La justicia militar nos ha dado un nuevo motivo de alarma y escándalo en el caso de las torturas en Iraki: revoca el procesamiento de los imputados ante la insalvable contrariedad de que no es posible conocer la identidad de los que fueron torturados y, por consiguiente, si éstos eran prisioneros de guerra, civiles no […]
La justicia militar nos ha dado un nuevo motivo de alarma y escándalo en el caso de las torturas en Iraki: revoca el procesamiento de los imputados ante la insalvable contrariedad de que no es posible conocer la identidad de los que fueron torturados y, por consiguiente, si éstos eran prisioneros de guerra, civiles no combatientes (categorías ambas protegidas por el Derecho Internacional Humanitario y, por tanto, amparados por la jurisdicción militar) o «terroristas» (que no podrían «beneficiarse» de la tutela de la justicia militar).
Aparece así un posible conflicto de competencia entre la justicia ordinaria y la militar que puede concluir con la impunidad de sus autores, cómplices y promotores: de decantarse por la justicia ordinaria porque no pudiera acreditarse que las víctimas pertenecían a las una de las dos categorías protegidas, parece que el delito habría prescrito ya.
En la instrucción del sumario se han señalado a sus autores materiales, así como al comandante de la guardia militar, responsable de la custodia de los detenidos. Pero cabe preguntarse sobre la negligencia culpable, si no la deliberada ocultación de testimonios, de una jerarquía que debe considerar que de esta manera se protegen los intereses de las fuerzas armadas (FAS) españolas. ¿Puede al guien en su sano juicio creerse que la detención de los presuntos autores de un ataque contra la base de las tropas españolas y su consiguiente sometimiento a tan brutal tratamiento fuera ignorado por toda la cadena de mando, desde el comandante de la guardia militar hacia arriba? ¿Y que no se garantice la adecuada custodia del registro de detenidos en un caso tan grave? No se trata de un hecho trivial, de los que acontecen todos los días y que pasan desapercibidos por el mando. Es evidente que de esta detención hubo de ser informado el mando a su más alto nivel.
Las responsabilidades de éste en cuanto al tratamiento brutal que se dio a los detenidos alcanza, cuando menos, a la tolerancia con los procedimientos ilegales para obtener información o castigar a los que se oponían a las fuerzas de ocupación. Resulta a todas luces evidente que la jerarquía militar lo encuentra comprensible, aunque pocos de sus componentes estarían dispuestos a reconocerlo públicamente. Se han recogido testimonios, además, de que los hechos eran conocidos en toda la unidad de la Legión que participaba en la operación y de que había un pacto de silencio para que no trascendieranii.
De los datos relevantes de la instrucción se deduce que las responsabilidades se han limitado al entonces teniente que mandaba la guardia militar en ese día. Nos queda la duda, a pesar de la diligencia mostrada por la instructora del caso, de si se ha llegado hasta los más altos niveles de responsabilidad delictiva.
En cualquier caso y siempre en previsión de efectos indeseados sobre la autoridad y prestigio del mando, es preferible desviar la atención. La justicia militar cumple así el deshonroso papel de encubrir la práctica de la tortura en el seno de las FAS. Se la ha dotado de recursos procesales para eludir su deber en la depuración de las responsabilidades penales, con tal de evitar que se ponga en cuestión la autoridad del mando. Y en este caso, parece que lo han encontrado en el pretendido pretexto de que se ignora si los apaleados eran «terroristas».
El término «terrorista» no está universalmente admitido, ni lo está en la legislación internacional. En Estados Unidos, la administración de Bush hijo se sacó de la manga el concepto de «combatientes ilegales» para poder confinar a los prisioneros de su «guerra contra el terror» en un limbo jurídico, sin concederles la protección de los convenios de Ginebra (si bien, su Tribunal Supremo desautorizó posteriormente tal interpretación). Parece que el término no ha sido importado a la práctica jurídica española (donde se sigue abusando del de «terrorista», con enormes réditos políticos en otros ámbitos) aunque sus efectos vienen a ser los mismos en este caso: no serían beneficiarios de la protección a que obligan los convenios de Ginebra.
Tras casi 40 años de perseguir a los terroristas de ETA con las reglas del estado de derecho (con numerosas e intolerables excepciones, pero siempre justificado así), resulta que el concepto vale para la lucha contra los que combaten irregularmente al ejército español: guerra sucia, con práctica de torturas incluida.
El ejército español fue enviado a una guerra absolutamente ilegal, a un país que no representaba ninguna amenaza armada para nuestra nación. Los iraquíes tenían todo el derecho a resistirse en una guerra irregular, de la misma manera que los héroes del dos de mayo, tantas veces rememorados en el imaginario hispano, lo hicieron contra la ocupación francesa. Los detenidos y torturados eran probablemente combatientes y estaban en su derecho; pero tanto si lo eran como si no, merecen estar protegidos contra las torturas.
El delito de torturas mancilla gravemente la dignidad del ser humano, no solo la de la persona que las sufre; con el agravante de que sus perpetradores son agentes del estado, legitimados para usar la fuerza únicamente para imponer la ley y el derecho. Es por ello que es considerado como un crimen contra toda la humanidad, que denigra a la especie entera, más allá de los daños que puedan infligirse a la víctima. La tolerancia con tales prácticas no solo deslegitima al estado que las consiente en su seno, sino que además le priva de toda razón moral para vencer en un conflicto.
De manera que hay que cuestionar, una vez másiii, las leyes penal y procesal (y también el régimen disciplinario) con que los representantes de la soberanía popular, en este viciado régimen del 78, han regalado a una jerarquía militar mucho más atenta a su cohesión interna y a su disciplina acrítica, que a garantizar el imperio de la ley, la moral de victoria y el respeto a la dignidad humana de sus miembros y de sus adversarios en combate. Pero a esto ya nos tienen acostumbrados los usos y costumbres de las tropas del imperio, hacia las que los poderes políticos han permitido deslizarse a nuestras FAS con su aberrante política de alianzas militares.
Y lo peor no termina aquí. Como ya comenté en un artículo previoiv, el Congreso de los Diputados parece decidido a perpetuar la situación de hurto efectivo a la justicia ordinaria de los delitos contra los derechos humanos en el nuevo Código Penal Militar en tramitación. La persistencia de una justicia militar separada de la justicia ordinaria va a permitir que casos similares a la esperpéntica situación creada en este caso caigan en un limbo jurídico que perpetúe la cultura de la impunidad, letal para unas fuerzas armadas verdaderamente democráticas.
Notas:
i El tribunal castrense revoca los procesamientos por torturas en Irak. El País, 29 de Octubre de 2014. http://politica.elpais.com/politica/2014/10/29/actualidad/1414615085_010659.html
ii Pacto de silencio en la Legión. Cinco militares españoles procesados por torturar a prisioneros en Irak. El País, 1 de Octubre de 2014. http://politica.elpais.com/politica/2014/09/30/actualidad/1412097608_886445.html?rel=rosEP
iii La justicia militar. Arturo Maira Rodríguez. Rebelión, 7 de Enero de 2014. http://www.rebelion.org/noticia.php?id=179139
iv Nuevo apretón de tuercas: el Código Penal Militar. Manuel Pardo de Donlebún. Rebelión, 8 de mayo de 2014. http://www.rebelion.org/noticia.php?id=184395
Manuel Pardo de Donlebún es Capitán de Navío de la Armada, en la Reserva.
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