arreglos entre caballeros que han tomado a las masas, esto es, a la clase trabajadora, como objeto político y no como proyecto de cambio social. Violencia, al fin y al cabo. Algunos dirigentes de la izquierda se erigieron (y continúan haciéndolo, prisioneros de las modas y las inercias posfranquistas) en intérpretes de la clase que decían (¡y dicen!) representar para pactar un modelo de sociedad acorde a los parámetros de una pretendida reconciliación nacional que echó, en gran parte, por la borda los logros incontestables de la Segunda República y las luchas sociopolíticas de lo más granado y genuino de la clase trabajadora (y de los intelectuales comprometidos) de aquellos años predemocráticos, hoy maquillados convenientemente para tapar las lagunas de la época precursora de lo que vivimos en el presente.

Huelga señalar que aún no se ha realizado como debiera el (los) estudio (s) crítico (s) de la transición española. Solo existen justificaciones interesadas de los actores que interpretaron subjetivamente el hecho histórico o que vaciaron de contenido los impulsos objetivos de la lucha antifranquista. El consenso, tal y como se dio, es el principio del fin de la participación de la izquierda transformadora en los avatares políticos y acontecimientos sociales posteriores. Los Pactos de la Moncloa su imagen más lustrosa. La nociva acumulación capitalista se trastocó como burla en dulce recuperación de beneficios, y así nos va desde entonces (recuperándonos del susto en medio de la zozobra de las hipotecas, los valores bursátiles, el desmantelamiento del mínimo estado social existente, el por qué no te callas, etc). Parte de la izquierda sociopolítica y transformadora se instaló en el pactismo consensuado, con pequeños estertores de búsqueda solipsista vía asonadas generales a toro pasado de las decisiones políticas (esto es, gritando desaforadamente cuando ya todo estaba perdido), y en el movimiento especulativo sin estrategia definida ni a medio ni largo plazo. De vez en cuando alguna barricada, pero nada más. El consenso arrancó las raíces transformadoras a la izquierda que iba más allá de la mera democracia representativa y de la mal llamada economía social de mercado.

Sin referencias estratégicas y con el consenso como praxis, el olvido viene solo. Un desescombro alentado a dos bandas que puso en cuestión sendos bastiones ideológicos de la izquierda transformadora, el de dónde venimos y hacia dónde queremos ir. La ausencia de referencia y memoria tiende a detener el movimiento y a encerrarlo en sucesivos instantes sin ligazón dialéctica entre ellos. El proceso histórico, por tanto, se convierte en progreso lineal, lugar en el que lo que sucede es producto de una fatalidad ajena al ser humano considerado como ente complejo y protagonista de su propio devenir. La meta perseguida no ofrece dudas: los procesos históricos se hacen y tienen sujetos conscientes y colectivos; por el contrario, en el progresismo ideológico, solo cabe el reino falaz del individuo confrontado al destino de la libertad libresca sin derechos. Existencialismo versus historia. En palabras más próximas a la realidad cotidiana, el factor trabajo como transformador intrínseco de la realidad deja su protagonismo a la mano invisible del mercado, o lo que es similar, en terminología de la globalidad, socialicemos las pérdidas inducidas por el sistema capitalista (lo público) al tiempo que elevamos a principio ético-moral la privatización de la libertad y el lucro empresarial. La izquierda como entidad filosófica ya no es capaz ni siquiera de pensar de modo autónomo que la libertad no reside en ningún individuo concreto (el mito de los mitos posmodernos) sino en la relación dialéctica entre individuos iguales, o sea, ese cruce de caminos donde los individuos se hacen parejos cuando participan en igualdad de condiciones, valga la redundancia, y tienen cubiertas sus necesidades materiales básicas por bienes comunes de titularidad pública.

Alcanzamos el mercado libre, ese zoco ultraliberal en el que la oferta y la demanda viven su idilio perfecto. Puro romanticismo de intereses encontrados al que la izquierda se ha postrado por un discutible bienestar pasajero. Es el ídolo por antonomasia del reformismo, una zona templada a la que fluyen por doquier posturas privilegiadas de variado signo, un centro bastardo o desagüe ideológico donde el pensamiento se acomoda a la realidad y toma el contorno de la superestructura mediática. Desde ahí no se transforma nada, todo invita a ser transformado por ella. Lo que hay es lo que es, lo que se hace es lo que se puede. Puro inmovilismo, tanto del pensamiento como de la acción sociopolítica. Como mucho, y de vez en cuando, un sarpullido de voluntarismo de mala conciencia a través de datos sociológicos que reflejan la realidad sin toma de conciencia colectiva. Sin estrategia ni utopía ni iniciativas, un caudal que se pierde en la contestación meramente estética.

Avancemos hacia el europeísmo, un paraguas multicolor transmutado en religión tópica de la modernidad. Bajo su inspiración divina y sofisticada, se han desarrollado monstruos que han apuntalado el sistema español: atlantismo bélico preventivo con rearme incluido, quiebra de principios democráticos, señas de identidad, autonomía artificial como sucedáneo de federalismo, capacidad de maniobra, ausencia de participación directa, beligerancia neoconservadora y colonialismo de última generación. Europa (¡?) se está construyendo a espaldas de la clase trabajadora. El Tratado de Lisboa es el último eslabón de una andadura de largo recorrido. Las consultas periódicas tapan lo que el capital no quiere que salga a la luz pública. Cada vez más, la ficticia unión europea es una jerga de tecnicismos para iniciados dominada por los grupos de presión transnacionales. La Unión Europea de instituciones ademocráticas ha participado en guerras de agresión por activa o por pasiva, sigue patrocinando a media voz situaciones de neocolonialismo encubierto en África, Asia y América Latina y continúa dando cobertura diplomática de baja intensidad a su primus inter pares, Estados Unidos. Las evidencias son abrumadoras, solo hace falta leer la historia de los últimos decenios para darse cuenta de ello. El europeísmo, en suma, es más una excusa que un proyecto. Sin la fuerza social de sus habitantes, Europa únicamente es un gran mercado al servicio de otro gran mito, el euro.

Y en esas estábamos (muerte del dictador, reforma versus ruptura…), cuando el partidismo redentor nos abrazó con sus fríos dedos y firmes manos. Por la partitocracia ideológica, pues de eso se trata y no de un concepto neutral y democrático per se, se nos colaron el bipartidismo, la Constitución, la ley electoral y el silencio cómplice. Se predica que el bipartidismo es la mejor forma de gobierno (derecha e izquierda a lo bruto, sin matices ni tonalidades entreveradas), que la Constitución es tan abierta y liberal que cabemos todos los que somos cabales, que la ley electoral es fruto de la democracia y que el silencio táctico durante cuatro años renovables ad infinitum es la consecuencia de la estabilidad del andamiaje sistémico. Son las cuatro columnas imprescindibles del altar patrio de la España del siglo XXI. Alzar la voz razonada contra esa arquitectura ad hoc es situarse en los márgenes de la democracia. La democracia es una e indivisible, el que se mueve en la foto está condenado al arroyo de la indeferencia radical. No se puede esgrimir bajo ningún concepto que el bipartidismo es una opción reductora de la democracia, que la Constitución contiene preceptos conservadores y trasnochados, que la ley electoral es un traje hecho a la medida del capitalismo de rostro humano y que el silencio de los corderos va contra la participación efectiva de las grandes mayorías sociales. Todo es ideología, de derechas, por supuesto, con barnices de iluminados bienpensantes de izquierda que nunca han confiado de veras en la capacidad intelectual y movilizadora de la clase trabajadora. La partitocracia es actualmente una fachada para que todos podamos votar dentro de un orden, el orden imperante e inamovible sancionado por comicios dirigidos a fines concretos y previsibles: la perpetuación del anquilosamiento representativo de las castas que saben de qué va esto.

Tolerancia. Aquí todo vale. Las mujeres han de plegarse a salarios más exiguos, a agachar la cabeza ante la amenaza depredadora de poder adueñarse de su propio cuerpo y a ser vilipendiadas por abortar y morir porque sí, por ser mujeres. Sin más. Un Estado laico que ha de soportar el fundamentalismo católico decimonónico que constriñe las libertades formales y coloniza aún más el espacio público y las dañadas conciencias individuales. Una Iglesia, por otra parte, sufragada por todos los contribuyentes, incluso por los ateos. Y aquí no pasa nada. Precariedad laboral galopante que no permite atisbar ningún futuro halagüeño a la clase trabajadora. Y despido por los suelos (que no libre), hablemos sin eufemismos. Y aquí y ahora, una vez más, calla o se escandaliza por lo bajo la izquierda sociopolítica. Mero testimonialismo sin fundamento. Hace falta una visión de tolerancia cero para adentrarse en la caverna que oculta la bandera de la seudotolerancia socioneoliberal: intereses de clase, hegemonía capitalista, ideología de derechas, políticas de escaparate, discursos populistas, educación patrocinada por imperios comerciales, sanidad privatizada y enganchones espectaculares sin consecuencias para el capital y sus mentores, pero con repercusiones negativas inmediatas en la hucha social de los trabajadores.

En Marzo, elecciones generales. El mundo del trabajo se enfrenta a un nuevo dilema entre votos de castigo y papeletas útiles. El entramado electoral solo permite algunas veleidades nacionalistas y ninguna alternativa coherente. Es el enésimo chantaje democrático contra la clase trabajadora en su conjunto. Sin embargo, hay que votar, por convicción o por responsabilidad, porque no queda otra para rearmarse y hacer frente a la impresentable situación sociolaboral española: campeones en precariedad de la UE con 6 de cada 10 trabajadores por debajo de los 1.100 euros mensuales.

Y a un año vista, el Congreso confederal de CC.OO., el sindicato sociopolítico nacido en pleno franquismo. La clase trabajadora necesita respuestas sólidas para convertir los mitos que la mantienen en la apatía democrática en impulsos críticos para la transformación social y política de España: conflicto democrático frente a consenso, conciencia de clase contra olvido, defensa de lo público frente a mercado libre, internacionalismo contra europeísmo, pluralismo frente a partitocracia y diálogo constructivo contra tolerancia encubridora.

Hay que erradicar desde la izquierda transformadora el fatalismo como doctrina, izando la enseña de la participación colectiva como proyecto legítimo contra la imposición del miedo escénico de lo posible. El fatalismo siempre es de derechas. No lo olvidemos jamás.

Que cunda el debate. Las batallas que se avecinan son decisivas.