Traducido para Rebelión por Caty R. y Beatriz Morales Bastos
Ante la oleada de noticias y análisis procedentes de la crisis siria, a menudo con valores analíticos desiguales y no siempre exentos de manipulaciones evidentes, hemos decidido realizar una serie de entrevistas sobre el asunto para intentar informarnos en otras fuentes. Esta es la entrevista a Jean-Marie Cléry, profesor universitario que ha vivido muchos años en Siria y en el mundo árabe.
Desde mediados de marzo, más de tres meses después del estallido de las revoluciones en Túnez y en Egipto, el régimen sirio de Bashar al-Assad se enfrenta a un movimiento de protesta ¿Cuáles son las similitudes y las diferencias del actual régimen sirio y la situación social de Siria con respecto al Egipto de Mubarak y al Túnez de Ben Alí? ¿Las razones de la revolución en los tres países son iguales o diferentes? ¿Contra qué Siria se rebela una parte de la sociedad en la prolongación de las primaveras de Túnez y Egipto? Junto a innegables particularidades, nacionales o regionales, existe un claro denominador común entre la revolución siria y sus homólogas árabes: una misma base en las debilidades y los errores del régimen baasista. Y por lo tanto las mismas reivindicaciones y las mismas armas de los que pretenden obligarlo a reformarse o, en su defecto, derrocarlo.
¿Contra qué Siria se rebela una parte de la sociedad en la prolongación de las primaveras de Túnez y Egipto? Junto a innegables particularidades, nacionales o regionales, existe un claro denominador común entre la revolución siria y sus homólogas árabes: una misma base en las debilidades y los errores del régimen baasista. Y por lo tanto las mismas reivindicaciones y las mismas armas de los que pretenden obligarlo a reformarse o, en su defecto, derrocarlo.
1º ) En primer lugar está la lógica erosión del sistema debida a su extrema longevidad; y a continuación todas las expresiones del autoritarismo y el clientelismo que se han desarrollado sobre las enormes carencias del Estado de derecho.
La libertad de expresión en Siria está particularmente limitada, tanto como antes en Libia o en Túnez, los faros de la región. Obviamente es menor que en Argelia, donde la división del poder entre los clanes crea la ilusión, hasta ahora, de un espacio de debate pluralista; o en Yemen o Egipto, donde el régimen abandonó la costumbre de controlar todo el espacio mediático. Facebook estaba prohibido en Siria hasta marzo cuando paradójicamente el poder lo autorizó esperando demostrar de esa forma la excepcionalidad siria para prevalecer en el escenario árabe y exorcizar sus temores «primaverales».
En la Siria de la que se levanta la revolución de marzo de 2011 se puede encarcelar, torturar e incluso disparar sin ninguna prohibición legal y con un coste político mínimo. Por otra parte la ley de excepción -siempre vigente desde marzo de 1963 y levantada a principios de abril sin que por ello cambiasen las prácticas del régimen- no sirve para gran cosa. A semejanza del sistema de Ben Alí en Túnez, Mubarak en Egipto o Gadafi en Libia, el régimen sirio gobierna en nombre de una legitimidad que califica de popular y revolucionaria pero que en realidad le sirve para mantenerse fuera de cualquier control popular, electoral o judicial. Y sólo él está capacitado para definir las exigencias supremas de la revolución o la resistencia nacionalista frente al Estado hebreo y para hacer contorsiones que justifican atropellos a los derechos individuales y colectivos más elementales.
La especificidad siria es que, en cambio, el régimen procede y a la vez se identifica con una minoría religiosa (los alauitas, una expresión minoritaria del chiísmo) abiertamente desconsiderada tanto desde el punto de vista religioso como social por parte de la burguesía suní a la que ha proporcionado durante mucho tiempo su mano de obra doméstica. Otra diferencia esencial con la configuración tunecina o egipcia, en las que el ejército desempeñó el papel fundamental que conocemos, es que en Siria el anclaje de los cuadros militares está vinculado de manera muy específica a esta comunidad que Hafez al-Assad utilizó para acerrojar su poder.
Incluso si la ausencia de cualquier expresión opositora solo implica la violencia represiva, es decir, la única forma de actuación del régimen, en Siria, como pasó en Túnez y en Egipto, las actuaciones del aparato represivo priman siempre sobre las de las instituciones representativas. Detrás, o mejor dicho debajo, de los dispositivos gubernamental y parlamentario y de la ficción de representación popular que mantienen existe, como es el caso del Departamento de Investigación y Seguridad (DRS, exseguridad militar) de Argelia, un mecanismo policial que con sus estructuras parainstitucionales impone las reglas de funcionamiento al margen de cualquier legalidad y con una cultura propia de la impunidad. Desde la seguridad general o interior a la seguridad militar, pasando por todas las oficinas de inteligencia, cinco aparatos policiales, a veces en competencia (seguramente desde la instauración del poder de Bashar) pero más a menudo complementarios, constituyen la auténtica base del poder. Siempre que hace falta reciben la ayuda de las milicias reclutadas puntualmente en la función pública en general y en la comunidad alauita en particular.
Una obra apenas novelada (Mustafá Al-Khaleifi, La Coquille, Actes Sud 2007, 272 p.) permite hacerse una idea de los métodos trivializados a partir de los años 80 contra los que transgredían las reglas o se les acusaba de hacerlo. Esas reglas siguen grabadas en la conciencia de los posibles opositores, que conocen el precio que deben estar dispuestos a pagar por pacífico que sea su enfoque. Esta particularidad debería estar presente en la mente de los que a veces se extrañan de los límites, en especial en las grandes ciudades, de la movilización de las protestas. La estructura y las prácticas del sistema han evolucionado poco desde los años 70.
Es cierto que el titular nominal del poder cambió en el año 2000, pero dentro de los límites del clan de la «monarquía republicana», que transfirió el poder de Hafez al-Assad a su hijo Bashar. A mediados de los años 2000, las promesas de liberalización política de la época que ya se denominó «la Primavera de Damasco» fueron fugaces. Todo el espectro político, desde la izquierda hasta los Hermanos Musulmanes, en una configuración que solo es un recuerdo de la que inauguraron los opositores argelinos firmando en 1995 el «Pacto de San Egidio», tuvo tiempo sin embargo de demostrar su capacidad para adoptar un código de cohabitación muy prometedor que ahora podría recuperar su actualidad. En la cumbre del Estado las transformaciones fueron mínimas. La «Primera Dama» se constituyó en detrimento de algunos ministerios una esfera reservada, pero dentro de los estrechos límites de la acción cultural y caritativa.
La fórmula que ha transcendido en el tiempo, por lo tanto, sigue caracterizada por los aparatos parlamentario y gubernamental sometidos al monopolio de un partido hegemónico (al que solo le falta ser formalmente el único), que a su vez está sometido a la primacía tácita pero muy real de un aparato policial multiforme y omnipresente donde tanto el liderazgo como las tropas de choque proceden especialmente de la comunidad alauita. Así los agentes de la policía municipal, reclutados principalmente entre los alauitas, no solo se encargan de la higiene pública, sino que además son los engranajes de un sistema tentacular de vigilancia y denuncia. Y desde marzo de 2011 todos los viernes, amontonados en autobuses públicos previamente estacionados en las proximidades de las mezquitas, suministran instantáneamente contingentes de contramanifestantes aporreadores listos para dispersar violentamente a los opositores mientras cantan las alabanzas de Bashar.
A los jóvenes miembros de las «Chabiba», milicianos musculosos también procedentes de la comunidad alauita, se les utiliza para que hagan el trabajo sucio de la represión (asustar a las demás comunidades, colectiva o individualmente, o dispersar a los manifestantes) sin implicar de manera muy visible a los agentes de las fuerzas del Estado. Ahí también se podría hacer un paralelismo con los antiguos «grupos islámicos del ejército» como los nombraron progresivamente los observadores menos «desinformados», con los que el régimen argelino consiguió al mismo tiempo golpear a sus opositores y desacreditarlos ante la opinión pública extranjera (particularmente crédula entonces) haciéndolos cargar con la responsabilidad de la violencia de la que fueron las víctimas principales. Hoy el poder sirio golpea a sus opositores con las «bandas armadas salafistas» que proceden, según todos los indicios, por una parte de las filas de sus servicios y por otro lado de sus confidentes.
No es extraño, son las actuaciones de todos los actores habituales de la represión (como en Túnez o en Egipto, por otra parte, donde ardieron las comisarías como símbolos políticos del poder) que provocaron las primeras manifestaciones. Uno de los primeros incidentes reportados ocurrió en la ciudad de Damasco y fue originado por los insultos lanzados por un policía de tráfico al hijo de un comerciante del gran zoco de Hamidiyé. En Deraa fueron sin duda las uñas arrancadas a los adolescentes acusados de «grafittear» ciertos eslóganes importados de las primaveras televisadas, (la universal «el pueblo quiere la caída del régimen» a menudo reemplazada desde el mes del Ramadán por «el pueblo quiere la ejecución de Bashar») que dieron el tono a la primavera siria. Cuando los padres de los adolescentes preguntaron por la suerte de sus hijos recibieron el siguiente consejo: «Haced más hijos. ¡Y si no sabéis hacerlos enviadnos a vuestras esposas y nos encargaremos!». La revolución fundadora de la primavera siria no fue el resultado de una movilización iniciada por una organización política, y en este caso concreto las redes sociales tampoco desempeñaron un papel decisivo: esta nació claramente de la reacción espontánea de la población, todas las clases juntas, frente al desbordamiento de la brutalidad policial que pisoteó todas las reglas sociales y es la marca de fábrica el régimen.
La tercera controversia de los opositores con el régimen sirio es el clientelismo y la concentración de los dividendos de la apertura económica (de mediados de los años 2000) en las manos de un grupo relativamente restringido donde los allegados (familia personal y familia política) del Presidente son legión. Aunque las marcas de la familia política del Presidente Ben Alí parece que no tienen comparación con las del primo (Rami Ben Makhlouf) del Presidente Bashar, el síndrome «Trabelsi» forma parte con claridad, sobre el fondo del empobrecimiento de las clases medias acelerado por la liberalización del Estado, de la fórmula del desencanto sirio y de la revolución que estalló en el mes de marzo.
2º) Por el contrario, desde cierto punto de vista, el régimen sirio está más equipado que sus homólogos tunecino o egipcio para enfrentarse a la protesta. La comparación entre el régimen de Bashar y el de Mubarak sugeriría una imagen sin duda simplificadora aunque relativamente justificada: el Egipto de Mubarak bloqueaba ante Gaza los convoyes humanitarios que enviaba la Siria de Bashar. De hecho, el régimen sirio ha mantenido sobre el terreno del conflicto israelí-árabe recursos más sustanciales que los de sus vecinos egipcio y jordano cuya resistencia cedió a las presiones de Estados Unidos e Israel.
En la actualidad la mayoría de los opositores sirios rechaza con virulencia esta lectura y la virtud nacionalista de la que el régimen de Damasco se adorna, realmente sin contención, para justificar sus abusos autocráticos. Los opositores denuncian, por el contrario, la relativa pasividad del régimen, en particular en el frente del Golán donde reina la calma desde 1973. La actitud de Damasco por lo tanto no puede compararse con la de El Cairo y menos todavía con la de Amán. Aunque los tanques sirios, en efecto, nunca han intentado reconquistar el Golán teniendo en cuenta de manera realista una relación de fuerzas que le resulta obviamente desfavorable, el apoyo concedido a Hamás y a Hizbulá por Siria desde hace veinte años no ha sido únicamente de boquilla. Así las primeras reticencias de Hizbulá ante la represión (perceptibles durante un tiempo en el diario libanés Al-Akhbar, prohibido en Siria) desaparecieron en beneficio de un apoyo incondicional que cada vez está costando más caro a una organización cuya excepcional resistencia hizo que en 2006 se erigiera como el mascarón de proa del nacionalismo árabe sin distinción de confesiones.
Para los israelíes y sus aliados europeos y estadounidenses, la postura del régimen sirio y sus alianzas regionales (Teherán y el Hizbulá libanés) son tan esenciales que lo que más quieren es reconocer a sus opositores. Y su debilitamiento, e incluso su eliminación, obviamente no les disgustaría. Esta realidad, con mucha lógica, alimenta las reticencias de una parte de los posibles opositores, en Siria como en otros sitios. Así, tenemos la actual unanimidad occidental contra el «autoritarismo sirio» que de repente se ha vuelto intolerable cuando, desde 2088, fue compatible con las ambiciones regionales de las potencias occidentales. Unanimidad muy cuestionable ante el silencio que observa Occidente frente a las prácticas vigentes en Riad o en Manama. De ahí derivan también las actitudes, muy comprensibles, de algunos simpatizantes de la causa palestina que carecen del entusiasmo para unir sus voces a las de esos repentinos «defensores del pueblo sirio» curiosamente surgidos desde hace algunas semanas de las filas de los patrocinadores parisinos más incondicionales del Estado hebreo.
La incomodidad de toda una generación de militantes, árabes o europeos, que solicitaron un aval cuando estallaron las «liberaciones» que se llevaron a cabo con el apoyo de las diplomacias europeas, a veces con el refuerzo de las bombas de la OTAN, es muy real. ¿Qué podemos decir? Que es obvio que las diplomacias de las potencias dominantes defienden desde hace mucho tiempo sus prosaicos intereses mercantiles más que los principios éticos (evangelización y civilización en primer lugar, después progreso y democracia y derechos del hombre en la actualidad) tras los cuales siempre han pretendido ocultarlos. Por citar solo un ejemplo, Francia optó por el servicio a esta estrategia apoyando a regímenes que se volvieron tan represivos como ilegítimos.
El doble impacto sufrido primero en Túnez y después en Egipto ha inducido un profundo cambio de la estrategia gala. La defensa de Francia de sus intereses comerciales y políticos, tan cínica como interesada, ahora pasa por el apoyo a la instauración de regímenes menos autocráticos que los del pasado. Durante mucho tiempo en tensión con los pueblos del mundo árabe, en el que apoyaba a los dictadores más desacreditados, la diplomacia de París está desde hace poco en guerra, esta vez contra los regímenes, o algunos de ellos, que todavía no han pasado por la gran limpieza primaveral. El de Trípoli era uno de aquéllos y ahora el de Damasco ha tomado el relevo. Desde entonces se produce esta convergencia inquietante entre las auténticas dinámicas populares de liberación y el apoyo de las grandes potencias para las que priman los intereses comerciales y (en el caso israelí) geopolíticos evidentes.
¿Entonces debemos negarnos ese relativo placer, una vez no crea costumbre, de ver a los dictadores en el punto de mira europeo? ¿Es necesario, para no experimentar la sensación inquietante de pertenecer al bando de BHL y sus aliados -que avalaron una ayuda militar que ni Túnez ni Egipto se atrevieron a prestar a Libia- adoptar la línea del campo argelino o sirio de los «dictadores sin fronteras» y defender a cualquier precio la supervivencia de Gadafi y de Bashar? Por supuesto que no. La píldora no es más fácil de tragar cuando se profundiza en la brecha entre esas nuevas exigencias humanistas que París pretende imponer con tanto rigor en Siria y la prudencia de los enfoques, que deberían ser idénticos pero están muy lejos de serlo, no solo frente a regímenes (Riad o Manama) que son menos molestos para la agenda de Europa, sino más espectacularmente frente a la excepcionalidad de la que el Estado hebreo goza interminablemente desde su creación.
Por una parte los «representantes» de la oposición siria parecen divididos; por otro lado, con la notable excepción de los Hermanos Musulmanes, parece que solo tienen una conexión muy floja con los manifestantes de la calle. ¿Qué pasa en realidad? Quiénes de los opositores podrían llevar a cabo un proceso de transición en Siria y en qué condiciones? ¿Los líderes pueden surgir espontáneamente de la calle?
Una de las dimensiones de la revuelta siria -que por otra parte la acerca a sus homólogas árabes y constituye al mismo tiempo su fuerza y su debilidad- es que no fue iniciada por oposiciones partidistas constituidas. El hecho de que las oposiciones tradicionales hayan tomado el tren en marcha no implica sin embargo que, más o menos transformadas por las circunstancias del momento, no tengan ningún futuro. De Muamar Gadafi a Bashar al-Assad, los regímenes autoritarios tienen como principio impedir que surja un liderazgo alternativo. Por lo tanto de momento las oposiciones sirias están poco estructuradas, incluidos los Hermanos Musulmanes que han sido el objetivo de una particular vigilancia represiva por parte del poder.
En el exterior, de momento, no se impone ninguna gran figura agrupadora. Es muy difícil medir la amplitud de cada uno de los grupos que se expresan en particular desde París o Londres, y llegado el caso junto a esos improbables humanistas nuevos «amigos del pueblo sirio», en los medios de comunicación extranjeros. En cambio sobre el terreno está comprobado que los comités de coordinación están presentes y son particularmente eficientes en materia de ayuda mutua médica, social y económica o en la centralización y difusión de las imágenes de la represión.
En la incertidumbre en que se encuentra el observador para precisar la imagen de la oposición siria, la comparación encuentra así todo su significado. El ejemplo tunecino sugiere varias pistas. Los portavoces aislados, incluso cuando son mediáticos, no tienen necesariamente los recursos que hacen falta para movilizar una base electoral. Así Moncef Marzouki, candidato fugaz a la presidencia de la República de Túnez, aparece relativamente desprestigiado, a pesar de su envergadura internacional, tras su regreso al país. El ejemplo tunecino incita sobre todo a pensar que aunque los opositores de los partidos constituidos sean relativamente marginales en el proceso de desencadenamiento de la protesta eso no quiere decir que los «blogueros» y la «generación Facebook» puedan sustituir pura y simplemente a las fuerzas políticas tradicionales.
A lo sumo, y eso es indiscutible, han reconciliado a una generación ampliamente despolitizada -o atraída por las trayectorias extremistas- con la acción política legalista, y han contribuido de manera espectacular a federar los focos de oposición anclados en las pertenencias sociales, culturales, ideológicas o religiosas diferentes unas de otras en las que, obviamente, los autócratas han hecho hincapié durante mucho tiempo para mantenerlas enfrentadas entre ellas.
No es sorprendente que al contrario de lo que han escrito todos los que han anunciado otra vez su desaparición, las formaciones islamistas moderadas reaparezcan en la actualidad, tanto en Túnez como en Egipto, como agrupaciones centrales en el aparato de la oposición. Todo indica que debería ser igual en Siria. La etiqueta «islamista», poco científica por su imprecisión, se presta a todos los malentendidos. Hay que precisar que en Siria el término «islamismo» tiene tantas oportunidades de rimar con «Erdogan» como con «talibán». Es de ese sector del panorama electoral del que realmente podría emerger llegado el caso (pero aún estamos lejos) una mayoría electoral.
Una violencia de naturaleza confesional entre los alauitas favorables a al-Assad y manifestantes suníes afectó, de manera limitada, a la ciudad de Homs, lo que sirvió de pretexto para la represión. Más allá de Siria, una violencia de la misma naturaleza afectó a la ciudad de Trípoli en Líbano. ¿Qué riesgo hay de asistir a una guerra civil confesional en Siria o de que la crisis desborde a los vecinos Líbano e Irak?
Marginal en Túnez, más importante en Egipto, la variable sectaria es fundamental en el paisaje político sirio. Sin duda es peligroso no ver la revuelta más que a través de este prisma confesional que el poder trata de poner en primer plano y que tiende a ocultar primero la exasperación política ciudadana y la social después (aun cuando, volveremos sobre ello, los manifestantes se niegan a convertirla en su primera motivación). Pero ignorarla tampoco sería realista. Aclara la estrategia de algunos de los actores y, lo que es más seguro, la del régimen.
El arma del sectarismo, esta «política del pobre», no es nueva. En su época la potencia mandataria francesa la utilizó ampliamente, renegando con ello completamente de sus principios laicos y republicanos. Haciendo que se creara un Líbano maronita, pero también unos Estados druso o alauita, Francia solo buscaba en aquel momento dividir a las poblaciones que pretendía someter mucho más a sus intereses que a sus valores. Los nacionalistas sirios sabían ya que como la unión hace la fuerza, su revuelta tenía que salir imperativamente del atolladero sectario. Ante una reivindicación endógena, esencialmente democrática y pacífica que expresaba en un lenguaje laico unas demandas muy universales y ante todo políticas («libertad», «dignidad», «democracia»), el régimen trató, en un primer momento fugazmente, de reducirlas a unas reivindicaciones trivialmente sociales. La réplica no se hizo esperar: «el pueblo de Deraa no tiene hambre», corearon los manifestantes en respuesta a las promesas de subidas de salarios de Bouthaina Cha’bane, la consejera del Presidente. Por consiguiente, este se esforzó a continuación por atribuir a bandas armadas «salafistas» una violencia que en seguida utilizó él mismo para desanimar a los manifestantes. Señalando a unos grupos surgidos de la mayoría suní, construía así el fantasma de una revuelta no solo radical sino también sectaria. Confrontado a una demanda que para ser democrática no pretendía en modo alguno dejarse despojar de su dimensión nacionalista, se abstrajo muy rápidamente de sus muy estrechos oropeles de «gobernante» para identificarse y asimilar su acción y su propia existencia a las de la nación. Como si la democracia tuviera que ser antinómica de las exigencias nacionalistas de la integridad territorial y un Parlamento elegido democráticamente fuera a apresurarse a vender los intereses nacionales al vecino hebreo o a unos patrocinadores occidentales, se autoproclamó, pues, el único garante posible de la unidad y de la integridad nacionales. Así es como se apropió del doble monopolio de la tolerancia interconfesional que es el cemento del mosaico étnico (kurdo y árabe) o religioso (musulmanes, cristianos, drusos) del país y el de la resistencia nacional. Fuera de las páginas de Facebook, las movilizaciones iniciales se celebraban con ocasión de la única reunión pública posible de la población que no caía bajo el peso de la ley según el Estado de emergencia: el rezo musulmán del viernes. Podía parecer que esta tonalidad confesional del registro de protestas inicial marginaba, si no excluía, a los cristianos; es, pues, por esta brecha por donde se adentró rápidamente la comunicación del régimen.
Así pues, por un irónico juego de manos, quienes solo criticaron banalmente una deriva autoritaria o clientelista o una corrupción que esperaban denunciar con éxito en casa de sus vecinos egipcios y tunecinos, fueron acusados indistintamente partidarios sectarios de la «sedición confesional» y (como había logrado hacer la Francia del Mandato y como sueña seguir haciendo el enemigo israelí) de querer desmembrar el país. Muy cínicamente, esta estrategia de comunicación se arriesgaba a instalar alimentar el virus de la división sectaria de la que el poder pretendía proteger al país. Hay que constatar que no ha fracasado totalmente.
Para comprender la relativa eficacia de esta estrategia hay que darse cuenta de que la situación de Siria en este terreno ardiente de la división interconfesional es muy específica. Una diferencia esencial le separa de la de países como Irak o Líbano. En los países que ya han pasado por la prueba de la guerra civil la coexistencia intercomunitaria (que en Líbano, por ejemplo, ve a la mitad de la comunidad cristiana maronita aliarse electoralmente con el Hizbulá chií) es fruto de una verdadera relación «política», voluntaria y asumida, tanto con sus ventajas como con sus riesgos. En Siria la trampa en la que cae con frecuencia el experto político extranjero es la de destacar esta «notable coexistencia comunitaria» de la que tanto le gusta apoderarse al régimen y que cada visitante está invitado a ir a celebrar en los arabescos de los minaretes árabes y de las campanas de la ciudad vieja. En realidad, este «ecumenismo laico» es más frágil de lo que parece. Y sin duda debe menos al posicionamiento laico del régimen que a sus pobres proezas democráticas. De hecho, la postura religiosa de la minoría alauita en el poder es muy ambivalente. Se siente en la obligación de vigilar escrupulosamente por la laicidad del campo político ante todo porque tiene la conciencia aguda de que el Dios de la mayoría demográfica no es «el suyo». Pero una vez tomada esta precaución, no se priva de tratar de «confesionalizar» el discurso y estrategia política: «Dios protege a Siria» proclaman así los anuncios que acogen al visitante que llega de Beirut «al país más laico de la región». Para contrarrestar la consigna inicial de sus contestatarios («Dios, Siria, la libertad y es todo»), los comunicadores del régimen no dudan en vincular el destino del Presidente con la misma sumisión («Dios, Siria, Bashar y es todo»). Así pues, lo que mantiene, por la fuerza y «por lo alto», la coexistencia interconfesional es el autoritarismo del ambiente más que una voluntad libremente expresada por cada una de las comunidades concernidas. Si se araña un poco el barniz de la cohabitación y, muy particularmente entre las minorías cristianas (griega ortodoxa, griega católica, siriaca, armenia, etc., es decir, aproximadamente un 8% de la población), pueden salir a la superficie otros discursos, a veces de una rara virulencia sectaria: tal cura menciona así con pasión esta amenaza que supone la ley «satánica» que inevitablemente pondría en marcha un poder suní. Todos los obispos sirios han tenido hasta ahora una actitud excepcionalmente pusilánime con respecto a la oposición, con lo que se han ganado las críticas virulentas de una pequeña cantidad de miembros de sus comunidades. Debido a ello la dinámica ciudadana está vaciada, aunque sea provisionalmente, de una gran parte de su alcance político.
Así pues, apenas se habían producido las primeras manifestaciones de Deraa cuando floreció muy a propósito en todo el país una campaña de comunicación especialmente perniciosa. «Si me preguntan a qué comunidad pertenezco, respondo: a Siria», proclamaban sonriendo unas personas presuntas representantes de todas las que componen el mosaico étnico y religioso nacional. Se sobreentiende: en el país existen personas cuyo objetivo es estigmatizar a otras basándose en su pertenencia religiosa o étnica. Y los medios de comunicación oficiales difundieron insistentemente una versión de los primeros choques de Lattaquié completamente construida sobre el registro, nunca demostrado, de una agresión concertada de los suníes a sus vecinos alauitas. Desde entonces, de un extremo a otro de Siria por mucho que los manifestantes se desgañiten gritando «Shaab Souriya wahid wahid wahid» («El pueblo de Siria es uno, uno uno») y que en Dera’ quienes son el blanco de los esbirros se pregunten con exasperación «Pero, ¿qué es un salafísta?», la retórica del régimen ha seguido tratando de reducir el horizonte de sus motivaciones a un inaceptable prurito sectario suní. Una segunda gran campaña de comunicación floreció en mayo para poner en evidencia esta lógica en la que cada segmento de la comunidad nacional («chicos o chicas», «viejos o jóvenes», «pequeños o grandes», «de izquierda o de derecha», «tradicionalistas o modernistas», «nerviosos o tranquilos», «obstinados o complacientes» etc.) afirma (para desmarcarse mejor de los fuera de la ley partidarios de la «fitna*«…) su apasionado apego «al derecho».
Por consiguiente, la estrategia del régimen es doble: al «confesionalizar», y por lo tanto despolitizar la agenda de los contestatarios se esfuerza por transferir al terreno de la seguridad y «ético» (según un esquema que los militares golpistas argelinos inauguraron en 1992) una confrontación que sabe perdida en el terreno político. Se ha dicho que si los esfuerzos no han fracasado totalmente también es porque los suníes suponen la mayoría de la población y son ellos quienes estadísticamente han pagado el alto precio de la represión. A ello se añade el emblemático episodio del levantamiento de 1982 en Hama, donde el asesinato selectivo de los cadetes de confesión alauita marcó los espíritus. Naturalmente subsisten unos fondos de discurso antialauita, para algunos creados sin duda oportunamente y para otros propalados más o menos explícitamente por algunos dirigentes en el exilio. Es más seguro que se hayan desarrollado claramente unas lógicas de vendetta. Sus objetivos son en particular los miembros de los servicios de información militares (sobre todo cuando, como en Jisr al-Choughour en mayo, se les pilló in fraganti y se les desalojó de lo alto del inmueble desde donde disparaban contra la muchedumbre) y en general las fuerzas del orden, en respuesta a la primera violencia de la represión. Es indudable que estas vendettas se han podido colar aquí y allá en el molde de las pertenencias y de las solidaridades confesionales.
Pero estas líneas de separación no pueden en modo alguno estructurar la lectura de la dinámica política en curso. Así pues, sería extremadamente reductor leer la revuelta siria solo a través del prisma de estas «bandas armadas salafistas con apoyo extranjero» que, contra toda razón, el régimen trata de imponer para disfrazar su estrategia represiva dirigida contra la población como si fuera una estrategia de defensa contra las «hordas islamistas» teledirigida desde el exterior, sobre todo por el Líbano del primer ministro Hariri y su mentor saudí (calcando también ahí de manera inquietante la práctica de los generales argelinos en su «guerra sucia» de la década de 1990). Última evidencia: el régimen teme como a la peste la mirada de cualquier observador (local o extranjero) susceptible de contradecir la tesis que él suelta desde las primeras semanas de la crisis en todos los medios de comunicación que controla. Una vez más a imagen del cuidado que pusieron los jefes del DRS [Dirección de Inteligencia y Seguridad, por sus siglas en francés] argelino en la «erradicación» de las voces disidentes y en la expulsión de todos los corresponsales de prensa extranjera a partir de su golpe en 1992.
En todo caso, unas inevitables excepciones no permiten descalificar seriamente la armadura analítica más creíble: la de un poder manipulador y embustero, encerrado en una negación perfecta de la realidad, embriagado por su capacidad de imponer una representación mediática surrealista que niega completamente su propia violencia, que hace que se dispare contra los manifestantes en vez de considerar seriamente la posibilidad satisfacer unas demandas las cuales sabe que por ser peligrosamente banales y peligrosas llevarían ineluctablemente a poner fin a su reinado.
La persona de Bashar al-Assad, más que el propio régimen, gozaba de una cierta popularidad entre una parte de la población siria. ¿Qué queda de esta popularidad al cabo de varios meses de represión muy violenta? ¿La mayoría de la población siria cuenta con la idea de la necesidad de que se vaya al-Assad o bien algunos sectores de la población siguen considerándole un posible reformador?
Esta es otra diferencia con la situación tunecina. La desaprobación de la persona de Ben Ali era casi general, tanto en el interior como entre sus socios y patrocinadores extranjeros, aunque fuera más hipócritamente. No era lo mismo en Siria donde, cuando empezó la revuelta, ante el frente de sus opositores de todo tipo (élites urbanas cansadas del bloqueo político, capas medias empobrecidas y humilladas por los métodos policiales, religiosos suníes contra cuyas convicciones se chocaba, telespectadores de todo tipo de la magia de las primaveras tunecina y egipcia) Bashar estaba lejos de estar tan aislado, tanto en el interior como en el escenario diplomático regional e internacional.
En primer lugar, en el escenario internacional estaba en pleno «ascenso social» desde su sonora entrada, vía su adhesión a la Unión Mediterránea, en los círculos de la diplomacia europea y después occidental. Desde mayo de 2008 los ministros franceses o europeos se daban codazos en Damasco. Además, gozaba, intuitu personae, de una imagen infinitamente más positiva que la de Gadafi (que hizo su entrada en el escenario diplomático legítimo en 2003) y también que la de Ben Ali, que tenía poca consideración desde el mismo inicio de su mandato. Bashar, al contrario, seducía uno a uno a sus interlocutores occidentales por el realismo de su comunicación política, su dominio de los asuntos, sus convicciones modernistas (en el clásico terreno de su «ecumenismo laico»).
En el escenario interior, la situación estaba lejos de serle totalmente desfavorable. Aunque existan valientes excepciones de la regla, se puede calcular que el Presidente dispone, sin duda, del apoyo de una mayoría de su comunidad (alauita, aproximadamente el 10% de la población) y, por lo tanto, del primer círculo de su poder político y militar. Aunque solo sea de manera reactiva, sin duda tiene también el apoyo de una mayoría de las comunidades cristianas. Se ha dicho que tradicionalmente inquietas ante cualquier cambio en general, las Iglesias se mostraron aún más reservadas ante la hipótesis del reequilibrio que se operaba a beneficio de la mayoría suní, que suprimía el cordón sanitario de la minoría alauita gobernante. Sin demasiados matices ni sentido político, varios responsables han asimilado públicamente los suníes a los Hermanos Musulmanes y a estos últimos (en contra de toda prueba) a los autores treinta años antes en Hama de un levantamiento, cuyo léxico todavía no había evitado los atajos de la estigmatización sectaria. De nuevo, aunque existan las excepciones militantes, el apoyo activo de la población al poder es, por lo tanto, probablemente mayoritario por parte de los miembros de las diferentes comunidades cristianas (entre un 8 y un 10 % de la población). Si bien los drusos (otra minoría religiosa de aproximadamente el 10% de la población), han estado a la vanguardia de la movilización, le han proporcionado algunos portavoces. Si su postura comunitaria ha sido muy partidaria de esperar acontecimientos, a todas luces no han estado ausentes.
Los kurdos (suníes) eran naturalmente menos adeptos a un régimen con el que estaban en abierta tensión al principio de la revuelta. Después de haber sido sucesivamente unos obstáculos de hecho para la voluntad nacionalista baasista de promover la hegemonía de la referencia árabe y después, por el contrario, una minoría que se había vuelto preciosa para formar una alianza contra la mayoría árabe-suní, desde el lanzamiento del conflicto iraquí y el espectro de un Kurdistán autónomo (que se tradujo en los disturbios de 2004 en la ciudad de Kamishli), habían vuelto a ser el objetivo de la vigilancia y de la represión del régimen. Este trató sin verdadero éxito de conciliarse con ellos por medio de varias medidas selectivas, entre ellas, por primera vez, la celebración oficial de la fiesta del Noruz y, más significativamente, la atribución de la nacionalidad siria a varios miles de apátridas.
Last but not least (finalmente, pero no por ello menos importante, N. de T.) se puede esbozar la hipótesis de que había tenido éxito la OPA lanzada por el régimen de Bashar en dirección a una parte al menos de la burguesía de los negocios suní y urbana. Aunque esta explicación está hoy a punto de pertenecer al pasado dado lo mucho que parece haber retrocedido la reputación del Presidente entre esta categoría de la población, esta hipótesis contribuiría a explicar (con la excepcional importancia de los métodos de seguridad preventivos, incluido en Alepo, con cientos de detenciones) la calma (incluso relativa) de las dos principales metrópolis del país. Y el hecho de que a diferencia de Egipto y en cierta medida de Túnez, la revuelta haya venido de las ciudades medias y no de la capital.
Por último, no es imposible que desde que se agravó la tensión internacional el régimen disponga de un apoyo reactivo. Una parte de la opinión pública puede estar desconcertada por el giro radical europeo y por la dimensión eminentemente selectiva de lo que a veces parece un cierto encarnizamiento antisirio. Sobre el terreno, el viejo reflejo nacionalista contribuye claramente a reforzar el discurso de descrédito de los opositores, a los que el régimen no tiene muchas dificultades en acusar de se únicamente aliados objetivos de los enemigos de siempre.
Dos importantes potencias regionales tienen una actitud difícilmente legible sobre la crisis siria: Israel por un lado y Turquía por el otro. ¿Puede aportarnos alguna luz?
Una cierta propaganda ingenuamente sionista ha intentado a menudo acreditar en la opinión pública occidental la idea de que las sociedades árabes más democráticas cerrarían los ojos ante los métodos del Estado hebreo y se arrojarían a sus brazos. Creo que los dirigentes de Tel Aviv, que conocen mejor que nadie los mecanismos de la presión que llegan a ejercer sobre los regímenes debilitados por la fragilidad de sus bases populares, no son tan ingenuos. En cualquier caso, hasta el momento parece que no ha utilizado todo su poder en la batalla contra Bashar al-Assad. Sin embargo, igual que estados Unidos, no tiene una postura monolítica y es difícil descifrarla. El objetivo que más ha afirmado de momento es debilitar la capacidad de de intervención exterior del régimen y su sistema de alianza regional más que derrocarlo.
Sin embargo existe una consideración que podría modificar esta opción inicial y consolidar a los partidarios israelíes de la caída de Assad. Hizbulá ha optado claramente por apoyar a su aliado alauita y por lo tanto la represión que lleva a cabo (en especial) contra la mayoría suní del país. No es extraño por lo tanto que su imagen se esté deteriorando en Siria y que acabe convirtiéndose en casi negativa ante el régimen que pudiera surgir de las filas de la revuelta actual. Es frecuente oír a las víctimas de la represión la afirmación -sin que por otra parte se puedan verificar sus declaraciones- de que elementos armados de Hizbulá según algunos («se les reconoce perfectamente por su acento libanés, insisten los habitantes de Hama»), asesores iraníes según otros, participan en la defensa represiva del régimen. Si a eso añadimos la parte de la variable sectaria (que no hay que sobrevalorar, pero tampoco ignorar), la calle mayoritariamente suní tendría lógicamente una propensión menor que las élites alauitas (que por añadidura deben una parte de su legitimidad religiosa al apoyo que les prestaron los ulemas chiíes de Irán y del sur de Sudán a partir de 1973) a apoyar al Hizbulá chií. En ese sentido y dentro de esos estrechos límites (ya que el vínculo entre Damasco y Hamás, en esta lógica, se vería fortalecido por semejante transición), Israel podría desear la ascensión de una mayoría suní en Damasco.
En cuanto a Turquía, es exacto que no hay nada previsible en la firmeza de Ankara y su rechazo a los métodos represivos de Damasco. Desde el tratado de cooperación turco-sirio firmado el 9 de octubre de 2009, las relaciones bilaterales son buenas. La circulación de personas y mercancías ha crecido considerablemente, en beneficio económico y político de ambos países. Puede que una cierta empatía hacia la reivindicación de la mayoría suní forme parte de la alquimia de la opción política turca. Pero las propias élites del poder en Ankara libraron un largo combate contra un régimen militar represivo y manipulador. Por lo tanto parece verosímil que en la actualidad no quieran construir el futuro regional apoyando a un clan político que, según reconoce todo el mundo, en un plazo más o menos corto está condenado.
Por una parte Turquía, a pesar del agravamiento de sus diferencias diplomáticas con Israel, parece que recupera todo su peso en la OTAN con el acuerdo reciente sobre el despliegue de radares en el dispositivo del escudo antimisiles (presunta protección de Europa de los misiles iraníes pero considerado hostil por parte de Rusia). Y además el punto de vista de Ankara respecto a la crisis siria converge con el de las petromonarquías y el de Washington, oponiéndose, a la medida de ese acercamiento, a las de Irán, al cual se aproximaba desde hace algún tiempo. Por otra parte Hamás, aunque parece que Khaled Mechaal ha rechazado la propuesta catarí de abandonar Damasco por Doha, ciertamente se alejará sustancialmente de Damasco mientras tiene lugar una reconciliación interpalestina entre Hamás y Fatah. ¿Estamos asistiendo al surgimiento de una alianza de países y organizaciones específicamente suníes que se opone de forma «moderada» a la política israelí y que disfrutaría del beneplácito de Washington? El desarrollo de la crisis siria, con su carga comunitaria, ¿no está rediseñando las relaciones geopolíticas de Oriente Medio en función de las líneas más confesionales y en detrimento de los determinantes políticos (naturaleza del régimen, posición frente a EE.UU., posición frente a Israel…)?
Primero una observación. Sin negar su importancia, me niego a leer los desafíos de la crisis siria desde el prisma único de la geoestrategia de las grandes potencias regionales. No me inclino a ceder a la lógica perniciosa de las solidaridades automáticas que genera a veces, por muy nobles que sean, el apoyo a los dominados del conflicto israelí-palestino. Después, no soy tan pesimista como otros sobre la importancia de la vertiente negativa -aunque real- de la participación de la OTAN en la caída de Gadafi y las aparentes muletas franco-británicas del actual Consejo de Transición. El vuelco espectacular de la política egipcia frente al Estado hebreo confirma sin sorpresas que una población que se libera de la garra de un dictador no está dispuesta a dejarse imponer del exterior la línea política que acaba de rechazar en el escenario interior. Me niego pues a sobrevalorar la capacidad de influenciar, o de molestar, de BHL y sus patrocinadores en Libia, o la de los occidentales en general. En cualquier caso tengo la convicción de que esa influencia occidental no volverá a tener nunca el carácter decisivo y leonino que pudo tener en el siglo XX y en el primer decenio del XXI. Finalmente, a riesgo de que me califiquen de optimista o de ingenuo, me niego sobre todo a subestimar la madurez de las fuerzas políticas que, tomas las tendencias mezcladas, emergen de las dinámicas árabes de superación del autoritarismo.
Dicho esto, el riesgo de una recomposición sectaria en Oriente Próximo que cristalizaría el famoso «Creciente chií» -puesto en escena y cultivado por las oficinas estadounidenses e israelíes, al menos tanto seguramente como por los «imanes de los viernes»- está claro; pero esa vuelta atrás no me parece completamente inevitable. Debería hacerse en detrimento de alianzas intuitivas, «transconfesionales» (la defensa de los intereses colectivos en el conflicto israelí-árabe, el rechazo de la presencia militar estadounidense u occidental) que me parecen todavía más sólidamente ancladas que las pertenencias primordiales en todas las redes del tejido político regional, sin distinción de confesiones o tendencias.
Mientras parece que Siria se hunde en el ciclo represión-manifestaciones, ¿le parece posible un escenario de salida de la crisis a corto plazo?
Al tratarse de la evolución de una situación compleja, que al menos en parte depende de variables no exclusivamente nacionales, es más arriesgado que nunca hablar del futuro. Tras esta imprescindible precaución, digamos que en la actualidad es muy aleatorio imaginar una salida de la crisis a corto plazo. La hipótesis de un proceso reformista lo bastante serio para generar una bajada significativa del grado de violencia en la actualidad parece poco creíble. Para que fuese eficaz, la apertura política tendría que ser algo más que un lavado de cara. Eso implicaría por lo tanto que el equipo del poder, que todavía dispone de sólidos recursos militares y financieros, aceptase inhibirse en un plazo más o menos corto. Aunque durante el mes del Ramadán no ha subido el grado de las manifestaciones, como esperaba la oposición, y la iniciativa (represiva) parece que ha sido del régimen, la determinación de los manifestantes (entre los que algunos ya argumentan abiertamente por una acción armada) es tal que es poco probable que sólo con la fuerza represiva, como después de Hama hace 30 años, se consiga un nuevo decenio de paz civil.
Aunque no podemos cuantificarlos, sí podemos enumerar los ingredientes que darán forma al futuro próximo de Siria: estancamiento de la moral de una parte de la oposición interna frente al relativo éxito del cóctel represión/desinformación; lentitud para organizar una oposición externa desprovista de figuras representativas y lastrada por el ostentoso apoyo de actores occidentales particularmente ilegitimados en la región; la voluntad de Rusia, y más todavía del gigante chino, de seguir afirmando la «diferencia siria»; en sentido inverso, inflación y tensiones sociales inevitables, «actitudes» de los aliados del primer círculo, Irán y Líbano, rumores todavía inverificables de escisiones en las filas suníes del ejército y de ciertas fracciones del personal de los cuerpos de seguridad, militarización finalmente, en especial en el norte del país, al menos de una parte de los opositores.
Aunque las filas de la oposición reclaman ampliamente la presencia de observadores internacionales, la hipótesis de una intervención extranjera al estilo de Libia parece que se rechaza de manera unánime. «Por lo menos eso es seguro» asevera una damasquina intentando aclarar esa opacidad de la crisis que la desazona: «No necesitamos intervención extranjera, los trapos sucios se lavan en casa». Y continúa: «El problema, en realidad, es que en los tiempos que corren ya no se sabe quién forma parte de la familia».
Si la fórmula del futuro próximo sirio es compleja, hoy es más difícil que nunca vislumbrar la promesa de una mejoría estructural a corto plazo.
* Fitna es una palabra árabe que se puede traducir como «división y guerra civil en el seno del Islam». (N. de la T.)
Fuente: http://www.algerienetwork.com/info/entrevue/9817-jean-marie-clery–limpasse-syrienne-13-.html
http://algerienetwork.com/info/entrevue/9816-jean-marie-clery–limpasse-syrienne-23-.html
http://algerienetwork.com/info/entrevue/9815-jean-marie-clery-limpasse-syrienne-33-.html