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Reseña de “Cárceles en llamas” (Virus), de César Lorenzo Rubio

El movimiento social de los presos en la Transición

Fuentes: Rebelión

Un Real Decreto-Ley de 30 de julio de 1976 supuso la excarcelación de una parte de los presos políticos (los considerados menos «conflictivos», al no pesar sobre ellos la acusación de «terrorismo») y los objetores de conciencia al ejército. Pero sumió en la frustración a los presos «comunes», al verse fuera de la disposición legal. […]

Un Real Decreto-Ley de 30 de julio de 1976 supuso la excarcelación de una parte de los presos políticos (los considerados menos «conflictivos», al no pesar sobre ellos la acusación de «terrorismo») y los objetores de conciencia al ejército. Pero sumió en la frustración a los presos «comunes», al verse fuera de la disposición legal. Un grupo de internos de la cárcel de Carabanchel levantó la voz frente al olvido. No fue en un lugar al azar. El complejo penitenciario madrileño (conocido simplemente como Carabanchel) era el mayor del estado por número de presos (1.200 de media por esos años). Al conocerse el contenido del Decreto, un grupo de presos lanza octavillas, se forman corros y se llama a la «huelga de talleres». Se organiza además una «sentada» en el patio para reclamar la presencia del director de la macrocárcel. Así es como empieza la primera protesta de internos tras el anuncio de la amnistía política de Suárez.

Prolijo y claro a la vez, extenso y riguroso, el libro de César Lorenzo Rubio «Cárceles en llamas. El movimiento de presos sociales en la transición» (Virus) recorre en 415 páginas la situación de los penales españoles durante la transición y el movimiento social (dentro y fuera de los muros) que luchaba por la dignidad de los encarcelados. Para la investigación, el autor ha entrevistado a expresos de la Coordinadora de Presos en Lucha (COPEL), uno de los principales actores presentes en el libro, y abogados que los apoyaron, además de revisar archivos, fondos documentales y expedientes carcelarios. César Lorenzo Rubio ha participado también en la obra colectiva «El siglo de los castigos. Prisión y formas carcelarias en la España del siglo XX».

El grupo de internos de Carabanchel se encaramó al tejado e hizo visibles unas sábanas en las que, a modo de pancarta, podía leerse «Amnistía Total». Allí pasaron la noche, acosados por los antidisturbios. Finalmente abandonaron la protesta, ya que se les aseguró que no habría represalias. Pero 24 horas después y de madrugada, entre 70 y 300 presos fueron conducidos por la fuerza a celdas de castigo en la misma prisión de Carabanchel y en el penal de Ocaña.

El núcleo fundador de la Coordinadora de Presos en Lucha (COPEL) radica en Madrid, pero se fue extendiendo a otras prisiones, como la Modelo de Barcelona, donde llegaban presos con noticias de Carabanchel (los traslados, con los que la Administración pretendía cercenar la protesta, contribuyó a extenderla). Se reivindicaba fundamentalmente la amnistía aunque, al poco tiempo, se empezaron a ver en los escritos llamamientos a la desobediencia combativa. La marcha de la COPEL y del movimiento, explica César Lorenzo Rubio, «no responde a una estrategia de crecimiento predefinida o planificada, sino que se modula día a día en función de los envites y presiones que las autoridades ejerzan en su contra para intentar neutralizarla». Asumen, además, la denominación de presos «sociales» (en lugar de «comunes»), con lo que abiertamente rechazan la consideración de simples delincuentes.

Los presos recibieron el caluroso apoyo todo el tiempo de la Asociación de Familiares y Amigos de Presos y Expresos (AFAPE), un grupo sobre todo de madres que con el desprendido asesoramiento de un puñado de abogados penalistas de Madrid, denunciaron la situación de sus hijos en los penales. «Madres y abogados fueron los colectivos que más y más pronto se implicaron», señala César Lorenzo Rubio. Al margen de este colectivo, el vínculo más consistente se estableció con la CNT.

El 14 de marzo de 1977 Suárez firmó un Decreto de Amnistía que amplió la anterior con fecha 30 de julio, y que benefició a 220 presos políticos (aunque sólo 125 la podían disfrutar plenamente). En cuanto a los presos «sociales», la COPEL manifestó su rechazo al indulto de la cuarta parte de la condena, condicionado a que en un periodo de cinco años no se reincidiese, tal como se estableció. Se hizo, por tanto, un llamamiento a intensificar la unidad y la lucha. La coordinadora ya se extendía en ese momento a las cárceles de Burgos, Barcelona, Ocaña, Zamora, Cartagena, Córdoba y Puerto de Santa María, además del núcleo inicial en Madrid. Se dio entonces una consigna clara: reivindicar la amnistía total mediante instancias, huelgas y autolesiones de un número cada vez mayor de presos.

El capítulo quinto del libro («La plasmación del problema») se corresponde con la segunda mitad de 1977, «el periodo álgido de las protestas carcelarias». El autor resume su importancia: «En sólo unos meses se produjeron más motines, plantes y huelgas de hambre que en todos los años de la dictadura juntos; la COPEL, una organización de presos creada pocos meses atrás, encabeza un movimiento contestatario que vive sus mejores momentos, cohesionado en torno al liderazgo que ejercen sus miembros en Carabanchel, quienes darán a conocer de forma espectacular a la sociedad la problemática de los presos». El 18 de julio de 1977.

Para entender lo que ocurrió, es necesario rescatar dos antecedentes además de las elecciones legislativas de junio de 1977. En primer lugar, un fenómeno que se añadía a las reivindicaciones de los presos: las demandas de los funcionarios de prisiones, que protestaban por sus condiciones laborales y los magros ingresos salariales; y, además, la aparición de varios grupos que vindicaban acciones de sabotaje en apoyo a los presos sociales. Las últimas actuaciones de la COPEL habían tenido un resultado escaso ante la opinión pública y la elite política. Por eso, el núcleo duro de la organización se propuso un golpe de efecto el 18 de julio de 1977: un motín que se iniciara en Carabanchel y se extendiera por otras prisiones del estado.

Estalla efectivamente el motín en la macroprisión madrileña, que llama la atención de la calle, y la COPEL formula en un comunicado las mismas demandas que en otras ocasiones: amnistía total, reforma del Código Penal, supresión de las jurisdicciones especiales, reforma penitenciaria, regreso de los trasladados, respeto por los derechos humanos, etcétera. Se suceden, tal como informaba la prensa de la época, amotinamientos más o menos importantes en Málaga, Zamora, Valencia, Valladolid, Almería, Oviedo y Zaragoza. En Madrid hubo 700 presos amotinados, según el Ministerio de Justicia. El 20 de julio la acción se amplía a Palma de Mallorca, Sevilla, Burgos, Badajoz, Santa Cruz de Tenerife, Barcelona… «Las cárceles de toda España eran una gran pira donde se quemaban colchones, puertas y cualquier otro utensilio disponible», señala César Lorenzo Rubio.

El cuarto día se dispersó a los concentrados en el entorno de la cárcel de Carabanchel. A los internos se les disparó gases lacrimógenos desde un helicóptero y desde edificios anexos, lo que se agregó a los disparos con balas de goma. El Ministerio del Interior se hizo cargo de la represión. Las fuerzas antidisturbios agujerearon con dinamita el techo de la galería y, ya en las azoteas, sacaron a porrazos y culatazos a los reclusos más resistentes. El autor de «Cárceles en llamas» recoge el testimonio de Manuel Martínez, uno de los participantes en la protesta: «en aquel motín hubo varios muertos, algunos se cayeron desde el tejado, y varios heridos de bala, lo que pasa es que la prensa no dijo nada, claro». El País y Avui se refirieron a «la batalla de Carabanchel»; Diario 16 habló de «guerra».

Cesar Lorenzo Rubio define la coyuntura como «un punto de inflexión fundamental en el movimiento de presos sociales». Porque, agrega, supuso «el final de la circunscripción de la COPEL al interior de los muros de Carabanchel y su extensión definitiva al grueso de las prisiones por los traslados y la publicidad que le dieron los medios; y, del mismo modo, el inicio del periodo más conflictivo en las cárceles españolas, cuya duración se alargará un año y durante el cual la existencia de un «problema penitenciario» resultará innegable y preocupante para la clase política».

El 14 de octubre de 1977 las Cortes aprobaron la Ley de Amnistía que, explica el autor de «Cárceles en llamas», «benefició por igual a los que se habían opuesto a la dictadura y a los que se opusieron a la democracia, como el ultraderechista Jorge Cesarsky, asesino del estudiante Arturo Ruiz». Para los presos «sociales», una nueva frustración. Motines en Barcelona, Málaga, Granada, Sevilla, Zaragoza…Durante el otoño de 1977 se sucedieron protestas en las cárceles (huelgas de hambre, autolesiones, motines, etcétera) cada vez con mayor intensidad, sobre todo cuando estalló el motín de la Modelo de Barcelona. En la opinión pública cundió la idea, a raíz de estos hechos, de que existía realmente un «problema penitenciario».

Uno de los sucesos que marcó de negro la Transición en las cárceles fue el asesinato en marzo de 1978 de un joven preso de Carabanchel adscrito al movimiento libertario, Agustín Rueda. El autor dedica a su figura el capítulo 7 del libro («Otra semana negra»). «Al ingresar en prisión, Rueda ejemplifica a la perfección la buena sintonía entre presos de la COPEL y militantes autónomos libertarios, al considerarse ambos colectivos víctimas del sistema». De hecho, «se implicó a fondo en las reivindicaciones de los presos sociales, haciéndolas suyas y participando en varias huelgas de hambre». Agustín Rueda murió víctima de una golpiza propinada en las celdas de aislamiento de Carabanchel por funcionarios de la prisión, después que se le descubriera dentro de un túnel habilitado para la fuga con dos internos del GRAPO. Al día siguiente, familiares y abogados de la AFAPE convocaron una rueda de prensa para denunciar los hechos, pero la policía no lo permitió: se practicaron 22 detenciones por «propaganda ilegal».

El asesinato de Agustín Rueda no se pudo silenciar. A los pocos días figuraba en las portadas de los periódicos. El gobierno ordenó la destitución de los responsables de Carabanchel y el juez decretó la prisión incondicional para el subdirector, el jefe de servicios y varios funcionarios. Sin embargo, el juicio se retardó una década y se saldó con penas (en el mayor de los casos) de 6 años de prisión menor, que no llegaron a cumplirse; y una indemnización de 5 millones de pesetas (que también se eludió por razones de insolvencia). La conclusión de César Lorenzo Rubio: «Puede que Rueda tuviera sólo mala suerte -lo pillaron en el momento equivocado en el lugar equivocado-, pero se topó con unos funcionarios acostumbrados a administrar el castigo a su antojo en su caso particular, y eso no fue mala suerte, sino una práctica mucho más habitual de lo que llegó a trascender a la opinión pública».

En respuesta a la muerte de Agustín Rueda en la prisión, los GRAPO reivindicaron el asesinato del director general de Instituciones Penitenciarias, Jesús Haddad. A éste, acribillado en su coche oficial el 22 de marzo de 1978, le sustituyó como máximo responsable de las prisiones un abogado que, por su historial democrático (fue sancionado en dos ocasiones por el TOP franquista), representaba una línea «aperturista» pero que duró poco tiempo. Su nombre, Carlos García Valdés. El «aire fresco» y los buenos propósitos terminaron cuando 45 presos de la cárcel Modelo de Barcelona se dieron a la fuga. «Fue un episodio controvertido y polémico -matiza César Lorenzo Rubio- desde el mismo día en que se produjo, por cómo había sido posible una evasión tan masiva sin la complicidad o, como mínimo, la manifiesta pasividad de la plantilla de funcionarios». El objetivo era, supuestamente, desprestigiar la «apertura» impulsada por García Valdés con el fin de generar alarma social y forzar un viraje hacia la línea «dura». A partir de la fuga, el nuevo director general «encabezó una agresiva campaña destinada a decapitar a la COPEL e impedir la reproducción de acciones de protesta. Lo logró, en parte, a partir de aquel verano, cuando se puede empezar a hablar del fin del movimiento de presos sociales».

García Valdés resumió de este modo el viraje: «habrá más vigilancia y más cacheos». A la huida de la cárcel barcelonesa siguieron protestas, altercados y episodios violentos en otras prisiones, y túneles en muchas de ellas que imitaban el precedente de la Modelo. Todo ello pese a la presencia de las fuerzas antidisturbios en las cárceles. Ahora bien, para valorar adecuadamente el potencial del movimiento y su capacidad de lograr victorias, el autor de «Cárceles en llamas» pone el énfasis en un aspecto: las dificultades para la unidad de acción. El carácter «no uniforme» y «ambiguo» de la lucha de los presos. La COPEL no era, de hecho, una organización estructurada ni contaba con cargos (aunque su condición heterogénea impide afirmar rotundamente cualquier aspecto). Un antiguo preso de la cárcel de Valencia lo resume así: «esto de ser de COPEL era muy relativo. En realidad eran grupos de gente cualquiera en un momento determinado».

César Lorenzo Rubio se refiere en el capítulo 9 a una «reacción termidoriana» frente a la oleada de fugas, autolesionados, huelgas, motines y muertos. El gobierno concedió una importancia no menor a la renovación de las prisiones y, en especial, a la más señera de todas: la prisión de máxima seguridad de Herrera de la Mancha (la primera en el estado español, construida al estilo de otras similares en el mundo anglosajón, Francia o Alemania). En suma, las medidas adoptadas por la Dirección General de Instituciones Penitenciarias en el verano de 1978 reforzaron el control sobre las prisiones. Unas medidas, según García Valdés, «que han contribuido a aminorar la conflictividad en nuestros centros».

Pero de otro modo caracteriza las reformas el preso Manuel Martínez: «Por un lado nos secuestraron. A los que despuntábamos un poco más, ¡zas!, nos sacaban a las cinco de la mañana con un esparadrapo en la boca, los ojos vendados, las manos a la espalda, sin nuestra ropa, nos daban un mono lleno de polvo, nos daban zotal y nos rapaban el pelo. A los que veían así más cabecillas nos separaron, nos llevaron por todos lados a Santoña, al Puerto, a Burgos… y a los otros les dieron su vis a vis, los hincharon a permisos y así los contentaron. Divide y vencerás». Ciertamente, como aseguraban los presos en cartas y comunicados, medidas como el régimen celular marcado por las restricciones de movimiento y comunicación, o la presencia de la policía en las prisiones, además de la política de permisos, habían minado la resistencia de los presos. Pero también se debilitó el apoyo que recibían en la calle. Por último, en «la agonía de la COPEL» influyó asimismo el clima de «inseguridad ciudadana», propalado por el gobierno y los medios de comunicación, ligado a un incremento de los delitos comunes.

El consumo de drogas, singularmente la heroína, estaba detrás de muchos de estos delitos, al tiempo que marcaba una etapa nueva en la intrahistoria de las prisiones. «Además de incrementar espectacularmente el índice de presos en los años siguientes», aparecieron en las cárceles bandas dedicadas a la distribución y venta de drogas, lo que actuó como barrera para la solidaridad entre presos. Se mataba por una dosis. A medio y largo plazo, explica César Lorenzo Rubio, «fue causa de verdaderas sangrías humanas por las deficientes condiciones higiénicas asociadas a su consumo intravenoso: no faltaba droga, faltaban jeringas y agujas -chutas-, por lo que no fue extraño que centenares de reclusos de una misma galería las compartiesen, o se fabricasen rudimentariamente las suyas propias con los escasos materiales a su alcance. Todo ello comportó la retransmisión del SIDA, la hepatitis y otras enfermedades que resultaron mortales».

En los primeros meses de 1979, incluso antes en muchas cárceles, se produce el final de la COPEL. A ello contribuyen múltiples factores: el caos y la violencia en las grandes prisiones de preventivos (aspectos no ajenos al aumento en el consumo de drogas), la escasez de personal y la penosa situación de los centros penitenciarios; o la reclusión de los presos más combativos en departamentos celulares de Burgos, Ocaña o el Puerto. Sin que ello signifique el final de las reivindicaciones ni tampoco de los conflictos en las prisiones.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.