El retorno al Estado de Alarma –y a las penalidades que conllevará para la ciudadanía– puede disipar en pocos días los ecos del debate parlamentario de la moción de censura presentada por Vox. Sin embargo, lo acaecido en el Congreso de los Diputados brinda pistas muy valiosas para entender lo que está sucediendo… y lo que nos espera en el próximo período.
Como no podía ser de otro modo, el debate ha copado la atención mediática, propiciando gran número de análisis y comentarios. Más allá del sesgo ideológico de cada cual, algunos datos parecen incontrovertibles. La moción – no se esperaba otra cosa – ha fracasado. Pero lo ha hecho de manera dolorosa y sin duda más severa de lo esperado por sus promotores: Vox sólo ha recabado el apoyo de sus 52 parlamentarios frente al “no” del resto de la cámara, sin lograr siquiera alguna abstención. El gobierno de Pedro Sánchez sale, pues, airoso y cohesionado del envite de la extrema derecha, con la mirada puesta en la negociación de los presupuestos, auténtica piedra angular de la legislatura.
Los discursos del presidente y del vicepresidente fueron brillantes y mordaces. Algunas intervenciones, como la de la diputada de En Comú Podem Aina Vidal, sencillamente conmovedoras. Sánchez tuvo incluso la habilidad de hacer un “requiebro” de última hora a la oposición, anunciando la paralización del trámite parlamentario sobre la modificación de las mayorías necesarias para la renovación del gobierno de los jueces – una iniciativa que había suscitado recelos en Bruselas. El discurso de Pablo Casado, tomando distancias con Abascal, brindaba la oportunidad de replantear una propuesta de entendimiento con el PP para desbloquear esos nombramientos. Y es que no pocos comentaristas han querido ver en la enérgica diatriba de Casado el acontecimiento decisivo de la moción.
En cierto modo lo fue. Abascal encajó ese discurso como un puñetazo en el estómago, sorprendido por la dureza del tono. Hubo una imagen de abatimiento en la bancada de Vox. Pero no habría que sacar conclusiones desorbitadas. Ni acerca de la reacción de Casado, ni sobre la derrota sufrida por la extrema derecha. En realidad, hemos asistido al fracaso de un asalto prematuro al liderazgo de las derechas. Nada menos que eso, pero tampoco nada más. Para el líder del PP era una cuestión de supervivencia política frente a la arrogancia de Vox. Y era también una cuestión de credibilidad del PP ante sus homólogos en la UE, inquietos por el discurso antieuropeo de la pujante extrema derecha española. Pero, ni el “hasta aquí hemos llegado” de Casado, ni la indignación de Abascal parece que vayan a acarrear la ruptura de sus acuerdos de gobierno en Madrid, Murcia o Andalucía. No se sabe si el movimiento de Casado le llevará realmente al “centro”, como pretenden sus corifeos. En cualquier caso, la sangre no va llegar al río por cuanto a esas alianzas se refiere.
Es ocioso especular sobre las consecuencias a corto plazo del tropiezo de Vox, tras haber calculado mal – y gestionado peor – su acometida. Antes bien, la izquierda debería prestar atención a algunos datos cuya importancia pone de relieve, rebasándolo con creces, este episodio parlamentario. La extrema derecha cabalga e intenta dar expresión a poderosas tendencias de nuestra época. Todo el mundo pudo observar el inconfundible sello “Trump” del discurso de Abascal. Pero no sólo en cuanto al estilo populista, a la utilización desacomplejada de todo tipo de falsedades, al desprecio hacia la ciencia y el conocimiento humano, al estilo grosero y a las constantes provocaciones. No es sólo eso. El relato de Abascal se sitúa plenamente en la onda de la pugna americana por restablecer su amenazada hegemonía mundial: animadversión hacia Europa, hostilidad declarada hacia China – a quien, por momentos, parecía dirigida la moción de censura. Las derechas españolas, es cierto, no están en esa línea. Pero, lejos de caer en un sin sentido, la extrema derecha identifica con claridad uno de los vectores clave de la geopolítica durante las próximas décadas: la disputa comercial entre Estados Unidos y China proseguirá y se intensificará – incluso con riesgo de derrapar en el terreno militar. Esa disputa no dejará de atenazar y zarandear a la UE… y, desde luego, irá mucho más allá del color que tenga en un momento dado la administración americana. Por supuesto, no es indiferente quién ocupe la Casa Blanca. Pero, con Trump o con Biden, esa pulsión, que brota de las entrañas del capitalismo americano, seguirá manifestándose con fuerza. Vox apuesta por surfear sobre esa ola.
Por otro lado, no habría que confundir el pragmatismo del Estado Mayor de la derecha tradicional con el ánimo de sus tropas. No pocos sondeos de opinión indican que, de haberse hecho una consulta entre militantes y simpatizantes, la mayoría se habría decantado a favor de la moción de censura. Vox no ha surgido de la nada. Expresa – y a la vez exacerba – una polarización creciente que existe en la sociedad. Y se han producido hechos que no tienen marcha atrás. Los acuerdos de gobierno en las autonomías y la foto de Colón normalizaron a la extrema derecha como una fuerza tratable, banalizando su discurso reaccionario. Pero no menos grave fue la tremenda torpeza de las izquierdas al propiciar una repetición electoral en medio de un clima de hartazgo ciudadano y apremios sociales. El resultado fue un grupo de 52 diputados, con lo que eso supone de recursos, capacidad de iniciativa parlamentaria y proyección mediática. Vox se ha dado un batacazo con la moción, sí. Pero conserva ese grupo, sigue en los gobiernos regionales… y está por ver hasta dónde llega su ósmosis con los entornos de PP y Ciudadanos. La serpiente ya rompió la cáscara del huevo y ha empezado a reptar.
En el horizonte se vislumbran factores favorables a la extrema derecha. Eso es sobre todo lo que la izquierda no debería perder de vista. No porque esté a la orden del día ningún asalto al poder. Pero el fortalecimiento de Vox, conectando con el descontento social y espoleando al conjunto de la derecha, podría ser un factor decisivo de crispación política, con funestas consecuencias para los propósitos de la izquierda de reconducir determinados conflictos, como en el caso de Catalunya. Y desazón, desconfianza e incluso ira, va a haberlas a raudales en los próximos meses. La segunda ola de la pandemia hace que nos adentremos de nuevo en territorio desconocido. El cansancio hace mella en el ánimo de una ciudadanía que no vislumbra la salida de esta situación. Los efectos económicos y sociales de nuevas restricciones y confinamientos pueden ser dramáticos. En una urbe como Barcelona, un 30% de los comercios se ve irremisiblemente abocado al cierre. Las mallas de seguridad social –EROS, IMV y otros dispositivos– no alcanzan a cubrir todas las casuísticas o llegan tarde y con muchas dificultades. Las administraciones se ven desbordadas por el volumen y la complejidad de la tarea. Los servicios sanitarios acusan los efectos de las políticas de austeridad y los años de inclementes recortes presupuestarios. En ese contexto, las broncas peleas en torno a la gestión de la pandemia y la guerra de desgaste que sufre el gobierno de izquierdas desde algunas comunidades autónomas, empezando por la de Madrid, sólo pueden redundar en una difusa irritación que la extrema derecha tratará de coagular.
Las elecciones catalanas del próximo 14-F serán, desde este punto de vista, un termómetro más fiable de la evolución de la situación que las extrapolaciones de un debate en el Congreso. Todas las encuestas vaticinan una irrupción de Vox en el Parlament de Catalunya. El rédito electoral obtenido por C’s en la contienda anterior se deshincharía en provecho del PP y de la extrema derecha. Sólo una parte de los votos que cosechó Inés Arrimadas en 2017 volverían al PSC. Si esos pronósticos se cumpliesen, la existencia de un grupo parlamentario de Vox no sería para nada anecdótica, en la medida que contribuiría a prolongar el empantanamiento catalán, introduciendo un factor de tensión emocional y de cohesión del independentismo frente a un discurso amenazador. No será el nacionalismo quien combata a la extrema derecha. Sólo puede hacerlo la izquierda. Y tendrá que ser con algo más que buenos discursos. Necesitará desplegar políticas efectivas para contener los efectos de la crisis social y reactivar la economía. Los PGE y la gestión de los fondos europeos serán vitales. Pero nada le ahorrará a la izquierda la tarea de batirse el cobre sobre el terreno. Hoy por hoy, la movilización de su electorado es el primer desafío. Pero también lo será el enfrentamiento concreto con la demagogia populista y evitar aquellos errores que la extrema derecha puede explotar en circunstancias como las actuales. Es un riesgo enorme que, en barrios populares del área metropolitana de Barcelona, se escuche decir que “aquí somos demasiado pobres para permitirnos el lujo de ser ecologistas” o se considere que la izquierda no atiende a los problemas de seguridad que les aquejan. No habrá transición ecológica si ese camino no es transitable para la clase trabajadora. La izquierda debe palpitar con su gente, retornarle el orgullo y la confianza en el futuro. De lo contrario, la extrema derecha populista acabará por abrirse paso, transformando la frustración en odio militante. Lo del Congreso fue una escaramuza. La pelea de verdad se librará en nuestros barrios y ciudades.
Fuente: https://lluisrabell.com/2020/10/24/el-huevo-y-la-serpiente-2/