Traducción de Manuel Talens
Contrariamente a sus hermanos y hermanas cosmopolitas, que difunden el sionismo y el racismo tribal bajo un disfraz liberal y progresista, Melanie Philips no esconde sus cartas. Hace unos días definió claramente lo que es el sionismo:
«El sionismo», escribe Philips, «es simplemente el movimiento para la autodeterminación del pueblo judío y su significación es mayor que la de cualquier otro movimiento de liberación nacional, porque el judaísmo se asienta sobre tres patas, el pueblo, la religión y la tierra. Si le cortan una al negarle legitimidad, se desploma. Por eso, el antisionismo es mucho más que una incómoda posición. Es un ataque directo al judaísmo.»
Philips no permite conjeturas. Para ella, no sólo el sionismo es un movimiento nacional legítimo, sino que «su significación es mayor que la de cualquier otro movimiento» por el hecho de apoyarse en «tres patas». Si uno lo piensa, eso de apoyarse en tres patas tiene su importancia. Yo, por ejemplo, sólo me apoyo en dos y en poco más. A veces, desnudo frente al espejo, me encantaría ser el sionismo.
Tal como afirma Philips, el sionismo es una amalgama de tres ingredientes judíos: el pueblo, la tierra y la religión. Son estos ingredientes los que lo convierten en un victorioso relato ético. Es esa mezcla lo que transfiguró al sionismo en el identificador simbólico colectivo del pueblo judío en el siglo XX. Es el sionismo lo que se las ha arreglado para reinventar al pueblo judío como una nación con una lúcida aspiración ideológica, espiritual y geográfica. Pero si bien el sionismo tiene sentido para muchos judíos en todo el mundo, cada vez lo tiene menos para aquellos que no lo adoptan, es decir, el resto de la humanidad. La razón es muy sencilla: los judíos están en su derecho, si lo desean, de celebrar colectivamente sus síntomas, pero no tienen derecho alguno a hacerlo a expensas de los demás.
El sionismo se las ha arreglado para interpretar el judaísmo como una brutal licencia que les permite robar y matar. Transformó un texto espiritual -la Torá- en un registro notarial. Inventó a los judíos como nación y, luego, le impuso a la recién nacida nación una inmoral apetencia geográfica con devastadoras implicaciones racistas y coloniales.
Vale la pena preguntarse cómo fue que el sionismo alcanzó tal éxito, cómo se las arregló para asesinar con impunidad y cómo ha logrado seguir asesinando durante tanto tiempo. A fin de cuentas, la mezcla letal de «tierra, religión y pueblo» es totalmente contraria al discurso cultural y político occidental de la posguerra, cuyos ingredientes son más bien «cosmopolitismo, multiculturalismo, multirreligiosidad y fronteras abiertas».
Soy de la opinión que la ecuación de Philips, a saber, «sionismo es igual a judaísmo», es la táctica sionista más eficaz posible, porque paraliza la mayor parte de las oposiciones humanistas al sionismo. La razón es bien obvia: los seres humanos éticos ordinarios no saben cómo arreglárselas con esa endiablada fórmula que los lleva a criticar un sistema de creencias religiosas.
Una manera de evitarlo consiste en negarse a aceptar la ecuación de Philips: «sionismo no equivale a judaísmo», sino que es más bien una estrecha interpretación del judaísmo que recupera el depredador discurso bíblico y lo convierte en una práctica diaria; que se apodera de la noción moral judaica de «pueblo elegido» y la convierte en un crudo programa supremacista. Más que el judaísmo, lo que el sionismo representa es el rostro genuino de la ideología judía. Es racista, chovinista, tiene sed de poder; pero es distinto del judaísmo, porque el judaísmo gira en torno al temor de Dios, mientras que el sionismo no tiene miedo a nada ni a nadie. Por eso, es justo decir que oponerse al sionismo es oponerse a la ideología judía o a eso que yo defino como «judeidad».
Hay que considerar que el sionismo se considera a sí mismo como un movimiento nacional ilustrado. Hasta cierto punto, como ideología y praxis, trata de conocerse a sí mismo, busca explicaciones o, al menos, justificaciones racionales e históricas (nunca éticas). Debo añadir que la argumentación que ofrece Melanie Philips es coherente. Según ella, «eso es lo que somos», así que si nos lo quitan nos están privando de nuestra razón de ser.
Creo que el marco en el que se sitúa Philips es correcto; lo que resulta ligeramente confuso es la terminología que utiliza. Sionismo no es equivalente a religión judía: la vinculación intrínseca tiene lugar más bien entre sionismo y judeidad. Si de verdad queremos oponernos al sionismo, de inmediato nos vemos inmersos en un conflicto inevitable con la ideología judía. Oponerse al sionismo es admitir que tenemos serias diferencias con el nacionalismo judío, con el tribalismo judío, con la ideología racista judía, con la supremacía judía y con el colectivismo judío. Oponerse al sionismo es admitir no nos gustan esas cosas que destila «lo judío».
Sin embargo, preciso es señalar que si sionistas como Philips pueden sugerir la equivalencia entre sionismo y judaísmo, quienes se oponen al sionismo no deberían poner reparos a hacer exactamente lo mismo, pero desplazando la crítica del sionismo hacia la ideología judía y a lo que de ella se desprende.
Ya lo he dicho muchas veces en escritos anteriores: en la práctica, son los disidentes sionistas e israelíes quienes parecen hacer avanzar el discurso antisionista. La razón es muy sencilla: los disidentes israelíes no dudan en exponer su pasado colectivo o reflexionar sobre él. Contrariamente a los izquierdistas tribales judíos de la diáspora, siempre dispuestos a rechazar cualquier complicidad con los crímenes israelíes alegando que «no en mi nombre», algunas voces disidentes israelíes admiten su responsabilidad directa en ellos. Penetran en la noción de culpabilidad y la convierten en responsabilidad.
Hace un mes, el periódico Haaretz publicó un artículo de Uri Avnery en su edición especial dedicada al Día de la Independencia de Israel. «Living With The Contradiction» fue el intento, por parte de un humanista israelí, de enfrentarse a su propio pecado original desde una perspectiva histórica.
Avnery es un ensayista extraordinario. Aunque suelo estar en desacuerdo con él en ciertas cosas, reconozco que no deja de representar la voz de la razón en ese Estado perverso. Contrariamente a Melanie Philips, que apoya al sionismo desde la lejanía, Avnery formó parte de un comando en 1948. Estuvo personalmente implicado en la creación de Israel. «Sabíamos que si ganábamos la guerra habría un Estado y que si nos derrotaban no lo habría, ni tampoco viviríamos para contarlo».
Contrariamente a Melanie Philips, que habla de «una tierra», Avnery fue uno de los que invadieron esa tierra y expulsaron a sus habitantes.
«No dejamos ni un solo árabe dentro de nuestras fronteras y los árabes hicieron lo mismo», dice Avnery. Y, sin embargo, contrariamente a Philips, él se da cuenta de que la mezcolanza sionista de «pueblo, tierra y religión» conduce al desastre. El pecado original israelí no es precisamente una fórmula que lleve hacia la paz.
Se pregunta: «¿Cómo podríamos, pues, armonizar la contradicción entre nuestras intenciones y sentimientos de aquella época -cuando establecimos el Estado y, para decirlo sin rodeos, lo pagamos con nuestra sangre- y la injusticia histórica que infligimos a nuestros adversarios?».
Y continúa: «Nuestra salud mental como nación y como seres humanos lo necesita y ése sería el primer paso hacia una futura reconciliación. Debemos admitir y reconocer las consecuencias de nuestras acciones y reparar lo que sea reparable, sin renegar de nuestro pasado ni de nuestra inocencia juvenil.» Avnery se esfuerza por explicar, no por justificar, el pecado de 1948, pero aspira a la reconciliación. Comprende perfectamente que el Estado judío corre a su fin a menos que se enfrente a su pasado.
Ya me gustaría a mí que quienes ofrecen su contribución al discurso de la solidaridad con Palestina tuviesen la misma valentía de Philips y Avnery. Quisiera que, al igual que hace Philips, nosotros tuviésemos la valentía de identificar sionismo con judaísmo para poder utilizar dicho emparejamiento como contraposición crítica. Me gustaría que considerásemos la Nakba como Avnery, con miedo, y de ello sacásemos la única conclusión posible: el derecho al retorno.
Fuente: Palestine Think Tank – The Three-Legged Monster
Artículo original publicado el 25 de mayo de 2009
Manuel Talens es miembro de Rebelión y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y la fuente.