«El horror del terrorismo judío…» Golda Meir Se cumplen, el 9 de abril, 69 años de la entrada de las hordas de jázaros sionistas en Palestina y de las masacres y crímenes de lesa humanidad cometidos contra las poblaciones palestinas. No hubo crímenes de guerra porque no hubo una guerra. Fueron sin duda crímenes […]
Se cumplen, el 9 de abril, 69 años de la entrada de las hordas de jázaros sionistas en Palestina y de las masacres y crímenes de lesa humanidad cometidos contra las poblaciones palestinas. No hubo crímenes de guerra porque no hubo una guerra. Fueron sin duda crímenes de lesa humanidad, imprescriptibles, que aún esperan la justicia y la condena de sus perpetradores: Menahem Begin y Yitzhak Shamir y de sus bandas asesinas.
A Menahem Begin y a su general Arik Sharon, el gran escritor colombiano Gabriel García Márquez, en un memorable escrito los había condecorado con el «Premio Nobel de la Muerte», como responsables de las masacres en Beirut, la capital del Líbano, en los barrios palestinos de Sabra y Chatila, en 1982.
La doctora Teresa Aranguren, [2] en un esclarecedor libro, relata los hechos que acontecieron, y quiero rescatar de su libro tan sólo unos párrafos conmovedores:
«El 9 de abril de 1948, los grupos armados Irgun y Stern (entre cuyos dirigentes figuraban dos futuros primeros ministros de Israel, Menahem Begin y Yitzhak Shamir, llevaron a cabo la matanza de los habitantes de Deir Yassin.
El delegado de la Cruz Roja en la zona, Jacques de Reynier, fue la primera persona en llegar al lugar cuando las milicias del Irgun aún estaban allí: «Entre la tropa había algunos muy jóvenes, casi adolescentes, todos en vestimenta militar y con casco, hombres y mujeres armados hasta los dientes con pistolas, metralletas, granadas y también grandes cuchillos, la mayoría aún ensangrentados, una joven muy bella me mostró el suyo todavía goteando sangre como un trofeo…
Me abrí paso entre ellos y entré en una casa. La primera habitación estaba a oscuras con todo en desorden pero no se veía a nadie, en la habitación contigua encontré bajo los muebles y los colchones reventados varios cadáveres ya fríos.
La operación de limpieza la habían hecho primero con ametralladoras, después con granadas y finalmente con los machetes, sin ninguna preocupación porque no se descubriese. La misma escena encontramos en la siguiente habitación pero en el momento en el que iba a salir escuché lo que me pareció un suspiro.
Removí los cadáveres hasta que toqué un pequeño pie que aún estaba caliente. Era una niña de diez años, estaba malherida por una granada pero aún viva. La levanté en brazos y uno de los oficiales intentó cerrarme el paso en la puerta, le empujé y salí con mi preciado cuerpo…
Revisamos las otras casas y en todas encontramos el mismo espeluznante escenario. Sólo encontramos otras dos personas vivas, dos mujeres, una de ellas una anciana acurrucada entre los fogones, llevaba horas escondida allí…
La aldea tenía cuatrocientos habitantes, unos cincuenta consiguieron huir, tres habían sobrevivido, el resto había sido masacrado concienzudamente, siguiendo órdenes de sus jefes ya que se trata de tropas admirablemente disciplinadas…» [3]
Jacques de Reynier da la cifra de 347 muertos en la matanza de Deir Yassin; otras Fuentes hablan de 250. De cualquier modo, no se trata del número de víctimas, en esos meses de 1948 hubo masacres similares en muchas otras aldeas de Palestina, sino del eco que la matanza tuvo, el movimiento de pánico que provocó, lo que hizo de Deir Yassin una de las claves del éxodo de los palestinos campesinos.
De hecho se convirtió en uno de los elementos de la estrategia militar para conseguir la evacuación «espontánea» de la población árabe de las zonas rurales de Palestina. Un patrón que se repitió con asiduidad fue el de rodear las aldeas y emitir a través de altavoces un menajes a sus habitantes: Abandonad el pueblo u os pasará lo de Deir Yassin.»
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Y así también lo narraba el propio Menahem Begin, en su libro La rebelión en Tierra Santa, [4]
«Y entonces avanzaron todas las fuerzas hebreas cual un cuchillo que se clavara en la manteca… El pánico de la fuga general se apoderó de decenas de miles de árabes, quienes gritaban a una: «¡Deir Yassin!, ¡Deir Yassin!…
Pero ¿qué es lo que no se contó acerca de Deir Yassin? La propaganda del enemigo vino a pintarnos, de hecho, con negros colores. El pánico de la fuga se apoderó de los árabes de Eretz Israel. La aldea de Kolonia, que antes había repelido todos los ataques de los soldados de la Hagana, fue evacuada en el espacio de una noche y cayó sin lucha.
También fue evacuada Bet Icsa. Esos dos lugares dominaban la carretera principal: su caída, junto con la toma de Castel por la Hagana, hizo posible la apertura del camino a Jerusalén en la difícil zona monañosa. También en las demás partes del país empezaron los árabes a huir aterrados, antes aún de chocar con las fuerzas de Israel. No sólo lo que sucedió en Deir Yassin sino también lo que se contó sobre Deir Yassin allanó el camino para nuestras decisivas victorias en el campo de batalla. El Dios (Jhwh) de Israel se sirve asimismo, en ocasiones, de la propaganda enemiga, para hacer bien a su pueblo…
Pero todos aquellos que arrojan piedras a los conquistadores de Deir Yassin harían bien si no se envolvieran en un manto de santidad… hipócritas. Recuerden ellos sus actos durante la guerra y sus preparativos de paz. Y ya que hablo de hipocresía, no me limito a referirme únicamente a los no judíos; me refiero también a judíos. Conozco ciertos hechos. Pero no he de relatarlos.»
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Debo confesar muy francamente que, cada vez que releo este texto de Menahem Begin, en especial el que dice: «avanzaron todas las fuerzas hebreas cual un cuchillo que se clavara en la manteca…», siento la ira y la indignación subir de mis entrañas, ya que conocí esas aldeas palestinas, cuando viajé, siendo joven, para conocer las ciudades, Belén, Nazaret y Jerusalén, en que había nacido y caminado Jesús, galileo de Palestina, y recuerdo aquellos rostros, ingenuos, amables y generosos, de campesinas y campesinos palestinos, que me invitaban, a mí, extranjero, a entrar en sus hogares para brindarme su afecto, y ofrecerme saborear sus dulces y cafés, en medio de la algarabía de niñas y niños que me sonreían cariñosamente.
La hospitalidad cristiana: todos somos hermanos, todos somos hijas e hijos de El, a quien Jesús clama en la cruz. «Eli, Eli, lama sabajtani», llamando a El.
No al Jhwh de los judíos, no al Zeus (Dios) de los griegos, sino y sólo a El, de los cristianos.
Y entonces, imagino aquellos rostros, ingenuos y bondadosos, aterrorizados y horrorizados frente a las hordas de europeos jázaros conversos, comandados por Menahem Begin, frente a los que no habrían podido comprender por qué se arrojaban sobre ellos y sus hijos, para asesinarlos impúnemente, acuchillarlos, descuartizarlos, cuando nada les habían hecho que justificara sus muertes: crímenes de lesa humanidad, imprescriptibles.
Siguen imprescriptibles, esperando una justicia que, algún día, estoy seguro, llegará de lo alto. Como siempre que los hombres temerosos de los poderosos se amedrentan.
Y releo al delegado de la Cruz Roja: «… una joven muy bella me mostró (cuchillo) el suyo todavía goteando sangre como un trofeo…»
Trofeo. La sangre de los palestinos significaba para esos terroristas, hombres y mujeres, jóvenes y mayores, un trofeo. ¿Quiénes y desde dónde alimentaron semejante atrocidad, que Menahem Begin, narra en su libro con un orgullo y una ferocidad digna de un psicópata escapado de un nosocomio para débiles mentales? Y a quien, muchos años después le dieron el premio Nobel de la paz. Sólo en un Occidente enfermo y criminal pueden premiar hechos tan execrables, hechos que aún esperan justicia y condena.
Porque después, esos mismos personajes siniestros, repitieron semejantes crímenes en casi 600 aldeas palestinas, diezmando a la población palestina, y además, obligaron a huir aterrorizados a más 750 mil palestinos, para salvar sus vidas.
Y muchos años después, en 1982, cometieron los mismos crímenes de lesa humanidad en Sabra y Chatila, cuando la invasión al Líbano, y luego, más sofisticadamente aún, en Gaza, arrojando bombas de racimo y de fósforo, para demostrarle al mundo que hay un solo «pueblo elegido», no el de Zeus (Dios) ni el de Odin, ni el de Shiva, y tampoco el de Wirakocha, sino el de Jwhw, el «dios» de Israel, como lo pregonara Menahem Begin, y que siguieron el modelo del ficcional e inexistente Moisés y su secuaz Josué, quienes fueron los primeros en enseñar, al mundo occidental, cómo exterminar etnias enteras y hacer pasar ese exterminio como un «mandato de esa deidad Jhwh», transmutada engañosamente, y según conviniera, en «Dios» o «God», nombres de deidades europeas, para no ser juzgados como crímenes de lesa humanidad, imprescriptibles.
Fundándose en los textos de la Torah, travestida en la parte inicial de un inventado Antiguo Testamento, que el gran pensador indio, R. S. Sugirtharajah, [5] lo denuncia y lo denomina erróneamente: «el Antiguo Testamento como arma de destrucción masiva». Porque ha sido ese conjunto de libros, los de la Torah, que nadie sabe quiénes los escribieron, [6] los que le han servido a Occidente como fundamento de sus aventuras imperiales, con los que invadieron continentes y masacraron pueblos enteros con total impunidad, llevando como estandarte, en África, Asia y América una supuesta «sagrada Biblia», y como un escudo encubridor.
Y sus escribas, a sueldo de reyezuelos ambiciosos de poder, inventaron también frases que convirtieron en mensajes de Jhwh, «pueblo elegido» y «tierra prometida», que lograron incorporar subrepticia y malevolamente al mensaje galileo del amor y del perdón.
Porque de esos textos, transmutados luego como «sagrados», y aceptados por los primeros conversos al cristianismo, travestidos luego en «textos bíblicos», que esconden estos horrores , han logrado la impunidad buscada, y el engaño persistirá hasta que la luz separe la paja del trigo, y los Evangelios de Jesús, con sus reminiscencias budistas, [7] se liberen del lastre de un inexistente «antiguo testamento», que perversamente se logró acoplar al mensaje del amor y del perdón.
Todavía no he podido superar esa ira e indignación, sobre todo, porque en su paranoico fanatismo enfermizo, aquellos europeos jázaros conversos, no respetaron madres embarazadas, niñas y niños inocentes, sino que al igual que a los mayores, también los acuchillaron y, sin saberlo ni quererlo, entronizaron sus cuerpos ensangrentados en la tierra de Palestina, a la que pertenecían desde siempre, y a la que aquellos, europeos jázaros conversos, fueron, para llevar sus odios y sus resentimientos, que sólo perdurarán, hasta que la verdad los ilumine y los libere, en las hijas y en los hijos de sus hijos que vendrán.
Y espero que las nuevas generaciones, estén dispuestas a compartir la tierra Palestina, con sus originarios pobladores, superando los odios y resentimientos de sus abuelos y de sus padres y, sobre todo, los miedos imaginarios y absurdos, que los habitaron y habitan residualmente, por las discriminaciones y sufrimientos de siglos a cuestas, y que llevaron consigo desde una Europa discriminadora, imperialista, militarista y conquistadora, para instalarlos en la tierra de la leche y de la miel, del amor y del perdón.
Y sólo me duele, que, lamentablemente, aún no haya llegado la hora, porque todavía continúan con sus crímenes selectivos y masivos, azuzados por sus rabinos enfermos y paranoicos. Dolorosamente presentes en un mundo indiferente, después de 66 años de la implantación de un Estado sionista y terrorista, plagio del fascista y del nazi que dejaron atrás, pero que no pudieron ni supieron, sino, emular, superándolos en fanatismo y crueldad.
Estado terrorista, al que, en nuestro país, pueden apoyar y defender, sólo aquellos que desconocen lo que allí ocurre, o que, obnubilados y enceguecidos, aceptan lo que allí ocurre, y se solidarizan con los victimarios y asesinos, llamándolos «sus hermanos de sangre», ¡como si existiera tal posibilidad!: la hermandad de sangre entre Evet Lvovich Liberman , nacido en la Unión Soviética, arribado a Palestina en 1978, y hebraizado como Abigdor Lieberman, y un argentino, Marcos Aguinis, defensor a ultranza del terrorismo de Estado, del Estado de Israel.
No son hermanos de sangre: son hermanos ideológicos, por su incondicional adhesión e identificación con el terrorismo de Estado del Estado de Israel.
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Sólo quiero rescatar la figura de un palestino judío, incorporado a las huestes de europeos fanáticos, por error o por ingenuidad. Me refiero a Mattityahu Ifland, más conocido como Matti Peled, quien llegó a general del Tzahal, por su entrega y capacidad combativa contra sus propios compatriotas palestinos y los ejércitos egipcio, sirio y jordano, y fuera una personalidad relevante en la implantación del Estado de Israel, lo que le valió luego ser designado general de logística de ese ejército de ocupación.
Seguramente su decisión final, de renunciar a su cargo, y de incorporarse a quienes sostenían la imprescindible necesidad de la existencia del Estado Palestino, decisión que fue la consecuencia de su propia comprobación de ver el compartamiento del Tzahal, una vez implantado el Estado de Israel, y el daño que ocasionaba a los habitantes autóctonos, asesinando a familias de campesinos inocentes, violando sus mujeres, destruyendo sus casas, arrasando sus viñedos y sus huertas, y al que él mismo denunciara como «ejército de ocupación».
Matti Peled, palestino judío, terminó convirtiéndose en defensor de su propio pueblo, el palestino, lo que le valió que quienes fueran antes «sus enemigos», al ver y comprobar su sostenida actividad en favor de ellos, lo bautizaran con el nombre de Abu Salaam, padre de la paz, que su hijo Miko, rescata y describe cuidadosa y respetuosamente en su libro El hijo del general. El viaje de un israelí en Palestina . [8]
[1] Golda Meir. My Life. Putnam, New York, 1975, p. 166.
[2] Teresa Aranguren, Palestina. El hilo de la memoria. Ediciones Barataria, S.I., Sevilla, España, 2012, pp. 35-36.
[3] Jacques de Reynier, À Jerusalem, un drapeau flotait sur la ligne de feu. Citado en Lotfalah Soliman, Pour une histoire profane de la Palestine, La Découverte, Paris, 1989.
[4] Menajem Beguin. La rebelión en Tierra Santa. Santiago Rueda-Editor, Buenos Aires, 1951, pp. 262-4.
[5] R. S. Sugirtharajah. La Biblia y el imperio. Exploraciones poscoloniales. AKAL, Madrid, 2009, pp. 94-103.
[6] Richard E. Friedman. ¿Quién escribió la Biblia?, Ediciones Martínez Roca, Barcelona, 1989, p. 17.
[7] Zacharias Thundy. Buda y Cristo. Historias de Navidad y Tradiciones indias. Editorial Canaán. 2009.
[8] Miko Peled. El hijo del general. Editorial Canaán, Buenos Aires, 2013.