Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
Con el marcado deterioro de la situación económica y la profundización de los problemas de seguridad a que se enfrenta el Estado, el actual régimen egipcio apuntalado por el ejército ha fracasado a la hora de cumplir sus reiteradas promesas de estabilidad y prosperidad económica. Como las señales de descontento social han crecido a pesar de la brutal represión desplegada, el régimen de Abdel-Fatah al-Sisi ha ido culpando de sus propios fallos a conspiraciones y complots, supuestamente auspiciados por fuerzas externas en colaboración con grupos de la oposición y defensores de los derechos humanos. También ha tratado de impedir la aparición de cualquier alternativa al statu quo político a través de estrategias represivas, junto con una narrativa deshumanizadora que ha utilizado para calumniar y desacreditar a las voces disidentes, tildándolas a menudo de agentes del exterior. Al mismo tiempo, el régimen de al-Sisi ha recurrido a otra importante estrategia que describo como «ridiculizar la política». Esta expresión revela el intento consciente del régimen de desacreditar la vida política civil en su totalidad a la vez que fomenta la creencia de que sólo los generales son capaces de gobernar el país.
En función de tal estrategia de ridiculizar la política, la retórica oficial ha reducido al Estado a su «núcleo militar y de seguridad», a saber, el ejército, los servicios de seguridad y la comunidad de inteligencia. Retrata a las instituciones del Estado civil, especialmente a las burocracias nacional y local, como una serie de entidades benignas que dependen -y siempre han dependido- del núcleo militar y de seguridad.
Esta misma noción de un núcleo militar y de seguridad poderoso y eficaz frente a una comunidad civil débil e incompetente de funcionarios públicos se refleja también en la configuración del poder dentro del gobierno. En la actualidad, la asamblea legislativa está en efecto sometida a la incontrolada autoridad del establishment militar y de seguridad, representada en la institución de la presidencia. Hay muy pocos intentos de invocar una fachada democrática proporcionándole a la asamblea legislativa algo de independencia nominal. Según la narrativa estatal, el parlamento, al actuar bajo la total vigilancia del ejército, puede cumplir sus deberes nacionales sin caer víctima de la inherente debilidad de sus interlocutores civiles. Por tanto, la actual asamblea legislativa, conocida también como Cámara de los Representantes, se formó esencialmente bajo la vigilancia de la oficina presidencial, el ejército, la inteligencia general y el aparato de seguridad.
A tal fin, el régimen promulgó una ley electoral parlamentaria que daba ventaja a los candidatos independientes y no a las listas de los partidos políticos, en detrimento del papel de la política de partido y los debates sobre políticas públicas nacionales en las elecciones parlamentarias. Los candidatos independientes tendían, por tradición, a rehuir cuestiones de política nacional en favor de intereses particulares locales. Estos intereses han reforzado las lealtades de esos candidatos hacia el gobierno, las redes familiares y tribales y los ricos financieros que financian sus campañas. Así pues, a diferencia de los partidos, los candidatos independientes tienen normalmente pocos incentivos para adoptar posiciones firmes en los debates trascendentales sobre las políticas públicas o en cuestiones como la representación de los grupos sociales y el control del ejecutivo por el poder legislativo.
Antes de las elecciones parlamentarias celebradas en 2015, la oficina presidencial y varias agencias de seguridad estructuraron la contienda electoral de forma que garantizara una amplia victoria de sus leales, que competían por los escaños de los candidatos independientes. También formaron una lista de ámbito nacional, la infame «Por Amor a Egipto», y le pergeñaron una fácil victoria en la carrera de las listas de partidos.
El enfoque del ejército de seleccionar cuidadosamente a candidatos «de confianza» (y potenciales parlamentarios) reflejaba un esfuerzo deliberado para subrayar el punto de vista de que el papel del parlamento y de sus miembros era, ante todo, prestar un apoyo inequívoco a las políticas del presidente. Por su parte, los leales a al-Sisi entre los candidatos parlamentarios se presentaban orgullosamente como la columna vertebral política del presidente y su gobierno. Argumentaban a menudo que el apoyo al régimen respaldado por el ejército era un deber patriótico para defender los intereses nacionales de Egipto de insidiosos peligros externos. Sus campañas invocaban frecuentes representaciones de al-Sisi como un salvador nacional (quizá el único), mientras al mismo tiempo rechazaban la posibilidad de cualquier forma de control legislativo de sus políticas. Al avanzar esa narrativa, esos potenciales parlamentarios estaban defendiendo la noción antes mencionada de que «sólo los generales están calificados para gobernar Egipto», endosando el dominio del núcleo militar y de seguridad sobre las instituciones civiles, especialmente la asamblea legislativa. Y lo más importante, ridiculizaban la política parlamentaria y, en un sentido más general, la vida política civil a los ojos de amplios segmentos del pueblo egipcio.
Además, la elección de los candidatos del régimen trasladaba implícitamente la idea de que la legislatura no iba a funcionar sin la presencia de los veteranos del ejército y la seguridad. Los oficiales retirados, decía la narrativa, guiarán y perfilarán la actuación de los ingenuos legisladores civiles que no tienen la experiencia necesaria para captar las amenazas a la seguridad nacional y las conspiraciones externas a las que supuestamente se enfrenta la nación egipcia. Por tanto, no resulta sorprendente que casi una sexta parte de los miembros elegidos fueran exoficiales del ejército o de la policía.
Al igual que la mayoría de los candidatos independientes al convertirse en parlamentarios, los oficiales retirados del ejército y de la policía apenas hicieron contribución sustantiva alguna a los debates o propuestas de políticas públicas. En cambio, su incrementada presencia en la vida pública tras el golpe de Estado del 3 de julio de 2013, ha ayudado a cosificar el dominio del ejército sobre los medios de comunicación dominantes. Por ejemplo, los oficiales retirados del ejército y la policía aparecían a menudo en televisión para captar el apoyo de la gente a los modos autocráticos de al-Sisi y para difamar a sus opositores y tildarles de enemigos de la nación. Así pues, la presencia de los oficiales en el parlamento sirve para un propósito similar. Es decir, se espera que exploten su supuesta «experiencia en el campo de la seguridad» para propagar las teorías de la conspiración del régimen y sembrar el miedo y lanzar acusaciones de traición contra las voces de la oposición. Un aspecto clave en esa imagen es el supuesto marco de credibilidad que la antigua afiliación al ejército o las agencias de seguridad concede a esos legisladores. Según ese razonamiento, son la opción lógica para dirigir el consenso dentro del parlamento y mantener en jaque a los inadecuados civiles.
No sólo la narrativa del régimen militar reduce a las elites civiles a servidores públicos ineficaces que necesitan de la supervisión y control de los oficiales. También se les representa como individuos mal informados que rehúyen los problemas nacionales y las necesidades básicas del pueblo egipcio en favor de sus intereses personales. En última instancia, todo esto sirve para el propósito de ridiculizar la política civil y socavar cualquier esfuerzo de construir una alternativa al gobierno de los generales.
Esa narrativa puede discernirse en frases clave que los aliados del establishment gobernante han utilizado sistemáticamente en los medios de comunicación para justificar la superioridad del núcleo militar y de seguridad ante los componentes civiles del Estado. Por ejemplo: «El presidente trabaja sin ayuda de nadie, mientras otras instituciones estatales se dedican a socavar sus logros»; «el presidente y el ejército están trabajando duro para rescatar a la nación, mientras el parlamento y los funcionarios civiles están ocupados en debates sin sentido y reivindicaciones baladíes»; «el Estado egipcio se habría venido ya abajo si no fuera porque el ejército y las instituciones de seguridad salvaguardan su estabilidad y unidad».
En el marco de esta estrategia de «ridiculizar la política», el régimen ha trabajado en el período previo a las elecciones legislativas para asegurar que el futuro parlamento apruebe automáticamente las políticas propuestas por el presidente. De capital importancia a ese respecto son los varios cientos de leyes que el ejecutivo impuso por decreto en ausencia de una legislatura entre el 3 de julio de 2013 y el 10 de enero de 2016, cuando finalmente se convocó la Cámara de Representantes. En un entorno legislativo en el que la política y los debates sobre políticas públicas importantes brillan totalmente por su ausencia, la aprobación de esas leyes se produjo en un período corto de tiempo sin que mediara discusión significativa alguna. En suma, al generar una legislatura apolítica, el régimen ha descartado cualquier posibilidad para que surjan debates y propuestas de políticas reales. Es en ese sentido en el que la estrategia del régimen de «ridiculizar la política» ha ido de la mano con la total abolición de la libertad, el derecho a una representación significativa y a la existencia misma de los ciudadanos individuales en Egipto.
En síntesis, el régimen ha estructurado la nueva arena política de forma que desacredite completamente la política civil y presente a al-Sisi como la única vía para la estabilidad y supervivencia. No sólo se les ha dicho a los egipcios que acepten su autoridad y guía en el reino de la política sino también en cómo deben organizar sus vidas privadas e incluso sus propios hábitos domésticos de consumo. Se les ha hecho un llamamiento a trabajar duro, a dejar de protestar y renunciar a sus derechos y libertades políticas en aras al pan, la seguridad y la estabilidad. Por último, se les insta a unirse en torno a su salvador y a no congregarse en manada alrededor de elites civiles y políticos evidentemente inadecuados que son incapaces de satisfacer las necesidades básicas del pueblo egipcio.
Amr Hamzawy nació en El Cairo y es doctor en ciencias políticas y estudios para el desarrollo. En la actualidad trabaja en el Departamento de Políticas Públicas y Administración de la American University en El Cairo. Es asimismo profesor adjunto de ciencia política en el Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de El Cairo.
Fuente: http://www.jadaliyya.com/pages/index/24150/the-general-knows-best_ridiculing-civilian-politic
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