El régimen de Damasco se está quedando sin tiempo: la lucha desenfrenada para convencer a buena parte de la población de que está dispuesta a cambiar su estrategia tradicional basada en la represión y el control absolutos se está resintiendo de la necedad de la opción militar a ultanza, la chabacana estrategia informativa y la […]
El régimen de Damasco se está quedando sin tiempo: la lucha desenfrenada para convencer a buena parte de la población de que está dispuesta a cambiar su estrategia tradicional basada en la represión y el control absolutos se está resintiendo de la necedad de la opción militar a ultanza, la chabacana estrategia informativa y la contumacia de pensar que los sirios son imbéciles. Aun hoy, dos meses y pico después del inicio de las primeras protestas, el gobierno y la prensa de Damasco, con sus aliados regionales libaneses e iraníes repitiendo la señal, insisten en imputar la autoría de los «desórdenes» a una constelación de individuos, colectivos y oscuros intereses -la inevitable conspiración, vaya- que no tienen ningún interés en que se verifiquen las reformas propuestas por el presidente Bashar al-Asad. Todo para obviar y soslayar que, con independencia de que pudiera haber intereses extraños tratando de sacar tajada de las protestas, cosa que no negamos, una parte considerable de la población exige hoy lo que han callado durante décadas: dignidad, respeto y libertad. Pero, como no podía ser de otra manera conociendo la corrupción moral e institucional de este régimen mentiroso, criminal y cínico, la familia de los Asad ha elegido la amalgama de confusión, tremendismo y mano dura que vimos ya plenamente desarrollada en las otras grandes revueltas árabes, las que consiguieron deponer a sus déspotas como la tunecina y la egipcia -otro cantar será cuándo lograrán depurar sus regímenes-.
Hay un elemento de gran importancia, ausente por desgracia en los cálculos de numerosos sectores regionales e internacionales propensos a evaluar la crisis siria desde presupuestos geoestratégicos e imperativos ideológicos teóricos: la percepción particular de una porción considerable de ciudadanos sirios. A éstos, al igual que a los egipcios, los tunecinos, los libios, los saudíes, los jordanos, los omaníes y así con todos los árabes, les importa mucho la relación de estrategias de sus países con el entorno regional y sobre todo su encaje en el contexto de la perspectiva internacional de Estados Unidos, la única gran potencia en la actualidad. Y a los sirios, por supuesto, les interesa mucho cómo y cuánto haya de influir la naturaleza de sus sistema político en el ámbito de la lucha contra el proyecto predador del régimen de Tel Aviv. Pero ahora y por encima de todo cuenta derribar o al menos reformar de forma sustantiva un poder absolutista y venal basado en la humillación diaria del individuo, la arbitrariedad y el control absoulto de cuanto se dice, hace o piensa. Y, desde luego, hablar con ligereza de conspiraciones y manipulaciones desde el exterior sin dignarse en destacar la impronta retrógrada y convicta de este régimen -el origen primero del problema- supone un nuevo insulto para el pueblo de Siria.
Pero ni los dirigentes de Damasco ni sus voceros mediáticos atienden a razones: saben que el futuro de una concepción clánica del poder está en juego. Lo que empezó, a principios de marzo, como un goteo intermitente de concentraciones aquí y marchas furtivas allí, ha terminado derivando en un estado de convulsión permanente en numerosos pueblos y ciudades del país, desde la por desgracia, hoy, celebérrima Deraa en el sur hasta al-Qamishle en el norte. Sólo la intrascendencia de los movimientos de protesta en las dos urbes principales, Damasco y Alepo, ha impedido la eclosión de una auténtica revuelta nacional. Falta saber por cuánto tiempo: la ciudad universitaria de Alepo ha registrado ya varias marchas estudiantiles y en la capital hemos visto algaradas en algunos barrios céntricos o de gran relevancia por su composición confesional y étnica como Rukn al-Din, con un porcentaje alto de residentes de origen kurdo. No son significativas, aún, pero en comparación con lo que había hace dos meses, o uno, comienzan a ser preocupantes para los servicios de seguridad sirios, los cuales, desde el principio hasta el final, son quienes rigen los destinos del país. Sin duda, la propaganda infantil de los medios de comunicación oficiales, los únicos acreditados para informar desde el interior debido al apagón mediático impuesto por Damasco, ha contribuido a encender los ánimos de los manifestantes. Recuerdo, en un debate televisivo muy a principios de marzo, oír a uno de los responsables de la televisión siria «semiprivada» -la única del país junto con la pública-, que la gente en Siria, a diferencia de Túnez, Egipto, Libia, Bahréin o Yemen, no había salido a la calle porque no tenía motivo para protestar». Esto es, los ciudadanos estaban contentos con su líder, el cual había hablado ya de un paquete amplio y exhaustivo de reformas. Este optimismo oficial, reforzado por las famosas declaraciones de Bashar al-Asad al Wall Street Journal (31-01-2011), se resumía en el siguiente axioma: cierto, tenemos un «déficit» de libertades individuales y colectivas, pero a diferencia de otros regímenes árabes no democráticos nuestra política exterior es consecuente con los sentimientos de una población opuesta a la agresiva política exterior de EE.UU. y el expansionismo sionista. Pero llegó la segunda semana de marzo y comenzaron los problemas: manifestaciones de cientos de personas y sentadas en espacios públicos, una minoría según la versión oficial. Después vino Deraa y la detención y tortura de unos chiquillos que habían escrito por ahí «Que caiga el régimen» (ay, si te vuelvo a ver pintando un corazón de tiza en la pared…) y se desató el nerviosismo y las imágenes de la televisión oficial con manifestaciones «espontáneas» de partidarios del presidente, diciendo, sin mostrar imágenes, que había «alguien» -se referían pues a los famosos infiltrados saboteadores-, poniendo en peligro la unidad del país. Cómo se parecen todas estas dictaduras árabes de postín, las que se dicen socialistas y las prooccidentales: días después de iniciadas las marchas masivas de protesta en Bengazi -sí, mucho antes también de la barrabasada de la Otan en Libia- la televisión de los Gadafi, asimismo la única del país, mostraba imágenes de seguidores del líder… en Trípoli. Sin mención ni filmación de suceso alguno en los sitios delicados, dando a entender que la reacción se produce ante un estímulo inapreciable e inmensurable. El mal sin forma ni identidad, imposible de retratar pero existente.
Aun hoy, a finales de mayo, se sigue diciendo a los sirios que todo es obra de milicias armadas; y que si hay manifestaciones, acaso, se trata de concentraciones muy reducidas. Hay tal desfase entre lo que se cuenta en estos medios patrióticos y lo que exponen las cadenas llamadas panárabes, nutridas de las imágenes colgadas por manifestantes en internet, que las acusaciones de manipulación y propaganda entre unas y otras se han convertido en norma. No hay duda de la tendencia manipuladora y populista de las grandes cadenas árabes. Pero el hecho de que según pasan los días el número de personas y localidades que se suman a la revuelta vaya en aumento muestra la indignación popular ante la brutalidad del régimen y las mentiras de su prensa. Las noticias vuelan como se dice, la gente transmite los datos y las evidencias y, como todos conocen el carácter violento de sus servicios de seguridad, no hay mucho de qué dudar. Y la teoría de las bandas armadas y el contrabando de material bélico desde Líbano, la financiación saudí y las acciones subersivas de la CIA puede ser asumible si tenemos en cuenta la repugnante actitud del régimen de Washington y sus aliados árabes en la zona. Pero además de la inconcreción de las acusaciones y la falta de pruebas, numerosos sirios ponen en duda que la llamada conspiración alcance tamaña magnitud por tres razones principales: 1) Los testigos, cientos de miles, cuentan que las fuerzas de seguridad, tropas paramilitares y el ejército abren fuego contra la población sin preámbulo alguno, muchas veces de forma indiscriminada, con detenciones y palizas en plena calle incluidas 2) Curiosamente, las bandas armadas sólo actúan donde hay manifestaciones y la población ha osado pedir el cambio de régimen, con la irrupción consiguiente del ejército y el asedio (Deraa, Banias, Yebla, etc.). Dentro de lo curioso lo curiosísimo es que la lucha contra los saboteadores se adereza con detenciones de manifestantes, activistas y opositores a los cuales no se les acusa con posterioridad de actos de violencia ni sabotaje, si es que, además de golpearlos a conciencia, se les llega a acusar de algo. Mientras, el régimen insiste en defender su batería de reformas y medidas supuestamente democratizadoras -si la cuestión es luchar contra una conspiración externa, ¿para qué las reformas políticas internas?. 3) Todos conocen la eficacia represiva de las fuerzas de seguridad y la inteligencia, que no han permitido nunca que pase nada salvo las incursiones esporádicas de la aviación y los agentes israelíes, que igual han asesinado al dirigente militar de Hezbolá, Imad Magniye, que han volado un supuesto reactor nuclear en la zona del Éufrates… ¿Cómo se les ha podido escapar la infiltración de decenas de células bien pertrechadas y entrenadas en casi todas las regiones del país? No, algo no encaja.
El sistema político sirio, forjado en torno a la extensa familia de los Asad, la cúpula empresarial y mercantil de Damasco y Alepo y los militares y responsables de la inteligencia se basa en el miedo y la fuerza. A pesar de su pretendida armadura laica, el régimen ha jugado también la baza de la legitimidad religiosa apoyando a las jerarquías de ulemas y doctores musulmanes sunníes y fomentando, de rechazo, la aparición de tendencias salafistas que son, según la retórica oficial, quienes están dirigiendo los sabotajes. Ya en tiempos del fundador de la dinastía, Hafez al-Asad, hubo que poner coto a los afanes laicistas de su hermano, Rifaat al-Asad, hoy reconvertido con su parte del clan en opositor patético y absurdo, empeñado en quitar el velo a las mujeres que transitaban por Damasco. Más recientemente, la zanahoria a los alfaquíes oficiales, estamento pseudoeclesiástico por lo común consignado a defender y legitimar a los gobiernos dictatoriales desde el Egipto de Mubarak a la Arabia de los Saúd, se ha traducido en la anulación de la prohibición que impedía a las profesoras veladas impartir clase en las escuelas.
Junto a esta peculiar legitimación religiosa, el régimen convive con la retórica de la lucha contra Israel y el imperialismo; pero aquí, de nuevo, muchos sirios tienen sus reservas, confirmadas por las recientes declaraciones de Rami Majluf, el primísimo de Bashar al-Asad, a The New York Times, en abril (qué manía de realizar las declaraciones trascendentes a periódicos estadounidenses). Majluf, el genuino monsieur 5% nacional, el dueño de la esfera económica privada siria y pivote empresarial del sistema, vino a decir algo así como «atención, si algo pasa en Siria -si el régimen cae- la seguridad de Israel se verá en peligro». Declaraciones muy sensibles que el opaco estamento oficial se apresuró a desmentir haciendo una exégesis sui generis de la literalidad del texto y hablando de Majluf como de un ciudadano normal que tiene derecho a opinar -una normalidad peculiar: él mismo afirma que las medidas para aplacar esta crisis las están tomando entre los miembros de la familia y la cúpula de la inteligencia militar-. Eso por no hablar de sus innumerables negocios, incluidas las dos empresas de telefonía móvil, las únicas autorizadas en Siria. Pero lo peor es que reflejan una realidad: durante cuarenta años Damasco se ha encargado de velar por las fronteras orientales del régimen de Tel Aviv, las más tranquilas según los dirigentes de éste, y no ha hecho nada para revertir la situación del Golán, anexionado por el estado sionista en los ochenta. En aquél, por cierto, las intifadas y rebeliones populares han brillado por su ausencia, en contraste con el resto de territorios ocupados (como apunte digamos que ya ha habido manifestaciones en demanda de mayor libertad en localidades habitadas por refugiados del Golán cerca de Damasco). Por esta razón, uno de los lemas más irritantes para los dirigentes militares ha sido el de «Maher (al-Asad, comandante de la Guardia Republicana), cobarde, vete a liberar el Golán y no nos dispares a nosotros» y similares.
Asimismo, la implicación de la familia de los Asad en la política exterior de EE.UU. revela las contradicciones tradicionales del sistema. Algunos parecen olvidar hoy que la intervención siria en Líbano en 1976 se hizo contra la resistencia palestina y la izquierda libanesa y con el visto bueno, sino instigación, de Washington; que las matanzas del campamento de refugiados de Tell al-Zaatar de ese mismo año, efectuadas por las milicias derechistas, se cometieron bajo cobertura del ejército sirio; y que Damasco participó de forma efectiva en la guerra contra Iraq en 1991 dentro del bloque de estados árabes moderados proestadounidenses. Gracias a esta alianza siria-egipcia-saudí, Israel alcanzó en los noventa el mayor grado de desarrollo económico y político de su historia, a costa de los palestinos, mermados por las concesiones de sus líderes. Desde círculos de la oposición se apunta siempre que Henry Kissinger, ex secretario del Departamento de Estado, llegó a reconocer en alguna ocasión que Hafez al-Asad era el principal agente «clandestino» de EE.UU. en Oriente Medio, «quemado» tras la invasión iraquí de Kuwait en 1990. No hemos podido acceder al supuesto programa de Larry King en el que el propio Kissinger aludía a la función secreta de los Asad ni sabemos hasta qué punto nos hallamos ante un capítulo más de la teoría de las conspiraciones, pero los datos objetivos invitan a la reflexión. Como, por ejemplo, los numerosos intereses, inversiones, empresas, acciones, participaciones y terrenos de los Asad (incluidos los Majluf, los Shalish y el resto de clanes) en Europa y Estados Unidos.
Israel contempla con pavor el desarrollo de los acontecimientos en Siria: bastante tiene ya con la caída de Mubarak, la reconciliación entre Hamás y Fatah y las corrientes reformistas en Jordania. Los Asad han sido durante décadas un enemigo más folclórico y radiofónico que otra cosa, fácilmente domeñable cuando así lo ha requerido la ocasión. El régimen de Tel Aviv sabe muy bien que el triunfo de la resistencia libanesa, tantas veces atribuido a Damasco, se debe más a la cohesión interna de la población libanesa resistente y la efectividad de Hezbolá y el resto de grupos, con el apoyo logístico y militar de Irán, que a una implicación directa de Siria. Una nueva conciencia política en Siria, más libre y popular, respetuosa con la conciencia antisionista de la inmensa mayoría de la población, esta sí genuina y sincera, junto con una verdadera transformación democrática en Egipto y Jordania, constituiría el principio del fin del despreciable proyecto sionista, racista y contrario a los valores de la humanidad. Con miles de muertos, desaparecidos, heridos y detenidos encima de la mesa, con ciudades y localidades asediadas, con una represión feroz en todos los órdenes, los países occidentales «conspiradores» siguen hablando de la posibilidad de reformas -menos tiempo tardaron en decidir que Gadafi tenía que irse en Libia y eso que el individuo en cuestión sí que era, si bien no tanto como Ben Ali o Mubarak, amigo suyo-, esperando, tras la retórica de las amenazas, que la cosa se calme. Quieren, si acaso, a unos Asad débiles y más solicitos a quienes arrancar mayores concesiones y prebendas. Pero no su caída; no mientras carezcan de un repuesto fiable -y para su desgracia, los prooccidentales dentro de la oposición siria no tienen demasiada fuerza-. Los sirios y su derecho a ser libres y vivir en paz, como siempre, no cuentan nada, ni para los Asad, ni para los estadounidenses, los europeos y los iraníes ni para parte de nuestra izquierda, entusiasta de las tesis conspiratorias, que parece incapaz de sentir y percibir. Pensar que este régimen, podrido de sangre y dinero hasta la médula, puede reformarse es una audacia. En consecuencia, para la mayoría de los sirios, excluidos del limitado pesebre hegemónico, el dilema no radica en definir la identidad real de un sistema sin otra ideología ni principios que la permanencia en el poder; el quid es saber si, como dan a entender los dirigentes sirios ya como única baza discursiva de peso, la caída del régimen dará lugar a un conflicto confesional feroz, la intervención mercenaria de Occidente o un nuevo orden igualmente dictatorial. Sólo eso está impidiendo que cientos de miles de sirios se unan a sus compatriotas en un grito unánime de hartazgo e indignación.
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