Traducido del inglés para Rebelión por Carlos Sanchis y revisado por Caty R.
Un amigo mío de Varsovia me habló de un periodista que visitó Israel por primera vez. A su retorno informó con gran excitación: «¿Sabéis qué he descubierto? ¡En Israel también hay judíos!»
Para este polaco los judíos son personas que llevan un largo caftán y un gran sombrero negros. En casi todas las tiendas de souvenirs de Polonia, pequeñas figuritas así se exhiben junto con otras clásicas como la del noble, el artesano y el campesino.
Esta distinción entre israelíes y judíos no nos habría sorprendido a ninguno de nosotros hace 50 años. Antes de la fundación del Estado de Israel nadie hablaba de un «Estado judío». En nuestras manifestaciones coreábamos: «¡Inmigración libre!, ¡Estado hebreo! En casi todas las citas de los medios de comunicación de entonces aparecen las dos palabras «Estado hebreo», casi nunca «Estado judío».
En la escuela adquirimos un ardiente amor por el país, la lengua y la Biblia (que consideramos el libro clásico de literatura hebrea). Aprendimos a mirar con desdén -o algo peor- la vida judía en la diáspora. (Todo esto, desde luego, antes del Holocausto.)
En 1933 viví durante medio año en Nahalal, el legendario pueblo comunal. Al verlo la primera vez me maravillé en la casa consistorial comunal, la planta procesadora de leche y la gran escuela agrícola para muchachas (en la que Moshe Dayan era el único alumno varón). Por curiosidad pregunté por la sinagoga y me mostraron una choza de madera desvencijada. «Esto es para los viejos, » me dijo compasivamente uno de los muchachos locales.
Uno no puede entender que pasó desde entonces sin saber que en aquella época casi todos creíamos que la religión judía estaba a punto de desaparecer, junto con los viejos de habla yidis que todavía se aferraban a ello. Pobres viejitos. Si alguien hubiera pronosticado que la religión iba a dominar el Estado futuro, la gente se habría reído.
El sionismo fue, entre otras cosas, una rebelión contra la religión judía. Nació en pecado; el pecado del nacionalismo laico que había barrido Europa después de la revolución francesa.
El sionismo se rebeló contra la Halajá (la ley religiosa) que prohíbe a los judíos «ascender» al santo país en masa. Según el mito religioso, Dios exilió del país a los judíos como castigo por sus pecados, y sólo Dios tenía el derecho de retornarlos. Por ello, prácticamente todos los rabinos importantes -tanto los del jasidismo como sus oponentes- maldijeron a los fundadores del sionismo. (Está de más decir que estas maldiciones -algunas muy jugosas- no aparecen en libros de texto israelíes.)
Antes de todas las investigaciones internacionales anteriores a la creación del Estado aparecieron delegaciones de judíos ortodoxos con el fin de oponerse a las delegaciones sionistas.
Pero David Ben-Gurion, que se negó a llevar la kipá, incluso en los funerales (donde la mayoría de ateos la llevan como una deferencia hacia las creencias de los demás), pensó que valía la pena conseguir que los ortodoxos se unieran a su coalición de gobierno. Por consiguiente les prometió liberar a unos centenares de estudiantes de las yeshivas (seminarios religiosos) del servicio militar obligatorio y pagar sus estudios y manutención de modo que no estuvieran obligados a trabajar para ganarse la vida.
Las consecuencias fueron inesperadas. Ese pequeño gesto ha alcanzado proporciones monstruosas. En la actualidad se podrían formar varias divisiones del ejército con esos evasores del deber del servicio militar. Ahora constituyen el 13% del cupo anual de los llamados a filas. Además el 65% de todos los ciudadanos varones ortodoxos no trabajan en absoluto, por lo que se alimentan de las arcas públicas.
La situación es absurda: el Estado está pagando por el mantenimiento de una grande y creciente población de parásitos blindados en la Torá que socavan el Estado. El Estado paga a cientos de miles de jóvenes religiosos con el fin de mantenerlos -Dios lo prohíbe- sin trabajar. Les paga generosos subsidios por lo que pueden procrear cada vez más hijos (de 5 a 15 por familia), muchos de los cuales tampoco estarán obligados a trabajar ni a servir en el ejército. Se puede calcular exactamente cuándo se derrumbará la economía, junto con el Estado del bienestar y el «ejército de los ciudadanos», basado en el servicio militar obligatorio.
Todo el fenómeno es una auténtica invención israelí. Por todo el mundo los judíos ortodoxos trabajan como los demás. Durante una de nuestras visitas a Nueva York queríamos comprar una cámara. A Rachel -una fotógrafa profesional- le hablaron de la mayor tienda de fotografía de la ciudad. Cuando fuimos allí no dábamos crédito a nuestros ojos: todo el numeroso personal del enorme lugar eran judíos ortodoxos -todos varones por supuesto- vestidos con el traje tradicional. Era la primera vez en la vida que veíamos trabajar a hombres ortodoxos.
Esta experiencia tuvo un lado divertido. Ambos llevábamos un emblema con las banderas de Israel y Palestina. Cuando Rachel fue a pagar al cajero, éste miro los lados del pin de ella y sin mirarle a la cara preguntó: «¿Qué bandera es esa?»
«La bandera de Israel,» respondió Rachel.
«¡No, la otra!», insistió el hombre.
«La bandera de Palestina», contestó ella.
El hombre se volvió y escupió en el suelo exclamando ruidosamente «¡Tfoo, Tfoo!»
El campo ortodoxo israelí es un agujero que se traga cualquier cosa que se acerque demasiado. Por ejemplo: Los judíos orientales que proceden de países islámicos (con frecuencia se les llama «sefardíes» -españoles- aunque solamente una fracción de ellos son realmente descendientes de los judíos que fueron expulsados de España en 1492)
La tradición religiosa sefardí siempre ha sido mucho más tolerante que la asquenazí. Incluye las enseñanzas de genios como el rabino Moshe ben Maimon (Maimónides), el médico personal del gran Saladino. Maimónides prohibió a los estudiantes religiosos hacer un medio de vida de sus estudios y les ordenó que salieran a trabajar. Los sefardíes tiene sus propias tradiciones, prendas de vestir y símbolos.
Pero, ¡quién lo iba a decir!, cuando llegaron a Israel se subordinaron a los asquenazíes y adoptaron su ciego fanatismo, junto con el caftán y los sombreros que tienen su origen en el frío de la Europa del Este donde fueron usados por las clases altas no judías en siglos pasados. Su partido sefardí, el Shas, está servilmente subordinado a los ortodoxos asquenazíes. Su líder «espiritual», el rabino Ovadia Yosef, se arrastra ante los rabinos anti-jasidícos de Europa del Este (llamados «lituanos»).
La semana pasada ocurrió un milagro. Un rabino sefardí, Haim Amsalem, se rebeló contra el rabino Ovadia y su partido exigiendo un retorno a las tradiciones sefardíes de tolerancia. Fue excomulgado de inmediato.
En los primeros días del Estado, la ortodoxia asquenazí, aunque extrema en sus creencias religiosas, fue moderada en asuntos nacionales. No sólo no celebraron el Día de la Independencia del Estado sionista o saludaron la bandera de los herejes sionistas, sino que también obstruyeron las aventuras nacionalistas de David Ben-Gurión, Moshe Dayan y Simón Peres. Más tarde se oponían a la anexión de los territorios ocupados -no a causa de un amor excesivo a la paz o a los palestinos, sino debido a la sentencia halájica que prohíbe provocar a los gentiles porque ello podría causar daño a los judíos.
Cuando los ortodoxos establecieron sus colonias, no lo hicieron con ningún fervor ideológico, sino únicamente por la necesidad de encontrar alojamiento para un número cada vez más creciente de descendencia. El gobierno les da terreno barato solamente detrás de la Línea Verde. En la actualidad las mayores colonias son ortodoxas -Beitar Illit, Immanuel y Modi’in Illit-, la última de las cuales está emplazada sobre las tierras robadas al pueblo árabe de Bil’in.
Considerando que el gran campo religioso se opuso al nuevo movimiento sionista, un grupo religioso disidente lo apoyó. En el campo religioso eran una pequeña minoría. Entre ambos bandos la norma era un odio ardiente.
Gracias al masivo apoyo de los dirigentes sionistas, el campo «nacional-religioso» creció en Israel a un ritmo vertiginoso. Ben Gurion dispuso una rama especial del sistema educativo para él que creció en extremismo con los años, al igual que el movimiento juvenil nacional-religioso, Bnei Akiva. Los miembros de una generación de la comunidad nacional-religiosa se convirtieron en los maestros de la siguiente, lo que garantiza un proceso integrado de radicalización. Con el inicio de la ocupación crearon Gush Emunim («el boque de los creyentes’), el núcleo ideológico del movimiento de los colonos. Actualmente este campo está dirigido por rabinos cuyas enseñanzas emiten un fuerte olor a fascismo.
Esto no sería tan terrible si las dos facciones religiosas opuestas se neutralizaran mutuamente como, de hecho, fue el caso hace 50 años. Pero desde entonces ha ocurrido lo contrario. Los nacional-religiosos se han convertido en más extremistas en el plano religioso y los ortodoxos más extremistas en el nivel nacionalista. Las dos facciones están hoy muy próximas entre sí y juntas constituyen un bloque ortodoxo-nacional-religioso.
Los jóvenes de la facción nacional-religiosa desprecian la tibia religiosidad de sus padres y admiran la sólida religiosidad de los ortodoxos. Los jóvenes de la facción ortodoxa se dejan seducir por la melodía nacionalista, a diferencia de sus padres, para los cuales Israel servía, lo mismo que cualquier otro Estado gentil, para exprimirlo.
La unión de las dos facciones se basa en la esencia de la religión judía, como se fomentó en Israel. No se parece al judaísmo que existió en la diáspora – ni al ortodoxo ni al modelo de la reforma-. Hay que decirlo: la religión judía en Israel es una mutación del judaísmo, un credo tribal, racista, nacionalista extremista y antidemocrático.
En la actualidad hay tres sistemas educativos religiosos: el nacional-religioso, el «independiente» de los ortodoxos, y el Hama’ayan («la fuente») del Shas. Los tres están financiados por el Estado al menos al 100%, si no mucho más. Las diferencias entre ellos son pequeñas comparadas con sus similitudes. Todos enseñan a sus alumnos la historia del pueblo judío solamente (basada, por supuesto, en los mitos religiosos), nada sobre la historia del mundo, de otros pueblos, por no hablar de otras religiones. El Corán y el Nuevo Testamento son el meollo del mal y no hay que tocarlos.
Los alumnos típicos de esos sistemas saben que los judíos son el pueblo elegido (y muy superior), que todos los gentiles son viciosos antisemitas, que Dios nos prometió este país y que nadie más tiene derecho a una pulgada cuadrada de su tierra. La conclusión natural es que los «extranjeros» (esto es, los árabes que han estado viviendo aquí al menos durante 13 siglos) deben ser expulsados -a menos que esto pusiera en peligro a los judíos-.
Desde este punto de vista ya no hay ninguna diferencia entre los ortodoxos y los nacional-religiosos, entre asquenazíes y sefardíes. Al ver en las pantallas a «la juventud de las colinas», que aterroriza a los árabes en los territorios ocupados, uno no puede ya distinguirlos entre ellos, ni por sus ropas, ni por su lenguaje corporal, ni por sus lemas.
La fuente de todo este mal es, por supuesto, el Pecado Original del Estado de Israel: la ausencia de separación entre Estado y religión basada en la ausencia de separación entre la nación y la religión. Sólo una separación total entre ambas puede salvar a Israel de la dominación absoluta de la mutación religiosa.
Fuente: http://zope.gush-shalom.org/