Durante los largos años de la Guerra Fría, un cierto tipo de industrias prosperó aceleradamente: todas aquellas que pudieran contribuir a la fabricación de armas nucleares y convencionales, de vectores (aviones, misiles, submarinos, etc.) capaces de transportarlas y hacerles alcanzar los objetivos, y en general, las que constituían el vasto complejo de la industria militar […]
Durante los largos años de la Guerra Fría, un cierto tipo de industrias prosperó aceleradamente: todas aquellas que pudieran contribuir a la fabricación de armas nucleares y convencionales, de vectores (aviones, misiles, submarinos, etc.) capaces de transportarlas y hacerles alcanzar los objetivos, y en general, las que constituían el vasto complejo de la industria militar de guerra, orientada al tan anunciado y temible enfrentamiento, por tierra, mar y aire, entre los dos bloques que dividían al mundo. Sus beneficios eran insondables: ante el dilema entre ser aniquilado o vencer, muchos Estados se armaron hasta extremos innecesarios. En Occidente se tenía el convencimiento de que habría que hacer frente, a la vez, al lanzamiento de innumerables misiles de muy distinta naturaleza y al avance de las divisiones acorazadas soviéticas, que arrasarían Europa en una galopada triunfal si no se les oponían otras unidades más potentes, mejor armadas y provistas de mejores instrumentos bélicos.
El negocio era redondo. Anunciando sistemáticamente imaginarias innovaciones tecnológicas en el armamento enemigo, se creaba la necesidad de superarlas con los instrumentos propios. Ningún Gobierno quería aparecer regateando el precio a pagar por sobrevivir a la temible marea soviética. Desde que se proyectaba un sistema de armas hasta que éste se ponía en manos de los ejércitos, su precio se multiplicaba sin control, pero ¿quién se atrevía a poner en tela de juicio lo que era necesario para afrontar con éxito al enemigo? La carrera de armamentos nutrió a las grandes y pequeñas corporaciones de la industria bélica.
Los ejércitos no daban abasto para incorporar los nuevos adelantos técnicos en la vieja estructura de sus actividades seculares. He aquí un recuerdo personal al respecto. Mi primer capitán en una batería antiaérea, finalizando los años 50, insistía en que debía ser él quien diera personalmente la voz de ¡fuego! -vieja tradición artillera- para disparar a mano los cañones, en vez de dejar tal decisión al radar y al calculador electrónico que automáticamente decidían cuándo y adónde disparar para abatir el objetivo. A veces eran, pues, los propios militares los que peor aceptaban las innovaciones de la carrera armamentista impuesta por la industria que la impulsaba.
Acabada la Guerra Fría, desapareció el motivo que impulsaba el desarrollo de ese tipo de armamentos, pero el 11 de septiembre del 2001 señaló una fecha crucial. Los avispados fabricantes descubrieron enseguida potenciales nuevos campos de desarrollo e investigación. Muchos gobiernos estarían dispuesto a pagar lo que fuera necesario para disponer de medios con los que descubrir a un terrorista viviendo o actuando en el anonimato; de procedimientos o instrumentos para forzar confesiones en los sospechosos apresados; para controlar estrictamente el paso de fronteras; para vigilar y examinar ingentes masas de información de las que extraer datos a fin de aumentar la seguridad propia o, al menos, hacer creer a los ciudadanos que ése era su objetivo principal.
En esas circunstancias, hubo un país que se puso decididamente en vanguardia: Israel. Su industria de «defensa interior», antes casi inexistente, ha crecido tanto desde entonces que ocupa el cuarto lugar mundial entre los exportadores de la industria de defensa. Varios factores contribuyen a ello. Nadie puede negar que en Israel se cultiva y recompensa la imaginación personal, la capacidad investigadora, la inteligencia y el trabajo. También hay que tener presente la hipermilitarización de una sociedad en constante situación de guerra y mentalizada por una institución militar que invade amplios espacios sociales.
Pero estos factores solos no bastarían para justificar tan rápido avance. Según escribe Naomi Klein, periodista e investigadora canadiense de origen judío, en Laboratory for a Fortressed World (Laboratorio para un mundo fortificado), hay que añadir el hecho de que Israel utiliza a los palestinos de los territorios ocupados para experimentar sus innovaciones tecnológicas. Cisjordania y, sobre todo, Gaza son un laboratorio privado donde ensayarlas libremente. Desde la «tecnología de segregación física» (un eufemismo para hablar de los muros y controles del moderno apartheid), pasando por sistemas de vigilancia o de guerra por control remoto, Gaza es un laboratorio del que no puede servirse ninguna otra industria competidora.
Si a esto se une el efecto propagandístico organizado en torno a un Estado rodeado por fieros enemigos que buscan su destrucción, pero que gracias a sus avances tecnológicos sobrevive con éxito, protegido por baluartes infranqueables, es de temer que a las muchas tribulaciones del sufriente pueblo palestino haya que añadir su papel como conejillos de Indias de la industria israelí de «defensa interior». Industria de la que también se ha beneficiado España, al adquirir sistemas de armas fabricados en Israel. ¡Qué enrevesadas son las relaciones internacionales cuando de ellas no se ignoran los ineludibles aspectos morales!
* Alberto Piris es General de Artillería en la Reserva