Traducción de J.M.
En estos días, hace setenta años, los nazis dieron una brutal paliza a los judíos alemanes, a sus negocios y a sus sinagogas, fue un preludio del Holocausto. Paul Oestreicher recuerda el golpe terrorífico de aquella noche.
Un negocio arrasado en Berlín el 17 de noviembre de 1938. Negocios y propiedades de judíos fueron blanco de una feroz muchedumbre nazi durante una noche de vandalismo, conocida como «Kristallnacht» (noche de los cristales N. de. T)
Los berlineses se enfurecieron ese día, 19 años atrás. Había ocurrido lo imposible. El muro se había derrumbado. Era el 9 de noviembre de 1989. Yo no estaba allí. Pero sí estaba en la misma fecha en 1938, 70 años antes. Los alemanes también enloquecieron esa noche. Se soltaron en una orgía de destrucción. Las sinagogas fueron envueltas en llamas. Los negocios de los judíos fueron destruidos y robados. Rodearon a los judíos, les pegaron, algunos hasta la muerte, muchos llevados a campos de concentración. Lo que ocurrió luego eventualmente, era impensable. Esa noche, las calles estaban llenas de cristales rotos. Los alemanes la llamaron «La noche de los cristales rotos», no la noche de los vidrios rotos, sino la noche de los cristales rotos, para simbolizar las «mal adquiridas riqueza judías» que ahora los alemanes les quitarían. No importaban los muchos judíos pobres. No importaba que muchos judíos como mis abuelos eran alemanes tan patriotas como sus vecinos.
Mi padre cristiano, nacido de padres judíos, fue prohibido en 1938, como a todos los judíos les fue prohibido trabajar como médicos. Desde una pequeña ciudad de provincia fuimos a Berlín con un objetivo común con otros miles de judíos en ese momento, de buscar asilo en cualquier lugar lejos del alcance del Hitler. Un niño sólo, de seis años, yo, encontró refugio en cálidas personas no judías, amigas de mis padres. La vida en ese sótano de departamento transcurría en aburrimiento sin horrores. Yo simplemente estaba asombrado de que no me permitieran asistir a la escuela.
Mis padres entraron en la clandestinidad. Mi madre, no judía, resistió la presión de divorciarse de su esposo para salirse de un matrimonio definido por los nazis como rassenschande, deshonra racial. Mi padre, con la esperanza de no ser prendido en la calle, como muchos lo eran, se fatigaba de consulado en consulado, llevando consigo las dos pequeñas cruces de hierro ganadas durante la primera guerra mundial. Con arrepentimiento decía: En l918, como oficial alemán, me escapé de los franceses. Veinte años después, estoy huyendo de los alemanes».
Ahora, una visa era inapreciable. El estado confiscó nuestra cuenta bancaria. No pudimos sobornar de manera de poner a resguardo nuestras vidas. Con esa visa, los alemanes nazis habrían podido dejar partir. Si la Kristallnacht tuvo su propòsito, más allá de la explosión de odio, era echar a los judíos. Pero, más allá de algunos que gozaban de gran riqueza, el mundo no los quería.
El día del gran pogrom, comenzó como cualquier otro. Pero una inusual negociación estaba en reserva. Mi madre vino a llevarme a dar un paseo. Como una no judía, no estaba directamente amenazada. Berlín estaba bañada por un sol otoñal. Caminamos hacia la Tauentzienstrasse, la calle principal de Berlín. Pra mí, la gran ciudad estaba llena de encanto, hasta que golpeó el terror. Los camiones subían en intervalos precisos. Hombres con botas altas empuñando garrotes de madera corrían arriba y abajo por las calles y empezaron a hacer añicos las ventanas de los departamentos y negocios judíos. Mi madre me agarró. Huimos. Rápidamente estuve en un lugar seguro. Mis padres abandonaron Berlín antes del fin del día y fueron ocultados en Leipzig por un compasivo miembro del partido nazi. En tiempos de crisis, las personas no son como aparentan ser.
La búsqueda de asilo se tornaba más desesperada. Nos llevó otros tres meses. Muchos no fueron tan afortunados. Las naciones se encontraron en Evian en el lago de Ginebra para discutir la difícil situación de los judíos alemanes, pero eludieron sus responsabilidades. No se tomó ninguna política efectiva. Finalmente, el delegado australiano fue franco: «nosotros no tenemos problemas raciales y no queremos importar uno». El y otros muchos alrededor del mundo compraron de Hitler su fantasiosa doctrina racial. El antisemitismo no era exactamente una aberración alemana. ¿Por qué deberíamos nosotros importar un problema que los alemanes están tan ansiosos de desprenderse?» A principios de 1939, Gran Bretaña, «sintió que ya había hecho lo suyo». El presidente Roosvelt decidió no incrementar la cuota de ingresos al país.
Nuestras chances se redujeron a Venezuela ó Nueva Zelanda. La actitud del gobierno de Nueva Zelanda era la misma que la de sus vecinos. A los judíos que solicitaban la entrada se les decía explícitamente: «No pensamos que usted pueda integrarse a nuestra sociedad. Si usted insiste en apelar, espere una negativa.» Mi padre insistió. Las barreras eran altas. Aún si tenías un trabajo al cual venir, eran tiempos de altos desempleos, ó si podías asegurarte dos buenos garantes y contar con una suma que alcanzara las dos mil libras esterlinas por cabeza. Pudimos tomar ese ofrecimiento gracias a un notable francés, amigo de un pariente lejano. Esto fue una clase de moneda que no muchos refugiados podían alcanzar. Con un total de l000 alemanes, austríacos y checos judíos, el gobierno de Nueva Zelanda trazó la línea. Fuimos afortunados. Mi abuela, que tenía la esperanza de seguirnos, no lo fue. Fue demasiado tarde. No sobrevivió al Holocausto. Como muchos otros, ella se decidió por el suicidio en vez de la travesía en vagones de ganado hacia Auschwitz. Gran Bretaña, gracias a un grupo de persistentes lobbistas, a último momento aceptó permitir el ingreso de un buen número de niños judíos. La mayoría no vería nuevamente a sus padres. Su contribución a la vida británica fue significativa, ahora que las historias de los transportes de niños son contadas.
Yo cuento mi historia en este aniversario no por un interés histórico ó personal, sino porque hace foco puntualmente lo lejos que están de una actitud humanitaria Gran Bretaña, la Unión Europea y muchas otras partes ricas de Europa con los que demandan asilo actualmente. Es cierto, hoy hay convenciones internacionales que no existían en 1938, pero raramente son obedecidos en espíritu ó letra. El sentimiento alemán «échelos afuera» mostró el camino en Gran Bretaña y en varios otros lugares de Europa para «mandarlos devuelta», a veces para más persecuciones ó la muerte. Las lecciones que da la historia raramente se aprenden.
El Dr Peter Selby, presidente del Consejo Nacional de monitoreo independiente, escribió con un enojo justificado sobre su experiencia en los centros de expulsión británicos en puertos y aeropuertos, que son prisiones completas, menos en el nombre. Encerramos a niños, separados de sus padres, que permanecen detenidos por tiempo indeterminado, y muchos salen enfermos de estas experiencias. Aquellos que apelan por políticas inmigratorias más duras, como la Frank Field’s Migration Watch, son responsables, escribe Selby, de los instrumentos coercitivos -la indigencia y la detención- que ya están siendo utilizados y aún se incrementará para hacerlas cumplir. Esto no es totalmente 1938, pero estamos preocupantemente cerca.
Y una más triste consecuencia de esta historia de impiedad antijudía es que muchos de los sobrevivientes que huyeron a Palestina hicieron esto a expensas de la población local, los palestinos, la mitad de los cuales fueron conducidos al exilio y sus pueblos destruidos. Sus hijos y los hijos de sus hijos viven en los campos de refugiados y que ahora es un aspecto que se encuentra en punto muerto en el conflicto israelopalestino y que envenena al Islam y amenaza la paz del mundo: todo es consecuencia del terror nazi e indirectamente de las persecuciones del mundo cristiano al pueblo judío durante varias centurias.
Con el temor como alimento en los huesos de los judíos, es trágico que hoy muchos israelíes dicen de los palestinos lo que los alemanes decían de ellos: «la única solución es echarlos». Es incomprensible esta reacción, cuando era inaceptable para los judíos. Así se siembran las semillas de otro pueblo víctima de un holocausto. Cuando en l930, el derechista reverendo George Bell, obispo de Chichester, rogaba en vano por un activo apoyo británico a la oposición alemana a Hitler, muchos lo acusaron de ser anti alemán. En verdad, era lo opuesto. El no consideró a todos los alemanes cortados por el mismo patrón. Hoy, todos aquellos que ofrecemos nuestra solidaridad a la minoría israelí que trabaja -en gran soledad- por la justicia del pueblo palestino, somos frecuentemente acusados de ser antisemitas. Lo opuesto es la verdad. Es un paralelismo bien trágico.
El 9 de noviembre es una fecha profundamente grabada en la historia de Alemania. Ese día, en l918, el Kaiser abdicaba. Alemania había perdido la primera Guerra mundial. Cinco años después de ese día, seguidores de Hitler fueron tiroteados en las calles de Munich. Cada año los nazis celebran a sus mártires. Luego vino 1938: Kristallnacht. El monumento conmemorativo de Berlín, así como en muchos en otras de ciudades y pueblos de Alemania, donde antes había una sinagoga, hoy son los mudos testigos de lo que empezó ese día. Pero la relevancia y la vergüenza de ese día se extienden más allá de los que prendieron fuego a las sinagogas. Quiénes son, es necesario preguntarnos, hoy las víctimas, tanto cercanas como lejanas, y cuál es nuestra responsabilidad.
El canónigo Dr. Paul Oestreicher, es un ex presidente de Amnistía Internacional del Reino Unido
http://www.guardian.co.uk/world/2008/nov/04/germany-secondworldwar