Traducido del inglés por Carlos Sanchis
Es como si en el mismo momento en que pasé por Bab al-Amud o Puerta de Damasco en la Ciudad Vieja de Jerusalén me hubiera transportado atrás en el tiempo a un lugar prohibido, un lugar en el que me hicieron sentir como si entrase ilegalmente sólo para mirar, un lugar que ahora pertenece a otros. «Ese lugar del que usted habla ya no existe. Ha pasado mucho tiempo». Esto es lo que ellos siguen diciendo con total impunidad e indiferencia, pero esos intentos de disuasión no me detendrán, nunca lo han hecho ni tendrán ahora una oportunidad. Estaba resuelta a volver, verlo todo otra vez con mis propios ojos, a capturar cada vista de modo que los recuerdos se grabaran para siempre en mi cabeza, a pesar de todas y cada una de las construcciones pretenciosas que se hicieron sin nuestro permiso. A pesar de todas las renovaciones y reconstrucciones para «aptopiárselo» esto siempre será para mí Deir Yassin.
«Deir Yassin» dice con tristeza, con un sentimiento de pérdida en sus ojos cada vez que habla del día atroz en que perdió su hogar. «Deir Yassin,» cuenta con la inocencia de un niño en su voz como si evocara dulces recuerdos antes de que todo su mundo fuera completamente arrasado por el mal. «Deir Yassin,» las palabras imperecederas de mi abuela continúan resonando en mis oídos cada día porque me hizo prometer que no olvidaría nunca y ésa es una promesa que intento cumplir.
Seguí las señales de circulación imperiosamente colocadas que conducen a Givat Shaul hasta que los recuerdos comenzaron a surgir, uno a uno. Sin sitio para aparcar, tuve la oportunidad de dejar el coche con matrículas amarillas al lado de la carretera, cerca de la valla azul abandonada, entonces sería capaz de retroceder en el tiempo a pie. En la brisa fresca de aquella tarde, de pie sobre el anaquel con vistas al cementerio de Har HaMenuchot, con la pintoresca visión del memorial del holocausto judío, el Yad Vashem, inhalé profundamente y asimilé el paisaje de lo que ahora se conocía como Givat Shaul. Conforme estaba allí entrando en el entorno surrealista del Monte Herzl y Yad Vashem, fui superada por las emociones de los cuentos de mi abuela que pronto cobraron vida justo ante mis propios ojos. «Mira allí,» señalaba detrás de mí, «aquello era la cantera de piedra de mi padre, y allí está el molino de grano.» Mientras viva, nunca olvidaré la mirada en su rostro, la forma en que sus labios temblaban, la forma en que con sus dedos cansados se tocaba el pecho con semejante orgullo y el tono elevado de su voz cuando hablaba con aquella nostalgia. De niña jugaba a casitas con sus amigos en el cercano monasterio rodeado de higueras, almendros y manzanos, exactamente como haría cualquier niño, ajenos a la tragedia que les esperaba. Sin embargo, a los ocho años de edad su infancia ya no estaba libre de traumas y de injusticia. En menos de un día la obligaron a dejar atrás todo cuanto había conocido, sin llevar nada más que la ropa que llevaba puesta. Sesenta y dos años después, ella tenía lo que una vez se llamaba su hogar. Esto era su casa y sin su conocimiento, sin su permiso o su derecho todo le fue quitado. Alguien más cruel decidió que aquello ya no era suyo para reclamarlo. Pensar en ello todavía me hace sentir como si hubiera sido repetidamente pateada en el estómago.
Es difícil volver a Deir Yassin sin quedar repentinamente paralizada por la limpieza étnica y la flagrante hipocresía que yace sobre el propio suelo que una vez perteneció a los palestinos nativos que llamaban a estas tierras su hogar hace poco más de sesenta años. Escalofriantes historias y recuerdos han permitido a Deir Yassin vivir en incontables corazones y mentes de todo el mundo, lo que le permite que sea considerada mucho más que solamente un nombre asociado con la muerte, la destrucción y el pillaje. Deir Yassin continuará resonando como una lección de resistencia y determinación para no olvidarse nunca.
Antes de volver caminando de regreso al coche y decir adiós a Deir Yassin una vez más, me quede de pie en el anaquel que domina el Monte Herzl con la esperanza de tratar de absorber y asimilar todo lo que había visto aquel día. Estando allí de pie cautivada por todo lo que había observado esta vez, no pude evitar sentir como si mi sangre comenzara a hervir. Mirando hacia la gran vista monumental del Yad Vashem erigido en honor de quienes tan injustamente perdieron sus vidas en el Holocausto, estaba sobre la tierra donde mi propia familia también perdió su sustento y sus vidas tan injustamente y sin nada siquiera que les honrara. A una milla de Deir Yassin se encuentra un memorial para rememorar a las víctimas del Holocausto, para recordar al mundo la deshumanización llevada a cabo con tanta impunidad. Hoy en día, continua recordando al mundo las atrocidades que se cometieron con un mensaje eterno y omnipresente, el de «nunca olvidar la deshumanización del hombre por el hombre.»
No puedo evitar sentir como si la ironía descaradamente abrumadora se estuviera burlando de mí al estar aquí, al otro lado del Yad Vashem en Deir Yassin, donde tuvo lugar una masacre hace 62 años. Me quedé allí en honor a aquellos cuyos nombres no aparecen en un museo, cuyas voces rara vez, si alguna, se oyen en los medios de comunicación, y cuyos legados se ignoran con insolencia y se omiten en los libros de texto y en las aulas, haciéndolos invisibles para muchos en el mundo. De pie, me pregunto si los que visitan el museo miran más allá, a la otra parte y siquiera saben lo que ocurrió aquí hace unos 60 años, se cuestionen o no lo que pasó, y sientan o no simpatía alguna como lo hacen por los suyo. Deir Yassin lleva consigo tal magnitud, porque no es sólo la historia de una masacre, sino la historia de dos pueblos -las víctimas y las víctimas de esas víctimas- cuyo destino les permitió estar conjuntamente en tierras robadas.
Borrada de los mapas de Israel posteriores a 1948, Deir Yassin nunca se podrá borrar, ni se borrará, de las mentes de los palestinos de todo el mundo, de los que están bajo la ocupación y los de la diáspora. No importa cómo se alteren los mapas y los carteles, siempre encontraré un camino de regreso a Deir Yassin, porque esa es mi responsabilidad moral, volver y mantener vivo su legado. De aquí es de donde vengo, aquí es donde mi familia, que todavía está viva y recuerda bien, sufrió. Aquí es donde la injusticia tuvo lugar y yo nunca lo olvidaré. Después de todo fue Simón Wiesenthal el que dijo que «la esperanza vive cuando la gente recuerda,» al observar el sufrimiento de los judíos en manos de la injusticia. Del mismo modo, el sufrimiento de los palestinos también merece ser dignificado. Como cualquier pueblo que ha sido subyugado y oprimido, los palestinos también se aferran a su implacable negativa a consentir y olvidar.
A pesar de toda la agonía, la angustia y los recuerdos traumáticos que se han hecho eco de ella durante toda su vida, los ojos de mi abuela todavía se encienden sólo con oír el sonido de Deir Yassin. Hoy, este lugar que ha sido asociado con el dolor y el sufrimiento para tantas personas, sigue inculcando orgullo y alegría en ella. Nunca he conocido tanta fuerza y resistencia, pero espero aprender de ello todos los días.
Así, hoy conmemoro el 62º aniversario de la masacre de Deir Yassin. Conmemorar Deir Yassin no es crear una sádica explotación del sufrimiento de un pueblo. Es un recordatorio de que la injusticia tuvo lugar aquí y es nuestra responsabilidad recordar que las atrocidades y la intolerancia que vemos y oímos hoy tuvieron su inicio con Deir Yassin. Deir Yassin, que catapultó la Naqba, nuestra catástrofe, es un marcador indiscutible de la injusticia descarada, y lo seguirá siendo para impedir cualquier abuso de poder y la idea de que «la ignorancia es la felicidad.» Deir Yassin significa que los palestinos han existido y todavía existen, y nunca se rendirán sin luchar.
David Ben Gurion, el primer ministro de Israel, estaba equivocado cuando afirmó con arrogancia que «los viejos morirían y los jóvenes olvidarían,» ya que subestimó la voluntad indomable del pueblo palestino. A pesar de la angustia, el dolor y el sufrimiento, nunca vamos a renunciar a un sueño tan arraigado en nuestros corazones y en nuestras mentes. Sí, los viejos pueden morir, pero los jóvenes nunca podrán olvidar, y, parafraseando a Bobby Sands «nuestra venganza será la risa de nuestros niños», quienes realizarán este sueño y lucharán por la justicia. Este sueño vivirá en los corazones generación tras generación, es un fuego inextinguible ardiendo dentro de nuestros corazones, y lo que decimos hoy será nuestro compromiso de por vida.
Dina Elmuti es una estudiante de postgrado del Máster en el programa de Trabajo Social en la Southern Illinois University en Carbondale.