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El fin de un régimen y el imprescindible nuevo proceso constituyente

Fuentes: Nuestra Bandera

I. La situación En los cuatro años transcurridos desde el inicio de esta profunda crisis económica, los acontecimientos se han sucedido a velocidad de vértigo, sin que a fecha de hoy nadie pueda decir que la crisis remite. Al contrario: todas las medidas de recorte y contrarreforma fiscal y laboral adoptadas por los partidos hegemónicos […]


I. La situación

En los cuatro años transcurridos desde el inicio de esta profunda crisis económica, los acontecimientos se han sucedido a velocidad de vértigo, sin que a fecha de hoy nadie pueda decir que la crisis remite. Al contrario: todas las medidas de recorte y contrarreforma fiscal y laboral adoptadas por los partidos hegemónicos en el Régimen de la Constitución del 78 -Partido Popular y PSOE fundamentalmente- para calmar a «los mercados», han provocado que la ofensiva del capital financiero internacional para acabar con el débil Estado Social y de Derecho español se intensifique, multiplicándose los ataques contra la mayoría social y contra la débil economía productiva española por parte de los distintos brazos ejecutores del neoli­beralismo desregulador: mercados, agencias de calificación, transnacionales de la energía y la alimentación, grupos financieros, etc.

Ni en la peor de nuestras pesadillas podíamos imaginar en el 2007 que España -un país que se consideraba en el grupo de cabeza del capitalismo internacional- se encontraría hoy al borde de la intervención económica o de la quiebra. Pero la crisis no es solo un concepto macroeconómico. La siente la ciudadanía con toda crudeza en su vida cotidiana: el desem­pleo se acerca al 25% de la población activa (llegará en breve a los 6 millones de personas), 200.000 familias han perdido su vivienda en estos años, la población activa es presa de la eventualidad en el empleo y de la bajada de salarios, lo que sumado al incremento de precios está significando una perdida acelerada del poder adquisitivo de la población. 10 millones de españoles se encuentran en el umbral de la pobreza o bajo dicho umbral, y los despropor­cionados recortes presupuestarios impuestos por el capital financiero internacional se dirigen prioritariamente a los servicios sociales, la educación, la sanidad y el empleo. Con estas polí­ticas el país sigue hundiéndose en la depresión económica en un círculo vicioso en el que no se ve ningún final.

Dentro de poco, el Estado Social o del Bienestar no será más que un recuerdo. Entre la población se generaliza la percepción de que las medidas adoptadas para supuestamente salir de la crisis, pretenden cargar el coste de esa hipotética salida únicamente sobre quienes menos se beneficiaron de los años de derroche y especulación económica que hicieron de España el país por excelencia del dinero fácil y rápido. Ahora comprobamos con dolor que fue un crecimiento basado en la especulación del suelo y del capital, nunca basado en el trabajo, la inversión productiva, la educación, la investigación y el desarrollo. Ahora sabemos que en nuestro país esta crisis es una gran estafa perpetrada por las oligarquías financieras e inmobi­liarias contra la mayoría social.

La construcción del estado Democrático, Social y de Derecho europeo, fundado sobre el pacto constituyente consistente en garantizar el bienestar, la igualdad y la justicia a todas las personas, no fue un regalo de las oligarquías políticas y económicas del siglo XX a las clases trabajadoras o medias ascendentes. Fue la consecuencia de la derrota del fascismo y nazismo internacional – al precio de más de 60 millones de muertos- y de la instauración de regímenes socialistas en la Europa del Este. Ningún derecho ha sido regalado o prestado a los ciudada­nos por las plutocracias como para que estas puedan de pronto decidir a su antojo recortar o suprimir los más básicos y esenciales derechos del Estado Social. Estos recortes y supresiones de derechos han ocurrido ante la sorprendente y fraudulenta parálisis e inacción de las insti­tuciones democráticas elegidas por esos mismos ciudadanos -esa y no otra es su legitimidad democrática– para garantizar los derechos que les están siendo usurpados.

Tras la Segunda Guerra Mundial la humanidad acordó elevar a categoría de derechos imperativos los recogidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 y en las Convenciones posteriores que los desarrollaron. Desde entonces, todos los derechos re­cogidos en esos tratados -civiles, políticos, económicos, sociales y culturales- disfrutan de la misma protección teórica en el derecho internacional -el derecho de las llamadas «naciones civilizadas«- todos ellos son de obligado cumplimiento y respeto por parte de los poderes pú­blicos y de los particulares. Nadie ha explicado por qué todo el posterior desarrollo constitu­cional habido en los países occidentales, los más ricos y desarrollados económicamente, elevó a derechos de especial protección y exigibilidad únicamente los derechos civiles y políticos, y sin embargo discriminó a los derechos económicos, sociales y culturales, obviando establecer en las cartas magnas mecanismos de cumplimiento y exigibilidad de dichos derechos en caso de ser negados o conculcados, así como obviando en ellas la obligación de las autoridades de garantizarlos.

Tras la desaparición de los sistemas económicos alternativos al capitalismo realmente exis­tente, nos hicieron creer que el Estado y el sector publico eran ineficaces y perniciosos por naturaleza, poderosos instrumentos de liberticidio que debían quedar reducidos a su mínima expresión si no desaparecer cediendo el testigo al individualismo y la iniciativa privada, la «libertad en su máxima expresión«, lo denominaron los políticos conservadores y sus socios «social-liberales«, quienes construyeron un idílico relato del porvenir que nos esperaba, anunciándonos riquezas y bienestar inagotables para todos, en una especie de arcadia consu­mista y feliz que ha acabado revelándose como la mas orwelliana de las posibles pesadillas.

La actual crisis económica se ceba únicamente en los más débiles, incrementando su nú­mero hasta el infinito, haciendo desparecer las denominadas «clases medias» y beneficiando a una minoría -los de arriba- cada vez mas reducida que ve como en sus manos se concentra la riqueza arrebatada a la inmensa mayoría -los de abajo-, de forma que en España no todas las clases sociales padecen la crisis: el comercio de productos de lujo -yates, coches de alta cilindrada, joyas, pieles, etc.- está viviendo su época más dorada, con record de ventas año tras año, a la par que aumenta la muy exclusiva lista de millonarios patrios.

Se trata de un sistema criminal concebido y ejecutado por élites nacionales y extranjeras, dirigido contra todos los españoles que no pertenecen al reducido grupo de las oligarquías financieras, las plutocracias establecidas o sus servidores. Un plan criminal – perfectamente legal, según la Constitución de 1978- que continúa ejecutándose en la absoluta impunidad, si bien con un claro incremento de la protesta social y de la rebeldía frente a esta situación por parte de quienes más padecen la crisis y rechazan los traumáticos recortes sociales impuestos. Este rebrote de la contestación social, a su vez está provocando que el gobierno pretenda cri­minalizar la protesta y la disidencia, tipificando como delito la legítima movilización social, dándole tratamiento de «terrorismo callejero.

II. Salir de un régimen fracasado e incapaz de garantizar una vida digna a la mayoría

A lo largo de la historia las leyes han aparecido cuando un grupo humano intenta regular sus relaciones de convivencia mediante un equilibrio entre las ventajas y las desventajas que cada uno obtiene con esa relación. Equilibrio en las relaciones económicas, en las relaciones sociales, en las relaciones personales, etc. Las leyes son útiles si sirven para regular el sistema y hacer que este funcione eficaz y equitativamente, esto es, satisfaciendo dignamente las nece­sidades de todos sus integrantes y no de una minoría excluyente. Si no es así, las leyes dejan de ser eficaces, dejan de ser justas y se convierten en ineficaces, en injustas, inequitativas y finalmente en ilegítimas. Se convierten en instrumentos de dominación de unos sectores socia­les sobre otros, desapareciendo toda ficción de legitimidad. Llegados a este punto, el conflicto sólo se puede resolver con la dominación de la mayoría por una minoría o suscribiendo un nuevo pacto constitucional renovado y adaptado a la nueva situación.

Al sistema político español le han fallado las leyes y quienes las hacen, empezando por la situada en el vértice de todas ellas, nuestra Constitución.

El Estado y sus instituciones, consciente e intencionadamente, se ha desprovisto de re­cursos legales que les permitan defender el Estado Social y Democrático de los ataques al mismo, han prescindido de cualquier norma que les permitiera intervenir en el mercado ante los evidentes desmanes de este. Nuestros gobiernos, por indicación de los especuladores, han desarmado al Estado y al sector público previamente a iniciarse la gran ofensiva neoliberal. La Constitución del 78 es ya un texto vacío, sin credibilidad, y no merece otro apelativo que «La Moribunda».

La Unión Europea se ha construido sobre la estricta prohibición de la intervención de los Estados en la economía, justificada con la falacia de la libre competencia, no se ha construido sobre la prohibición de la especulación, la defensa de la economía productiva y la defensa de quienes viven exclusivamente de su trabajo. Esta construcción europea sólo ha beneficiado a las oligarquías y a los monopolios privados frente a las mayorías sociales, muy especialmente las de los países «periféricos». El actual marco europeo hace imposible prácticamente cual­quier política económica que garantice el desarrollo y bienestar de un país como el nuestro.

El actual marco legislativo español, nuestro marco constitucional y la arquitectura institu­cional de la UE, no nos proporcionan herramientas lo suficientemente eficaces para invertir la situación actual, para garantizar una democracia real donde los ciudadanos no solo voten, sino que controlen que los elegidos no se aparten del mandato electoral y lo cumplan, para poder así salir de la crisis y evitar que vuelva a producirse, para proteger al patrimonio de la sociedad en su conjunto frente a la voracidad de los interese exclusivamente individuales y privados.

El artículo 128.1 de la Constitución determina que toda la riqueza del país, incluida la privada, se subordina al interés general. El 128.2 y el 131 contemplan, respectivamente, la iniciativa pública en la economía y la planificación de esta para atender a las necesidades colectivas y así equilibrar y armonizar el desarrollo. Y el articulo 129.2 literalmente dice: «Los poderes públicos (…) establecerán los medios que faciliten el acceso de los trabajadores a la propiedad de los medios de producción«. Tales enunciados, retóricos a fecha de hoy, de nada han servido al no ser acompañados de mecanismos constitucionales que posibiliten la exigibilidad de su cumplimiento a los poderes públicos, poderes que ni han desarrollado dichos principios constitucionales ni han podido ser compelidos eficazmente a hacerlo por unos ciudadanos en absoluta situación de indefensión ante el sistemático incumplimiento constitucional.

Además, el derecho al trabajo (Art. 35 de la Constitución), a la vivienda (Art. 47), a la salud (art. 43), a la Seguridad Social (art. 41), a la cultura (art. 44), al medio ambiente sano y de calidad (art. 45), a la participación de la juventud (48), entre otros cuya defensa no es prioridad de los grades poderes económicos y financieros, son excluidos constitucionalmente del único mecanismo legal de exigibilidad del cumplimiento de derechos fundamentales que prevé nuestra carta magna, son excluidos de ser exigibles mediante recurso de amparo cons­titucional.

Las leyes deben responder a los problemas de su tiempo, contener mecanismos que per­mitan abordar y solucionar dichos problemas. Si no es así, no son útiles ni eficaces. Una constitución con casi treinta y cinco años, anterior a la era de la globalización de la econó­mica y las comunicaciones, es obsoleta por definición, por mucho que irracionalmente se haya sacralizado hasta los niveles totémicos que ha llegado a alcanzar nuestra actual Carta Magna. Un texto imposible de reformar si no es para introducir el nuevo principio neoliberal del «equilibrio presupuestario«, conforme a lo ordenado por la oligarquía económica euro­pea. No es fácil encontrar una constitución europea con treinta y cinco años de edad que no haya sido sometida a profundas reformas, probablemente ninguna de las actuales. El pánico político que existe en España a abordar una profunda reforma constitucional es impropio de una democracia madura y sólida, donde una Constitución es únicamente eso: una ley, la situada en el vértice superior de la escala normativa, pero una ley a fin de cuentas que debe ser adaptada a las necesidades sociales de cada momento.

Recordemos además el origen «semiotorgado» de nuestra Constitución, cualidad que per­mitió hasta el reconocimiento de una legitimidad sobrevenida al régimen dictatorial anterior, tal y como viene recordando nuestro Tribunal Supremo cada vez que falla contra la anulación de una resolución emanada de un Consejo de Guerra o de un Tribunal penal de la dictadura franquista.

Que en 1978 la democracia fuera una concesión del ejército y las oligarquías franquistas a la ciudadanía nadie lo cuestiona a fecha de hoy, como nadie cuestiona que nuestro actual Jefe de Estado -designado previamente a la aprobación de la Constitución y por exclusiva decisión del dictador, sin que nunca se haya sometido al veredicto de las urnas- haya recibido su legitimación democrática -de la que carecía en origen- mediante la aprobación de nuestra actual Carta Magna. No se puede decir que en 1978 hubiera un proceso democrático ni que la Constitución se elaborara en libertad e igualdad de condiciones para todas las ideas o actores políticos.

Pero lo que fue condición sine quanon para iniciar la democracia en 1978 no tiene porque serlo hoy día para defenderla y mejorarla, sobre todo si dicho marco constitucional se mani­fiesta por momentos como ineficaz e incapaz de dar respuestas a los retos de nuestra sociedad.

El 70% de las personas que hoy tienen derecho de voto en España no pudieron votar la Constitución de 1978, ni por supuesto participar en su elaboración. No habían nacido o no tenían edad para ejercer el derecho al voto

Islandia se encuentra inmersa en un nuevo proceso constituyente, para que los ciudada­nos, mediante la elaboración y aprobación de la que probablemente sea la constitución mas participada en su redacción de toda la historia europea, acuerden una nueva carta magna que garantice que los derechos de toda la sociedad nunca más van a ser usurpados, secuestrados o esquilmados por los mercados. En América Latina encontramos otros ejemplos de procesos constituyentes por los que los pueblos están conquistando una segunda independencia y cons­truyendo Estados que, con muchas dificultades, van consolidando la Democracia, la Sobera­nía, el Estado de Derecho y una Economía Productiva, lo que permite una mejora sustancial del nivel de vida de la población y hace retroceder la pobreza y la exclusión social. Estos procesos están siendo catalizadores de los anhelos de buena parte de las clases populares -de los de abajo- que se empoderan y politizan en torno a ellos.

España también necesita ese nuevo proceso constituyente para salir de la crisis y evitar volver a sufrir una estafa masiva y criminal de la envergadura de la que estamos padeciendo. Ante la negativa de los poderes públicos a proporcionarnos estas herramientas, debe ser la soberanía popular expresada legítimamente a través de una asamblea constituyente, extensa y capilar, participativa y participada no solo por partidos políticos, sino también por movi­mientos sociales y personas, la que nos garantice a los ciudadanos los instrumentos por los que la mayoría social hoy esta clamando. Esta crisis no tiene una salida economicista en los marcos institucionales actuales, es urgente construir otros reconquistando la democracia y la soberanía que nos ha sido usurpada.

III. Un nuevo actor político para un Nuevo Proceso Constituyente

Las encuestas dan un crecimiento sostenido a Izquierda Unida, la única fuerza política ac­tual capaz de impulsar un sistema político y social alternativo al actual, a la vez que muestran un descenso en el apoyo popular a los dos partidos que han sostenido este fracasado régimen constitucional de 1978: el partido actualmente gobernante -PP- y al partido que acaba de darle la alternancia en el gobierno, el PSOE. En abril de 2012, la intención de voto a ambos partidos -considerémoslo «apoyo popular»- apenas alcanza sumada el 60% de la población mayor de edad, un apoyo con clara tendencia al descenso

Como es lógico Izquierda Unida también está atravesada por el vértigo ante lo nuevo que se abre delante de nosotros y nosotras. No olvidemos que buena parte de nuestra militancia, cuadros y dirigentes, se han educado políticamente en el régimen constitucional de 1978 y su mayoría de edad política ha sido la de este sistema constitucional ahora fracasado, en el que hemos formado parte de las instituciones, de gobiernos locales y autonómicos, construyendo muchas de las mejores cosas que tiene el país en la actualidad. No es de extrañar por tanto una cierta inercia entre ciertos cuadros y un entendible miedo a la incertidumbre que siempre acompaña cualquier cambio social de calado, cualquier proceso de transformaciones sociales fuertes.

Izquierda Unida aparece con frecuencia presa, en sus análisis estratégicos, de los resulta­dos de las encuestas de opinión, olvidando que no es esa fuerza política quién encarga macro encuestas ni diseña las preguntas de estas. De no romperse esa dinámica, corre el riesgo de parálisis respecto a la necesaria formulación de un proyecto distinto de país en el que una mayoría de ciudadanos pueda verse reconocido, un proyecto no solo para la izquierda socio­lógica, sino para todos los «de abajo» en primer lugar, para las denominadas «clases medias que cada día tiene más claro estar en peligro de extinción en este régimen, y también para muchos sectores de profesionales y pequeños y medianos empresarios hasta ahora no afecta­dos contundentemente por la crisis pero que son conscientes de que acabarán siendo objetiva y duramente afectados por ésta. Corremos el riesgo de que el deterioro del Régimen sea más rápido que nuestra capacidad de formular alternativas y construir instrumentos organizativos para llevarlas a cabo, lo que nos haría perder credibilidad social.

La encrucijada actual para Izquierda Unida es decidir si va a ser el actor principal que im­pulse el Nuevo Proceso Constituyente o si, por el contrario, va a esperar a que el hundimiento económico del país y el desgaste del bipartidismo le sitúe ante unas mejores -nunca suficientes por si solas para alcanzar el poder efectivo- perspectivas electorales. Incluso es posible que esas mejores pero insuficientes perspectivas frenen de alguna manera el impulso necesario para dar este decidido salto adelante que necesita la mayoría social.

Lo cierto es que al margen de la coincidencia que cada quien tenga con la necesidad de un Nuevo Proceso Constituyente, o con su idoneidad, Izquierda Unida en la actualidad no es capaz de aglutinar ni organizar en su seno a los sectores mas excluidos por el sistema, a los que están padeciendo con más dureza la crisis económica y la falta de perspectivas le sistema y que por tanto están más interesados en cambiar urgentemente la realidad. No puede haber lugar para la autocomplacencia en un país hundido en la depresión, el empobrecimiento y con seis millones de parados y paradas.

El surgimiento imparable del Movimiento 15M y el incipiente inicio de un ciclo de movili­zación, responde a la necesidad de esos amplios sectores excluidos de organizarse y construir alternativas de vida y de régimen político y social. Ha sorprendido por su amplitud, su dinamismo y su sensatez, característica esta última no siempre habitual en movimientos de masas tan multitudinarios y espontáneos. Su base social está compuesta mayoritariamente por varias generaciones de españoles -nacidos entre los años 70 y 90 del siglo pasado- pro­bablemente las mejor formadas y preparadas de la historia, y a la vez las generaciones con mayor desempleo en la historia española, con mayor eventualidad laboral y con salarios mas reducidos con relación al nivel de su formación, por no hablar de la ausencia de disfrute de garantías sociales mínimas como acceso a los sistemas de seguridad social, seguro de desem­pleo, cotizaciones para jubilación, etc.

Una auténtica «generación perdida», una juventud sin futuro que ha venido a la política para quedarse y que no va perdonar la traición que para el futuro de España supone el terrible despilfarro de capacidades e inteligencias que significa el paro juvenil, la destrucción de la economía productiva, el desmantelamiento del sistema educativo y universitario, el éxodo de varias generaciones de investigadores, etc. Frente a esto necesitamos construir un proyecto de país para las mayorías sociales. Un país soberano y democrático en el que sea posible vivir y trabajar.

El movimiento indignado ha tenido el gran acierto de manifestar -desde una ciudadanía claramente apartidista, que no apolítica-, lo mismo que venía siendo un clamor desde los sectores políticos organizados que han sido consecuentes con el pacto social y político al­canzado por la humanidad tras la derrota del fascismo a mediado del siglo pasado. Es decir, el movimiento no clama por un régimen socialista o revolucionario, sino únicamente por la recuperación del Estado Social, Democrático y de Derecho, objetivo que hoy día parece in­alcanzable si no es a través de una autentica revolución de las mayorías sociales. Un estado comprometido con la garantía de todos los derechos -también los económicos y sociales- para todas las personas.

El movimiento 15M lo está manifestando a diario y poniéndolo por escrito. Pocas tablas reivindicativas son más concretas, factibles, sensatas y acertadas para defender el estado De­mocrático, Social y de Derecho como las medidas que para salir de esta grave crisis han sido aprobadas por la Asamblea del 20 de mayo de 2011 de la Acampada de Sol: cambio de la ley electoral y democracia mas participativa y controlada por los ciudadanos; garantía de todos los derechos básicos recogidos en la Constitución, (vivienda, trabajo digno, sanidad, educación, libre circulación); eliminación de leyes discriminatorias e injustas; reforma fiscal que devuelva la progresividad impositiva y aumente la carga fiscal de los que más ingresan, incrementando los recursos del estado, es decir, los de toda la sociedad; recorte de los privi­legios de la clase política; políticas económicas al servicio de la sociedad y no de los dueños de las empresas bancarias y financieras; medidas eficaces contra la corrupción; reducción del gasto militar; democratización de la justicia…. Y todo ello lo podemos alcanzar de forma pa­cífica, ordenada y cívicamente, como así esta siendo este movimiento que, aunque por ahora sólo en el plano de lo simbólico, ha dado por finalizado el régimen constitucional de 1978.

Este movimiento de indignación ciudadana colectiva y generalizada, sumado a la pérdida de apoyo popular de los partidos políticos del régimen constitucional del 78, expresa el des­contento ciudadano y el apoyo mayoritario que tendría el proceso de cambio, superador del actual régimen, que denominamos «Nuevo Proceso Constituyente» (NPC).

Se trata de apostar por el NPC pero sobre todo de tener la capacidad y la fuerza para llevarlo a cabo. Para ello es básico construir un instrumento sociopolítico que nos permita intervenir en la realidad con garantías, nuevo instrumento de intervención que difícilmente podrá construir por si solo el movimiento de Indignación colectiva que recorre a la sociedad española, fundamentalmente por las dificultades intrínsecas que para concretar estrategias de conquista del poder político tiene un movimiento nacido para denunciar el fracaso de un sistema. Tampoco puede Izquierda Unida construir ese Nuevo Proceso Constituyente en solitario, porque hoy día no representamos a la mayoría de los de abajo y mucho menos a la mayoría social objetivamente interesada en el cambio social y político que hoy propugnamos en solitario entre las fuerzas políticas. Pero juntos, fundidos en torno a un programa político, es posible alcanzar como resultado la construcción de ese Movimiento Político y Social que tanto hemos teorizado como sujeto realmente capaz de liderar y realizar la necesaria cons­trucción de un sistema alternativo que hoy, por primera vez en mucho tiempo, si podemos hacer ver a la población, identificado con el Nuevo Proceso Constituyente.

Eso significa que la próxima Asamblea Federal debe lanzar un ambicioso debate a la so­ciedad sobre la necesidad de construir ese actor político capaz de pelear la hegemonía a los partidos del Régimen que ahora se hunde, un movimiento popular de amplia base capaz de vincular al proceso a fuerzas políticas y sociales, pero sobre todo a la mayoría social que no está todavía organizada.

El proceso de Refundación y la Convocatoria Social, con sus insuficiencias e irregularida­des, han dado importantes resultados políticos y electorales para IU, han sacado a nuestra organización de las sedes y han permitido mejorar las relaciones con buena parte del tejido social. Ahora hemos consolidado nuestra fuerza política y hemos empezado a tejer alianzas, tenemos más capacidad para llevar adelante esta propuesta, pero también hay más expec­tativas ciudadanas en lo que hagamos, expectativas que no podemos defraudar aceptando cualquier oferta de los partidos del régimen -las habrá, cada vez mas- para desdibujar nuestro perfil propio y nuestro programa político, o permaneciendo inmóviles paralizados por el mie­do al incierto ciclo político que se abre frente a toda la sociedad española.

El reto es grande, pero tenemos una enorme responsabilidad ante el futuro de la izquierda y sobre todo del país. La España construida durante la transición ya no existe y no volverá. Ahora es el momento de formar una gran alianza social y política para construir un nuevo país. Es el momento de la revolución ciudadana.

Enrique Santiago Romero. Secretario de Refundación y Movimientos Sociales de Izquierda Unida

Fuente: Publicado en Nuestra Bandera núm. 231, Vol V – 2012.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.