¿Por qué lanzar una incursión devastadora [en el campo de refugiados y refugiadas de Jenin, el 26 de enero], para atacar a algunos grupos de militantes pero hiriendo a innumerables civiles, cuando se ha demostrado que ese método exacerba en lugar de contener la violencia? ¿Qué sentido tiene amenazar a las y los militantes con demoliciones de viviendas cuando miles de personas inocentes, incluidas las propias familias y vecinos de los militantes, están igualmente amenazadas con el mismo destino? ¿Por qué poner armas en manos de más civiles cuando ya hay un residente, soldado, oficial de policía o guardia de seguridad armado en cada calle?
La mayoría de los israelíes no se molestaron en hacer estas preguntas cuando el ejército allanó el campamento de refugiados de Jenin el jueves por la mañana y mató a 10 personas mientras causaba una destrucción masiva. Ciertamente tampoco querían plantearse estas preguntas al día siguiente, cuando un joven palestino mató a siete israelíes en el asentamiento de Neve Yaakov en Jerusalén Oriental o cuando un niño palestino de 13 años más tarde atacó e hirió a dos colonos israelíes en el barrio de Silwan. Y apenas plantearon esas preguntas cuando, como es costumbre, el primer ministro Benjamin Netanyahu anunció las medidas habituales del gobierno para «disuadir» nuevos ataques, desde castigar a los familiares de las y los militantes hasta aprobar más licencias de armas y construir más asentamientos [colonias].
Para muchas y muchos israelíes, lo mejor es evitar tales reflexiones sobre las respuestas habituales de sus líderes para preservar una visión del mundo simple y rígida: las y los palestinos nos odian sin razón, nos atacan sin motivo, por lo que no tenemos más remedio que aplastarles. Las y los israelíes más críticos pueden por el contrario lamentarse con el desgastado aforismo de un «ciclo de violencia», tratando de establecer cierta paridad moral de responsabilidad y daño entre las dos partes.
Pero aquí no hay «ciclo». De la violencia estructural a la física, la violencia es una experiencia constante y diaria para las y los palestinos, y mucho menos para las y los israelíes judíos. Pocos medios de comunicación, por ejemplo, gastaron tinta en el hecho de que alrededor de 30 palestinos ya han sido asesinados el mes pasado, y si lo hicieron, solo se invocó a la luz de los asesinatos de israelíes el fin de semana pasado. Muchos israelíes no habrían oído que, el sábado por la noche, los colonos prendieron fuego y destruyeron propiedades palestinas en toda la Cisjordania ocupada, un pretendido “precio que hay que pagar» que, por otra parte, ya se inflige a las aldeas cada semana. Sin embargo, gracias a la jactancia de los funcionarios del gobierno, pueden haber visto que las fuerzas israelíes están demoliendo actualmente múltiples casas en los barrios palestinos de Jerusalén, sin importar si los propietarios tienen o no alguna conexión con los recientes asesinatos.
El mito según el cual la violencia perjudica por igual a palestinos e israelíes oculta aún más el hecho de que una parte en realidad tiende a beneficiarse de este «ciclo» a expensas de la otra. La violencia es tanto un medio como un pretexto para que las autoridades territoriales israelíes destruyan los barrios palestinos y expandan los asentamientos judíos, como está sucediendo ahora en Jerusalén; o para que los políticos israelíes, incluidos Netanyahu e Itamar Ben Gvir, muestren a sus electores que están convirtiendo su retórica agresiva en acción; o para que los hasbaristas [defensores de la defensa propagandista y “explicativa” de la política israelí frente a cualquier tipo de puesta en cuestión] conciten simpatía internacional detrás de Israel y sus acciones militares; o para el público israelí de convencerse de que un régimen etno-nacionalista [referencia a la ley sobre el Estado-nación del pueblo judío adoptada en julio de 2018] está justificado y es necesario.
Estos frutos de la violencia, en pocas palabras, se derivan de la asimetría flagrante del poder que se encuentra en el corazón de este supuesto «conflicto». Con recursos masivos e impunidad perpetua, una parte es capaz de aislarse física y psicológicamente de las formas inhumanas con las que domina a la otra. Por lo tanto, las y los palestinos se ven obligados a vivir bajo el peso de ser considerados “asesinables», dicho de otra forma, objetos anónimos y desechables a los que se les puede infligir cualquier violencia sin pestañear. Es revelador que la conciencia internacional de la muerte y el sufrimiento palestinos, si la hay, a menudo depende de que se haga algún daño al otro lado; desde la cobertura de los principales medios de comunicación hasta las condolencias de los diplomáticos, las y los israelíes siempre son lo primero.
Este desequilibrio de fuerzas se encuentra en el corazón de una diferencia fundamental en la forma en que cada parte tiende a hablar sobre la violencia del otro: cuando las y los palestinos ponen de relieve la brutalidad israelí, están exigiendo el fin de su opresión; cuando los israelíes señalan la violencia palestina, generalmente es para justificar esa opresión. Es otro eslabón de la cadena que las y los palestinos están tratando de romper: la percepción internacional según la cual su vida solo cuenta si su colonizador lo decide [sin siquiera mencionar la inexistencia de millones de personas palestinas, de facto apátridas, que residen en campos de refugiados y refugiadas].
Amjad Iraqi es editor y escritor de la revista +972. También es analista de políticas en el think tank Al-Shabaka, y anteriormente fue coordinador de defensa en el centro legal Adalah. Además de +972, sus escritos han aparecido en la London Review of Books, The Nation, The Guardian y Le Monde Diplomatique, entre otros. Es un ciudadano palestino de Israel, residente en Haifa.
Traducción: Faustino Eguberri para viento sur (del francés A l’encontre)
Fuente: https://vientosur.info/el-mito-del-ciclo-de-la-violencia/