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El hombre que no quería ver morir a Palestina

Fuentes: La Jornada

«La verdad, me temo, es que Arafat murió hace años», afirma Robert Fisk en un artículo reciente publicado en La Jornada. Contundente pero extraña afirmación de uno de los mejores conocedores de la realidad medio-oriental. Es cierto que la imagen del viejo luchador palestino en el mundo occidental se deterioró en los últimos cuatro años […]

«La verdad, me temo, es que Arafat murió hace años», afirma Robert Fisk en un artículo reciente publicado en La Jornada. Contundente pero extraña afirmación de uno de los mejores conocedores de la realidad medio-oriental.

Es cierto que la imagen del viejo luchador palestino en el mundo occidental se deterioró en los últimos cuatro años y que localmente su liderazgo perdió fuerza. Después del 11 de septiembre 2001, aprovechando la conmoción provocada por los atentados de Nueva York y Washington, Bush y Sharon, reforzados por los principales medios europeos y estadunidenses, lograron convencer a una opinión pública occidental despistada y temerosa de que Yasser Arafat encubría la ofensiva terrorista contra el Estado israelí.

La segunda intifada, lanzada en 2000, les daba elementos para argumentar: los atentados suicidas palestinos se multiplicaban en Israel sin que la seguridad palestina, controlada directamente por allegados al presidente, pudiera -o quisiera, se insinuó entonces- enfrentar a los grupos armados responsables de las matanzas. A unos meses del 11 de septiembre, muchos terminaron aceptando la ecuación Arafat = terrorismo = Bin Laden.

Lo que los brillantes analistas de la prensa internacional olvidaron decir es que Arafat, desde el fracaso de las negociaciones de Taba con el gobierno israelí de Barak, ya no tenía poder para controlar las diferentes fuerzas que habían optado por el enfrentamiento con Israel: los islamitas que nunca se habían resignado a la existencia del Estado israelí, y los laicos que acababan de adoptar la idea de que ninguna negociación era posible con su vecino.

Además, muy probablemente Arafat no lo quería. La segunda intifada, organizada por nuevos y jóvenes líderes de Gaza y Cisjordania, ajenos a los grupos que estuvieron en el exilio, movilizaba a la inmensa mayoría de la juventud sin respetar fronteras partidistas. A los comandos suicidas de Hamas y Jihad -movimientos islamitas adeptos a la guerra santa contra Israel sin por eso ser parte de la red Al Qaeda- se habían unido kamikazes formados en organizaciones laicas y marxistas como el FPLP. En la lucha diaria contra el ejercito israelí y las milicias de los asentamientos judios en Cisjordania, los jóvenes del partido de Arafat, Fatah, se habían unido a las guerrillas urbanas islamitas (como las Brigadas Al Qasam de Hamas). Disponían de sus propias organizaciones (las brigadas Tanzim y Al Aqsa) y a la hora de actuar no se vinculaban con la OLP.

Arafat sabía que lanzar su fuerzas de seguridad contra la juventud armada -lo que Israel y Estados Unidos le pedían para reconocerlo como interlocutor válido- significaba abrir Palestina a la guerra civil. El viejo feday ( combatiente en árabe) prefirió cerrar los ojos.

Otro punto delicado a la hora de juzgar a Arafat: nos consta que en los últimos años ofreció argumentos en bandeja a sus enemigos. Confinado desde el año 2000 al estrecho círculo de sus fieles, desconfiando, a la hora de nombrar funcionarios a puestos estratégicos, de quien no fuera miembro de su clan o de su familia ampliada, cediendo a la tentación del nepotismo, manejando de forma poco ortodoxa las finanzas públicas, aceptando que la corrupción permeara la administración pública, el rais (jefe-guía en árabe), el presidente de la Autoridad Nacional Palestina, ofreció la imagen de un líder autoritario rodeado de una camarilla oscura.

Pero allí también los analistas nos hubieran tenido que explicar cuán difícil puede ser la práctica de la democracia y la diplomacia abierta para un hombre viejo, sobreviviente de mil complots internos y tentativas de asesinato orquestados por los servicios israelíes, a la hora de gobernar un territorio, una sociedad, un pueblo divididos en múltiples zonas de influencia, tendencias políticas, milicias y clanes.

La Palestina que descubrió Arafat en 1994, después de los acuerdos de Oslo, no tiene mucho que ver con la OLP que lideró en los exilios jordano, libanés y tunecino desde hace decenios.

Hamas es una especie de Estado dentro de otro. Controla escuelas, hospitales, bancos, comercios, asociaciones caritativas. Mantiene en la clandestinidad una fuerza tan importante como el pequeño ejército, pronto transformado en Policía Nacional, que Arafat trajo de los campos de entrenamiento que la OLP mantenía en Túnez, Irak y Yemen.

El hombre que ganó el derecho de regresar a su patria al término de largas negociaciones con Israel tiene que aceptar que una parte importante de su pueblo no reconoce el derecho de los judíos a vivir en la Palestina histórica.

En Cisjordania, los militantes de Fatah se han independizado de hecho de la dirección del partido en el exterior, y responden a un hombre 30 años más joven que el presidente, Marwan Bargouti, nacido en Cisjordania, principal organizador de la primera intifada de 1987 («la intifada de las piedras») y partidario de la lucha armada contra Israel. Arafat no pudo oponerse a la constitución, en 1995, de las Brigadas Tanzim, milicias armadas del Fatah cisjordano que participaron más tarde en la segunda intifada. También tuvo que negociar con los jefes de Hamas, quienes, como Bargouti, gozan de una total legitimidad adquirida en la primera intifada.

Negociar, pero no ceder, pues Arafat estaba convencido desde hace mucho tiempo de que la solución al conflicto pasaba irremediablemente por la aceptación por ambas partes de la idea de que sobre un mismo territorio pudieran convivir dos estados. No olvidemos que el «terrorista Arafat» puso su vida en peligro cuando, a finales de los 70 y principios de los 80, lanzó a varios de sus íntimos a entablar relaciones con la izquierda israelí (Uri Avneri, Amnon Kappeliouk, el general Matti Peled) para abogar por la reconciliación de los dos pueblos. Desde esa época mandó decir a sus interlocutores que podría aceptar un mini-estado en Cisjordania y Gaza, conviviendo en buen entendimiento con el Estado israelí. Issam Sartaoui, Azzedine Kalak y Abou Iyad, el numero dos de la OLP, pagaron con su vida ese atrevimiento premonitorio, víctimas de atentados perpetrados por dos encarnizados enemigos de la paz, el Mossad israelí y Abul Nidal, jefe de una disidencia radical de la OLP establecido en Irak.

No olvidemos que Arafat impuso a la OLP, al término de debates eternos, el reconocimiento de que Israel debe vivir dentro de fronteras seguras. Una lucha interna que costó decenas de muertos al movimiento de liberación palestino.

Al terminar las negociaciones de Taba, en 2001, la Autoridad Nacional Palestina rechazó las propuestas de Ehud Barak argumentando que el premier israelí le proponía un «estado-migajas». Arafat tuvo que hacer frente a otro peligro, y éste sí en sus propias filas: Mahmoud Abbas y Ahmed Qureia (dos de los tres fundadores de Fatah que sobrevivieron a la desaparición de Abou Jihad y Abou Iyad) lo presionaban para que «desmilitarizara» la intifada, como querían los israelíes.

Para mantener su posición, controlar a sus adversarios y preservar in fine la política que le ha dado resultados a lo largo de su vida -una sutil combinación de fuerza y de diálogo con Israel-, Arafat recurrió a todas las triquiñuelas posibles. Nació en las guaridas de Gaza y luego Ramallah un jefe autoritario y maquiavélico que controlaba las fuerzas de seguridad, se negaba a dialogar con sus opositores, compraba aliados y monopolizaba los recursos del gobierno.

Ese fue, sin duda, el periodo más negro de su vida. Su matrimonio con Suha Tawil, celebrado en 1990 en Túnez, tampoco facilitó sus relaciones con el entorno. Él, que se decía «casado con Palestina y la Revolución», eligió como compañera a una joven burguesa de Ramallah, hija de una escritora feminista y, además, cristiana ortodoxa, como buena parte de la población árabe de la capital del sur de Cisjordania. Los sectores más religiosos del país no le han perdonado esa elección. En privado, Arafat repetía hasta el cansancio que quería a su esposa y que la Palestina de sus sueños está abierta a todos los credos. Confesión poco probable en boca de un «terrorista» musulmán.

La esposa, además, no es un personaje fácil. Se entrometía en los asuntos del gobierno, abogaba por los pobres, denunciaba la imposición del velo a las mujeres, la poligamia y la corrupción que rodeaba a su marido. Finalmente partió de Ramallah en 2000 para instalarse en París con su hija, pero sin dejar de criticar desde allí a la dirección palestina.

Contradictorio, pero coherente

Yasser Arafat no pudo alcanzar el objetivo de su vida: dotar a Palestina de un Estado reconocido y respetado por el pueblo hermano que se instaló en 1946 sobre más de la mitad de su territorio. Personaje contradictorio pero coherente, no abandonó nunca la esperanza que los «primos» (judíos y árabes) -la palabra lo hacía sonreír- vivieran en paz. No fue más terrorista, ni menos, que Ben Gurion o Begin cuando luchaban contra los ingleses en la Palestina del mandato británico, o que George Bush padre cuando mandaba dinamitar los puertos nicaragüenses para «liberar» a Centroamérica del comunismo.

Sus últimos años se vieron empañados por escándalos de corrupción, pero no se enriqueció. Vivía de manera austera y sabía que su fin estaba próximo. ¿Por qué razón, entonces, trató Sharon de satanizarlo, si los servicios de inteligencia de Israel sabían perfectamente que las posibilidades del líder palestino en materia de terrorismo eran limitadas, y entendibles sus «deslices antidemocráticos»? Arafat, aun queriendo, no podía controlar las redes terroristas palestinas ni promover una verdadera vida democrática en una sociedad fruto de 50 años de conflicto.

Se trataba, sencillamente, de acabar con el único símbolo de nación todavía vivo en Palestina. Israel sabía que Arafat era un símbolo vivo. Que ese Arafat pasivo en cuestión del terrorismo y enfrentado a sectores amplios de su partido, Fatah, sobre cuestiones de política doméstica, seguía encarnando el Estado palestino en ciernes. Que ese Arafat cuestionado y debilitado seguía siendo el único referente para la comunidad internacional.

Y encima de todo, Israel sabía que Abou Ammar (su nombre de guerra) era el único líder en su país capaz de evitar el desmoronamiento del sueño palestino de nación. La desesperación manifestada por centenares de miles de palestinos al anuncio de su muerte comprueba que Sharon no se equivocaba. Ese hombre tenía que desaparecer para que los demonios pudieran andar sueltos.

Estimado señor Fisk: Arafat no murió hace años, pero sí depende hoy de los líderes, jóvenes y viejos de Hamas, de Jihad islámica, del FPLP y de Fatah que Palestina no muera.

* Corresponsal, escritor y analista político.