Una de las cuestiones fundamentales en la agenda política es la migratoria. Tanto es así, que en gran parte los resultados electorales están condicionados por ella. Quien mejor ha sabido (ab)usar de ella es la extrema derecha. Su discurso una mezcla de perversión y sadismo se ha impuesto. Se basa en los más que “discutibles” aspectos negativos: la inmigración incrementa la delincuencia, arrebata el trabajo a los nativos y presiona gravemente nuestro ya debilitado Estado de bienestar. Los aspectos claramente positivos son obviados: los inmigrantes con su trabajo contribuyen al crecimiento económico, al sostenimiento de nuestras pensiones públicas, corrigen nuestro declive demográfico… Y ese discurso de la ultraderecha lo han asumido las derechas tradicionales, como la española. Y aquí al lado en Portugal. El Gobierno portugués, en manos de la coalición conservadora con Luís Montenegro, aprobó cambios en la ley de la nacionalidad, que endurecerá la concesión de la ciudadanía portuguesa a los extranjeros con el apoyo de Chega, de Ventura. Esta premura en la aprobación de la ley fue uno de los aspectos criticados por el presidente del país, Marcelo Rebelo de Sousa, el cual la ha enviado al Tribunal Constitucional para que se pronuncie, ya que tiene dudas sobre su constitucionalidad. Este crecimiento electoral de la extrema derecha en toda Europa por la cuestión migratoria es una prueba irrefutable de la imposición y asunción de su discurso en buena parte de la ciudadanía, por supuesto también en nuestra España.
Aquí en España, existe un desconocimiento inmenso de los inmigrantes. Salvo en parte de los llegados de países sudamericanos o de los países del Este de Europa, la última llegada masiva fue la de Ucrania, Sobre la proveniente de África la ignorancia es prácticamente absoluta. No sabemos, ni tampoco tenemos mucho interés en saber quiénes son, cuáles son sus países de procedencia, cuáles son sus motivos para emigrar, ni tampoco qué sentimientos, qué emociones, cuál es su sentir una vez se han instalado aquí entre nosotros.
Como señalaban María Ángeles Fernández y J. Marcos en el artículo de 2009 titulado, África la gran olvidada en los medios españoles.
“África representa una gran metáfora de lo mal que va este mundo: Son casi 1.000 millones de personas-hoy rondan los 1550 millones- con un montón de historias, que cantan, que bailan, que hacen música, que escriben libros… y no nos interesan para nada. Hay un tremendo vacío informativo que no me resulta comprensible. Porque a la gente lo que le interesa es la realidad. Y África lo que te ofrece es realidad”, introduce Ramón Lobo. “En España apenas se informa de nada y mucho menos sobre África subsahariana”, apunta, por su parte, el escritor Javier Reverte. ¿Por qué? La escasa tradición histórica y de lazos comunes, el peso de África en la economía mundial, la escasez de corresponsales en este continente, la rentabilidad económica o el interés del público receptor son los porqués de una opinión compartida. La de un ostracismo mediático casi absoluto para con todo un continente; 53 países que parecen tener vetada su entrada en las páginas y en los informativos de los medios de comunicación más populosos”.
Por mucho que miremos hacia otro lado, la llegada de emigrantes africanos es irreversible e imparable. Todavía recuerdo que en mi instituto de Alcañiz en el curso 1993-94 fue invitada a dar una charla, Cristina Almeida, y nos avisó que la inevitabilidad de la emigración, especialmente la africana. Previamente, para concienciar al alumnado les proyecté unas diapositivas proporcionadas por la ONG Algeciras Acoge, algunas dramáticas ya que aparecían cuerpos despeñados de africanos contra las rocas en las costas españolas. Cristina Almeida acertó de pleno. La llegada masiva de inmigrantes a España en las últimas décadas ha sido el hecho sociológicamente más trascendente. que ha supuesto grandes retos. Uno de ellos el educativo, nuestras aulas especialmente las públicas, han tenido que asumir alumnados de procedencias diversas.

Pero, retorno a la emigración de África. Un dato para reflexionar. Según datos del Banco Mundial, África en 2025 tiene una población de 1.550 millones de habitantes, mayoritariamente gente joven. Continente aquejado por muchos problemas políticos, sociales, económicos, sanitarios: guerras, crisis climáticas, pandemias, etc. Casi todos los refugiados o inmigrantes proceden de estados fracasados, donde la autoridad pública es prácticamente inoperante en gran parte del territorio (Libia, Somalia, Congo, Eritrea…) La excepción es Marruecos con un estado consolidado. En todos estos casos, la desintegración estatal, es el resultado de la política y la economía internacionales, y en algunos casos, consecuencia directa de la intervención occidental, como en Libia e Irak. Este incremento de los estados fracasados no es algo fortuito, sino uno de los mecanismos mediante los cuales las multinacionales de los grandes Estados ejercen su colonialismo económico. Esta realidad la explicó Alain Badiou en un seminario del 23 de noviembre de 2015 tras las matanzas de París del mismo mes, que se publicó en el libro Nuestro mal viene de más lejos. Pensar las matanzas del 13 de noviembre y las nuevas formas del fascismo. El imperialismo del siglo XIX, era ejercido directamente por los Estados-nación. Luego llegaron las guerras mundiales, las guerras de liberación nacional apoyadas por el bloque socialista, que desembocaron en la “independencia” entre los años 40 y 60 del siglo XX. Mas, las grandes potencias para defender a sus empresas interesadas en materias primas o fuentes de energía siguieron interviniendo militarmente. En los últimos 40 años, hubo más de 50 intervenciones militares de Francia en África. En Malí en 2013, un periódico serio señaló que había sido un éxito, porque se había logrado “proteger los intereses de Occidente”. Por supuesto, no a los malienses. ¡Qué cinismo! Por ello, si las modalidades cambian, las intervenciones imperiales siguen, conocidos los grandes intereses capitalistas en juego: uranio, petróleo, diamantes, maderas preciosas, oro. Algunos de ellos son básicos en nuestros ordenadores y teléfonos móviles.
Hoy a las grandes potencias, en lugar de mantener Estados bajo su tutela, es preferible destruirlos, dentro del proceso de desestatización del capitalismo mundial. En ciertos territorios llenos de recursos se pueden crear zonas francas, anárquicas, sin Estado, donde las grandes firmas operan sin control. Habrá una semianarquía, bandas armadas, controladas o semicontroladas, donde abundan chicos drogados, pero los negocios pueden hacerse, incluso mejor que antes, al ser más fácil el negociar con estas bandas armadas que con Estados constituidos, que pueden preferir otros clientes. A estas nuevas prácticas imperiales, a saber, destruir a los Estados en lugar de corromperlos o sustituirlos, Badiou propuso el término “zonificación”.
Otra causa de la emigración africana, según Josep Fontana, tiene que ver con la desaparición de las explotaciones agrícolas familiares, ya que sus gobiernos venden las tierras de labor y el agua necesaria para cultivarlas a fondos de inversión y a grandes empresas del agro business. La compra de tierras a gran escala (landgrabing), que desplazan a los campesinos que las trabajan para entregarlas a grandes empresas, se ha multiplicado en las últimas décadas, dejando un rastro de miseria. El International Consortium of Investigative Jornalisme publicó en el 2015 los datos sobre documentos del Banco Mundial (BM), que revelaban que en la década anterior una serie de proyectos financiados por el BM habían contribuido a expulsar de sus tierras a 3,4 millones de campesinos, y que el mismo banco había financiado a compañías acusadas de violaciones de los derechos humanos. Estas operaciones de landgrabing se multiplicaron en el África subsahariana entre el 2000 y la actualidad.
Hay que sumar el cambio climático que está desertizando cada vez más territorios. Y las guerras cruentas e interminables, con las que África está inundada. Como las de Malí, República Centroafricana, Nigeria, Níger, Sudán del Sur, Libia, Siria, Ucrania etc. ¿De dónde procede el armamento de estas guerras? Y todo ello, con una población que supera los 1.500 millones, de los que más de la mitad con menos de 20 años, y unos 400 millones en la pobreza. La consecuencia: una masa de millones de campesinos desarraigados y amontonados en los suburbios de las ciudades o en los campos de refugiados. Abandonados a su suerte, los africanos, ellos solos no podrán cambiar sus sociedades. Si se aplicasen en África políticas que favorecieran la aparición de sociedades más prósperas e igualitarias, no tendrían necesidad de irse.
Explicada brevemente las diversas causas de la llegada de inmigrantes africanos a nuestras costas, quiero fijarme en un aspecto ignorado en nuestra sociedad. ¿Cuáles son los sentimientos, las emociones, los traumas psicológicos, de los inmigrantes tras llegar a nuestra España? Ni que decir tiene que para la gran mayoría de la sociedad española esta cuestión no le preocupa en absoluto. Deberíamos todos hacer un esfuerzo, aunque fuera pequeño, para subsanar esa ignorancia, y ponernos en su lugar, ya que los inmigrantes son seres humanos. Mala cosa es cuando hay que repetir lo obvio. Especialmente es la emoción de la nostalgia. Para responder a esta cuestión me serviré del libro de Eva Illouz, Modernidad explosiva.
Según la teórica cultural ruso-estadounidense Svetlana Boym, la palabra y la emoción nostalgia expresan la aflicción del inmigrante o del desplazado; añoranza del hogar, donde nostos es retorno a la tierra natal y algos es la palabra griega para sufrimiento. A pesar de sus raíces griegas, la palabra «nostalgia» no se originó en la antigua Grecia. La nostalgia es sólo pseudo-griega, o nostálgicamente griega. La palabra fue acuñada por el ambicioso estudiante suizo Johannes Hofer en su disertación médica en 1688, para nombrar una patología detectada en los mercenarios suizos que iban a luchar a Francia o Italia. (Hofer también sugirió que la monomanía y la filapatridomania describieran los mismos síntomas; afortunadamente, este último no entró en lenguaje común.). Los síntomas eran extremos: desmayos, fiebre alta, indigestión y dolor de estómago. No se nos ocurriría exigir una receta de nostalgia. Sin embargo, en el siglo XVII, la nostalgia era considerada como una enfermedad curable, similar a un resfriado común severo. Los médicos suizos creían que el opio, las sanguijuelas y un viaje a los Alpes suizos se ocuparían de los síntomas nostálgicos. A finales del siglo XVIII, los médicos descubrieron que un regreso a casa no siempre curaba los nostálgicos, a veces los mataba (especialmente cuando los médicos patrióticos mal diagnosticaron la tuberculosis como nostalgia). Al igual que hoy los investigadores genéticos esperan identificar genes que codifican para las condiciones médicas, el comportamiento social, e incluso la orientación sexual, los médicos de los siglos XVIII y XIX buscaron una sola causa, para un hueso patológico. Sin embargo, no encontraron el lugar de la nostalgia en la mente o el cuerpo de sus pacientes. Un médico afirmó que la nostalgia era una «hipocondría del corazón», que prospera en sus síntomas. De una enfermedad tratable, la nostalgia se convirtió en una enfermedad incurable. La misma Svetlana Boym sugiere que con la modernidad, la nostalgia dejó de ser una enfermedad individual para convertirse en un síntoma más general, expresión de toda una época, de la propia modernidad. La nostalgia y el progreso son como Jekyll y Hyde: alter egos. La nostalgia no es una mera añoranza local, sino el resultado de una nueva comprensión del tiempo y del espacio, que hizo posible la división entre lo local y lo universal. Esto se explica porque la modernidad generalizó la categoría de extranjero. A pesar de que los forasteros habían comenzado a ser un elemento del comercio internacional a partir de la Baja Edad Media, siguieron siendo fuente de recelo y hostilidad hasta el surgimiento de la ciudad moderna a fines del XVIII.
Eva Illouz recurre al sociólogo alemán Georg Simmel, el cual consideraba al extranjero una figura ejemplar de la modernidad. Era un nuevo tipo social que representaba la libertad y la movilidad. Mostraba dos tipos diferentes, el que no podía fundirse con la cultura de la mayoría (el judaísmo en un país de mayoría cristiana), y el que posibilitaba las pujantes ciudades comerciales casi seculares y los Estados nación emergentes, donde las rígidas fronteras por localidad, religión y los gremios profesionales empezaban a disolverse y el extraño ya no era visto como una amenaza. Londres y otras ciudades, como centros manufactureros atraían muchos campesinos y alteraban las identidades basadas en la localidad, tanto de los recién llegados como los antiguos habitantes de la ciudad. Los incipientes Estados nación de Europa no solo toleraban, sino que potenciaban el movimiento de forasteros, ya que millones de campesinos de toda Europa emigraban a las ciudades o a otros Estados con la esperanza (otra emoción, que suele acompañar al inmigrante) de alcanzar una vida mejor. Estos movimientos de población reconfiguraron por completo su paisaje humano. En las décadas finales del XIX Francia y Estados Unidos recibieron mucha emigración.
El extranjero, para Simmel, es quien “viene hoy y se queda mañana”, es por ello, un intermediario entre un Estado y otros Estados, como también entre los grupos de una sociedad. Al extranjero moderno lo consideraba, Simmel, una síntesis de la cercanía y la distancia. No pertenece inevitablemente a la religión dominante, ni habla la lengua local, suele vestir de forma diferente y, sin embargo, pasa a formar parte del tejido social local, a través del dinero y la ciudad. El comerciante es el forastero paradigma, porque es un nodo en la circulación impersonal del dinero y las mercancías. El extranjero se ha convertido en la característica fundamental de todos los Estados en economías globalizadas. En 2022, 46 millones de sus ciudadanos no habían nacido en EE.UU., lo que supone un 14% de la población total. En España según el INE a 1 de abril de 2025, de 49,153.849 residentes en España, 6.947.711 son extranjeros. Y esta es la realidad auténtica y que algunos cenutrios quieren ocultar.
Lo que no se preguntó Simmel qué sentía ese inmigrante. Hoy sí que podemos plantearnos esa pregunta. Los inmigrantes quizá sea el grupo más animado por la esperanza, porque confían en poder prosperar. Pero estamos contemplando que muchos hoy desconocen la lengua del país de acogida, son considerados como forasteros o intrusos y acaban viviendo en guetos aislados. Estos son los más propensos a sentir nostalgia y añoranza.
Eva Illouz para representar ese sentimiento de nostalgia en los inmigrantes recurre a algunos personajes, que tuvieron que salir de su propio país. Uno de ellos fue Eva Hooffman (Cracovia, 1945), que aspiraba a convertirse en concertista de piano en la Polonia comunista cuando sus padres, judíos casi forzados a emigrar por el antisemitismo imperante, deciden embarcarse rumbo a Canadá. Lo único que saben de ese país americano es que huele a resina, que es fácil hacerse rico y que, a diferencia de lo que ocurre en Israel, allí no están en guerra. A cambio, su formación, sus amigos, su idioma, sus amores juveniles, toda su vida se pone, contra su voluntad, sobre una mesa de apuestas donde siempre se pierde. Estamos en 1959, hace solo seis años que Stalin y su culto a la personalidad (del que la autora nos ofrece algunos desternillantes detalles) ha pasado a la historia, y a Hoffman le parece que Vancouver es un páramo: “Todo aquí es enorme, aburrido y amorfo”. El electroshock cultural es total. Tanto es así que su único consuelo es recordar el paraíso perdido de su infancia polaca, la única patria posible para alguien que confiesa no ser patriota ni haber tenido derecho a serlo.
1:47 / 4 La judeidad, su problemática vivencia de la identidad judía, y su condición de mujer afloran una y otra vez a lo largo de las páginas de su obra Extraña para mí; una vida en una nueva lengua. Cuando se enfrenta a la dura realidad de adquirir un nuevo idioma y una nueva identidad, Hoffman se da cuenta de que nunca se ha sentido realmente polaca ni tampoco judía. Y que tampoco va a llegar a ser nunca una auténtica americana.
Al final, Hoffman entiende que para ella la única identidad posible es aceptar su propia multiplicidad, convertir su inadaptación en una forma de adaptación. “A partir de ahora”, confiesa al terminar la segunda parte titulada El exilio, “estaré compuesta de fragmentos, como un mosaico, y de mi conciencia de ellos. Es esta conciencia observadora la que me hace ser, a pesar de todo, una inmigrante”. Gracias a esta conciencia fragmentada, Hoffman podrá sintonizar mucho mejor con un tiempo en el que las identidades y las nacionalidades homogéneas han quedado atrás. Es entonces cuando decide abandonar la música y descubre su vocación literaria.
Hoffman se entrega con pasión al estudio de su nueva lengua, hasta el punto de convertirse en doctora en Literatura inglesa por la universidad de Harvard y en periodista cultural de The New York Times. “Es una apuesta formidable, pascaliana, este salto al futuro, a la corriente del río. Significa, después de todo, que ya no intento detener el tiempo, que ya no intento evitar que el barco zarpe de la costa del Báltico y que empiezo a aceptar voluntariamente el porvenir”. Hoffman ha conquistado el nuevo mundo, una voz y un universo propios.
Otro caso es el de Ágota Kristóf que luego se convertiría escritora y gran novelista. En noviembre de 1956, a los 21 años, tuvo que exiliarse de Hungría. Su marido había participado en la revolución contra el régimen prosoviético, pero la revuelta fue sofocada. No les quedaba otra opción que escaparse. Una noche, con su hija de cuatro meses, atravesó la frontera entre Hungría y Austria. “A veces, proyectores y cohetes lo iluminan todo: oímos petardos, tiros. Luego regresan el silencio y la oscuridad”. Llegó a Austria y, luego, viajó a Suiza. Allí entró a trabajar en una fábrica de relojes. Sus compañeras eran agradables, le sonreían y le hablaban en francés: ella no entendía una palabra. Se levantaba a las cinco y media de la mañana, dejaba a su hija en la guardería, fichaba su tarjeta a las siete y durante 10 horas, bajo el ruido atronador de las máquinas, hacía movimientos mecánicos, volvía a fichar, buscaba a la bebé, la acostaba, arreglaba la casa, lavaba los platos y, recién entonces, se sentaba con su libreta. “Para escribir poemas, la fábrica está muy bien. El trabajo es monótono, se puede pensar en otras cosas y las máquinas tienen un ritmo regular que ayuda a contar los versos. En mi cajón tengo una hoja de papel y un lápiz. Cuando el poema toma forma, lo anoto. Por la noche, lo paso a limpio en una libreta”.
Kristóf escribió: “¿Cómo habría sido mi vida si no hubiera dejado mi país? Más dura, más pobre, creo, pero también menos solitaria, menos desgarrada, tal vez más “. Continúa relatando cómo algunas de sus compañeras húngaras no soportaban la aburrida sensación de seguridad de Suiza. Algunas se suicidaron, otras optaron por regresar a Hungría prefiriendo una vida en prisión o una vida amenazada de muerte a una vida vivida con nostalgia.
El gran intelectual palestino Edward Said también conoció el mismo dolor que Eva Hoffman y Ágota Kristóf al abandonar su tierra. Sus reflexiones sobre el “exilio” lo describe como una “grieta imposible de cicatrizar” impuesta entre un ser humano y su lugar natal. Tiene una “tristeza” que “nunca se puede superar” porque “arranca” a los seres del sustento de la tradición, la familia y la geografía; y además de su lengua, quizás el alimento más profundo de todos.
Obviamente los casos mostrados por Eva Illouz, que yo he tratado de ampliar en algunos datos biográficos, pueden darnos una idea del sufrimiento, del dolor, de la nostalgia del inmigrante. Mas, también estos personajes son muy relevantes con un amplio bagaje cultural, que no representan a la mayoría de los africanos que llegan a nuestras costas en pateras o en cayucos. No hace falta hacer profundos estudios sociológicos para intuir la nostalgia de todos ellos. Abandonar tu tierra, tu familia, tus amigos, tu cultura, tu lengua tiene que generar un quebranto emocional inmenso. Si, además, aquí, algunos sufren todo tipo de discriminaciones: explotados en los trabajos, la inaccesibilidad a una vivienda digna, dificultades de adaptación de los hijos en el ámbito escolar, ese sentimiento de sufrimiento se incrementa todavía más. Por si no fuera ya bastante, si además con la imposición de un discurso racista desde determinadas fuerzas políticas, se ven acosados y perseguidos por auténticas hienas en determinadas algaradas como los recientes acontecimientos en Torre Pacheco, ese sufrimiento tiene que alcanzar unos niveles que para muchos tienen que ser insoportable.
La nostalgia no solo es efecto del desplazamiento, como acabo de mostrar. También es el resultado de cómo son acogidos en el nuevo país. En un estudio comparativo sobre Nueva York, Barcelona y Paris, el sociólogo de origen mejicano y profesor de la American University, en Washington, Ernesto Castañeda ha sugerido que los inmigrantes tienen diferentes sentimientos de pertenencia o extranjería según la disposición espacial y la política de la ciudad donde viven. El factor más importante es la economía, es decir, la necesidad de los inmigrantes para su economía. Cuanto más necesarios sean, más probable es que se sientan como en casa. Y cuanto más se reconozca su presencia cultural, con desfiles anuales y centros culturales, más se sienten en casa.
Castañeda señala: “Las tasas de empleo, la participación política, la posibilidad de participar en actividades culturales, el estatus legal y las relaciones con personas de diversos orígenes se combinan para integrar a los inmigrantes. Para estos, el sentimiento de pertenencia es un indicador de las políticas que se esfuerzan por crear un entorno acogedor que maximice la contribución de los inmigrantes a sus nuevas ciudades”.
Según Castañeda, los inmigrantes se sienten mucho más a gusto en Nueva York que en Barcelona, y más a gusto en Barcelona que en Paris. La capital francesa es la ciudad donde los inmigrantes encuentran más dificultades para sentirse como en casa, como consecuencia la cultura republicana homogénea fomentada por Francia. Y su sentimiento de extrañeza y de inadaptación no mejora con la segunda generación. Lo estamos constatando desde hace años.