El conflicto no cesa de extenderse El actual artículo es la continuación y profundización de lo que denominaba tercer posible desenlace en un artículo anterior [ii] . La actual guerra civil en Siria pone aún más claramente en evidencia los actores y conflictos más importantes que se dirimen en los procesos desencadenados por la primavera […]
El conflicto no cesa de extenderse
El actual artículo es la continuación y profundización de lo que denominaba tercer posible desenlace en un artículo anterior [ii] .
La actual guerra civil en Siria pone aún más claramente en evidencia los actores y conflictos más importantes que se dirimen en los procesos desencadenados por la primavera árabe.
El levantamiento espontáneo de masas, que se inició en Túnez y continuó por todo el arco del norte de África y Oriente Medio, cedió pronto el protagonismo a fuerzas y actores nacionales e internacionales más poderosos, mejor organizados y con más recursos.
Rota la estabilidad represiva anterior en la región por la primavera árabe, el nuevo escenario caótico posterior es el producto de los diferentes conflictos que se dirimen en la región. Estos conflictos se mezclan y entrecruzan, dando lugar a alianzas coyunturales extrañas, y abriendo un largo período de inestabilidad de resultados totalmente inciertos. Ésta es una característica común a toda ruptura profunda de un determinado orden, nacional, regional o internacional; político, social o económico. Los más profundos, ocurridos en el siglo XX, como la primera y segunda guerra mundial y el hundimiento del campo socialista cambiaron, cada uno en su momento, el orden mundial. Posiblemente el cambio más profundo tuvo lugar con ocasión de la primera guerra mundial, cuando desaparecieron tres grandes imperios históricos, el otomano, el austro-húngaro y el zarista, se creó el primer Estado socialista en la historia y se inició el cambio de hegemonía imperialista mundial desde Gran Bretaña a los Estados Unidos. Nadie, en 1914, se hubiese atrevido a imaginar esa gran transformación. Y nadie puede pronosticar ahora las transformaciones que derivarán de este ciclo de conflictos abierto en el mundo islámico.
Los principales conflictos actuales que atraviesan el mundo árabe y, más ampliamente, todo el mundo islámico son: El que enfrenta entre sí a ambas ramas del islam, sunita y chiita, lideradas respectivamente por Arabia Saudí e Irán, con enfrentamientos por interposición en Irak, Líbano o Bahréin entre otros lugares.
El que enfrenta a estos dos sectores del islam con Estados Unidos, claramente en el caso chiita, con Irán; contradictoriamente en el caso sunita, dónde Arabia es una firme aliado estadounidense, en tanto que otras fracciones, como los talibanes y la miríada de grupos en torno a Al Qaeda están en guerra con la potencia americana.
Un tercer conflicto enfrenta a distintos aspirantes a potencias en la zona, especialmente, por ahora, a Turquía, Irán y Arabia, tres países musulmanes pero, el primero y el segundo no árabes, y el segundo y el tercero de diferentes ramas des Islam; quedando por definir el papel de Egipto cuando estabilice su situación interna. En realidad es este último quién tendrá más opciones si finalmente los Hermanos Musulmanes terminasen de controlar el poder político en el país del Nilo. Turquía, además de no ser árabe, es la sucesora del Imperio Otomano y mantiene, por el momento al menos, fuertes instituciones no confesionales derivadas de su origen moderno en la revolución de los jóvenes turcos. Irán no es árabe y es chiita, y a lo más que puede aspirar es a mantener su hegemonía sobre las poblaciones de la misma rama del islam en la región y a un pacto de coexistencia con el islam sunita. Arabia puede ser la financiadora de múltiples grupos fundamentalistas, pero ello no la hace perdonar su fuerte alianza con Estados Unidos desde el fin de la segunda guerra mundial. La cuestión es si en algún momento puede producirse un asalto fundamentalista contra la casa de los Saud para acabar con dicha alianza.
El cuarto conflicto enfrenta geoestratégicamente a las potencias occidentales con otras potencias en ascenso como Rusia y China, estando en juego el control de las reservas de petróleo de la región y su dominio geoestratégico. Este conflicto claramente visible en las votaciones y vetos del Consejo de Seguridad de la ONU, se desarrolla más opacamente en el sostenimiento financiero, político o militar, de manera directa o interpuesta de los distintos actores que intervienen directamente en los conflictos, sean gobiernos, facciones de gobiernos, ejércitos regulares, grupos de oposición o combatientes irregulares.
El quinto está representado por la reivindicación kurda de un Estado propio, con un largo historial de enfrentamientos en Turquía por este objetivo, reactivado en Irak con el derrocamiento de Saddam y el caos posterior, y ahora también en Siria con la actual guerra civil.
Y, finalmente, el conflicto más enquistado en la región, el que enfrenta a Israel con el mundo árabe, con Palestina como telón de fondo. Este conflicto es el responsable del desencadenamiento del mayor número de guerras en la región desde la creación del Estado de Israel.
El inicio de las rebeliones, vistas con ojos de romanticismo liberador desde la izquierda occidental, dio paso a la reactivación de los conflictos señalados, con actores estatales y no estatales cuyos objetivos distaban totalmente de las aspiraciones de los levantamientos iníciales de las masas. Para ilustrar este cambio de escenario no es necesario fijarse en las conocidas intervenciones de la CIA o de los grupos pro Al Qaeda. Quizás sea más representativo el cambio de los actores y reivindicaciones que se expresaron en la plaza Tahir de El Cairo en el inicio de las protestas que acabaron con Mubarak, y las que tuvieron lugar en el pulso con el ejército para que reconociese la victoria del candidato de los Hermanos Musulmanes a la presidencia de Egipto. En las primeras apenas intervinieron los islamistas, en las últimas fueron sus actores principales, desplazando y eclipsando a la abigarrada multitud inicial.
Los acontecimientos parecen apuntar diferentes tendencias de desarrollo. De un lado, al protagonismo cada vez mayor de los grupos islamistas de diferente signo que pueden ir alcanzando el poder bien a través de procesos electorales, como en Túnez o Egipto, o a través de guerras civiles (o como eufemísticamente también se las denomina, enfrentamientos sectarios) como en Irak o Somalia.
También a la extensión del conflicto interno abierto a otros países que, por el momento, habían conseguido maniobrar para mantenerse al margen, como Argelia (que ya conoció su guerra civil como consecuencia del no reconocimiento de la victoria electoral del FIS), Marruecos o Jordania.
No son descartables más rupturas territoriales como la ocurrida en Mali, dónde la caída de Gadafi en Libia provocó el regreso de los tuareg a su zona natural al norte de Mali, reactivando una rebelión que, finalmente, fue aprovechada por los islamistas en la órbita de Al Qaeda para proclamar la independencia de esa parte norte de Mali y establecer el Estado islámico de Azawad. Un riesgo de ruptura que ha gravitado en Libia entre Tripoli y Bengasi, y ahora en Siria entre kurdos, sunitas, alauitas y cristianos, y que puede extenderse a otros espacios, fragmentando aún más la región, con el prolongamiento y enquistamiento de las guerras civiles y la aparición de nuevos Estados fallidos como el de Somalia.
Si la volatilidad de la región alcanza cotas aún mayores puede que las potencias occidentales intervengan de manera más abierta para asegurar la estabilidad de la producción y suministro del petróleo a través del sostenimiento de regímenes amigos, lo que inevitablemente llevaría a un aumento de la tensión con Rusia y China,
Y, por último, no es descartable una implicación abierta de Israel, bien para atacar a Irán, o bien porque el caos llegue hasta sus puertas con riesgos para su seguridad, como pudiera ser una nueva guerra civil o partición de Líbano. Una intervención abierta de Israel inflamaría seguramente todo el conflicto en el mundo árabe mucho más que cualquiera de los escenarios antes evocados.
Para el imperialismo norteamericano la situación puede estar volviéndose igual de complicada, o más aún, que en 1979, cuando la Unión Soviética invadió Afganistán a la vez que extendía su influencia en Yemen y Etiopía, y el Sah era derrocado en Irán por una revolución de carácter religioso a la vez que anti-imperialista. A los continuos fracasos en Afganistán, exportando de paso la inestabilidad a Pakistán; en Irak, facilitando la extensión de la influencia iraní en este país; o en Somalia; se pueden añadir ahora toda una serie de complicaciones que hagan difícilmente gestionable para los Estados Unidos su control sobre el mundo árabe-musulmán. En el momento actual se puede decir que en la partida en juego entre el islamismo y occidente, con el imperialismo americano como principal actor, son los primeros quienes llevan la delantera.
El peso del islamismo
Entre tanto, las aspiraciones y problemas de los pueblos de esa amplia región no van a solucionarse. Las alternativas sociales y políticas ensayadas desde el fin del Imperio otomano han ido fracasando secuencialmente y, en la actualidad, la mayoría de esos pueblos se inclina por la opción islamista como último recurso.
El mundo árabe arrastra una conflictiva relación con occidente de siglos. Pero ciñéndonos al período más reciente, el hundimiento del Imperio otomano con la primera guerra mundial no supuso la liberación del mundo árabe, sino el comienzo de la dominación colonial por occidente y con ello el despegue del nacionalismo árabe que marginó inicialmente al islamismo de la esfera política. La primera encarnación del moderno Estado árabe fue liberal y, tras su fracaso, al convertirse en el instrumento de las grandes potencias, fue sustituido por un nacionalismo árabe socializante. Su versión más nacionalista la represento el Egipto nasserista y la versión más socialista, la Argelia recién independiente. Pero este último intento de solucionar los problemas del mundo árabe también acabó en un fracaso. Para Burhan Ghalioun [iii] la degradación del poder estatal a lo largo de las tres etapas del mundo árabe moderno se debe a varios factores: Al proceso de transnacionalización que debilita la capacidad de los Estados. A la voluntad de los países industrializados de impedir cambios en la división internacional del trabajo. Y a la corrupción sistemática de las clases dirigentes del tercer mundo por las empresas capitalistas.
En todo el mundo árabe, el islamismo político ganó fuerza como movimiento ideológico de masas aprovechando el agotamiento de los movimientos panarabistas y socialistas a partir de los setenta y, sobre todo, durante la década de los noventa. La base de su discurso es la necesidad de volver a las fuentes como manera de superar la situación de inferioridad frente a occidente. Pero su futuro como fuerza transformadora no está claro. Como apunta el autor antes citado, «De una simple ideología-refugio, el islamismo podría convertirse, si la situación no cambia, en un catalizador de fuerzas sociales, reivindicaciones nacionales, intereses tan diferentes como convergentes, que no pueden encontrar en ninguna otra parte marcos políticos e ideológicos más adecuados para desarrollarse y afianzarse. De lo contrario, el fundamentalismo islámico seguirá siendo una simple fuerza de negación, un marco de protesta política, entre otros, y no llegará a superar enormes desventajas políticas e ideológicas, que son, por lo demás, lo propio de todos los movimientos de rechazo, religiosos o laicos. Pero, de todas maneras, el islamismo sólo se convertirá en una ideología popular, y, por lo tanto, dominante, en la medida en que se muestre más apto para favorecer el desarrollo y para llevar a cabo las tareas históricas antes las que las ideologías modernistas se han revelado impotentes».
El fundamentalismo islamista puede que sea la expresión, en la coyuntura histórica actual, de la frustración de las masas árabes y otros pueblos musulmanes del mundo no desarrollado por sus intentos de salir de la miseria y romper con su situación de dependencia neo-colonial, pero no será el vehículo para su emancipación.
Su papel, acrecentado con los acontecimientos desencadenados a partir de la rebelión tunecina, ya venía siendo importante desde mucho tiempo antes y había obligado a la izquierda a posicionarse ante este fenómeno. Uno de los análisis clásicos fue el realizado por Chris Harman [iv] en 1994, dónde, después de rechazar como falsas las dos posturas dominantes en la izquierda árabe e internacional de considerar al islamismo bien como un movimiento retrogrado e incluso fascista, bien como un movimiento anti-imperialista progresista, abogaba por concebirle como un movimiento internamente contradictorio con el que la izquierda revolucionaria podría establecer algunas alianzas coyunturales.
Es de temer, sin embargo, que para el movimiento socialista, el islamismo, lo mismo que ocurrió con el nacionalismo, representa una cosmovisión del mundo y una fuerza histórica que compite con él por el objetivo de modelar el mundo. El socialismo con su análisis y praxis basado en las clases sociales ha retrocedido durante todo un período histórico frente a la fuerza de arrastre del nacionalismo sobre la comunidad nacional. Con mayor motivo sucederá esto mismo frente a la fuerza de arrastre del islamismo sobre la comunidad religiosa musulmana. La diferencia estriba en que, mientras que el socialismo pudo realizar alianzas con algunos sectores nacionalistas, por ejemplo en las luchas anticoloniales, esas alianzas son absolutamente inviables con el islamismo, dado que sus cosmovisiones y objetivos son diametralmente opuestos.
Hubo una ocasión histórica durante la cual el ideal socialista, en la versión del socialismo realmente existente, tuvo un efecto de arrastre en el mundo árabe. Sus experiencias en Argelia, Egipto, Irak o Siria fueron contradictorias. Pero la decepción por la deriva y colapso final, en el caso del comunismo euro-soviético, barrió su influencia. Cualquier nueva oportunidad para que el socialismo vuelva a tener atracción entre las masas de los países musulmanes pasa por dos condiciones de muy improbable cumplimiento en esta etapa histórica. El agotamiento de la influencia política islamista por su fracaso en cumplir las expectativas creadas, y el surgimiento de nuevas experiencias socialistas en el mundo que demuestren la viabilidad de su modelo para dar respuestas a los problemas de los países no desarrollados.
[i] Se pueden consultar otros artículos y libros del autor en el blog : http://miradacrtica.blogspot.com/ , o en la dirección: http://www.scribd.com/sanchezroje
[ii] Dicho artículo acababa apuntando: «Pero también sería posible un tercer desenlace, en el cual los países árabes se viesen abocados a una situación de continua inestabilidad, guerras civiles y enfrentamientos que llevase a nuevos Estados fallidos y fuese un caldo de cultivo perfecto para la predica de los movimientos fundamentalistas. Al fin y al cabo esta es la situación que con diferentes grados de intensidad se ha instalado en países como Irak, Afganistán, Pakistán, Palestina, Líbano o Somalia. Una especie de empate catastrófico entre las distintas fuerzas en liza, entre las que sobresalen en ambos extremos las potencias occidentales y los movimientos islámicos, y en su interior los enfrentamientos entre las diferentes ramas del Islam. Las actuales rebeliones han añadido, de momento, mayor combustible a un incendio que se extiende sin parar por el mundo islámico, árabe o no». Jesús Sánchez Rodríguez, Tres posibles desenlaces de la ola de revoluciones árabes.
[iii] Burhan Ghalioun, La crisis del mundo árabe. Estado contra nación.
[iv] Chris Harman, Islam, imperialismo y resistencia.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.