Menos de dos meses después de la COP 26 de Glasgow, nuestra petro-dependencia vuelve a mostrar su cara más oscura, y nos muestra también que pese a la urgencia de esa COP y de la situación, seguimos consumiendo petróleo como antes. Pero no es sólo el impacto climático, el impacto de las emisiones que provocan el calentamiento global. Son también muchos impactos en mares, playas, ríos, selvas, en esos ecosistemas, en su vida, y en las comunidades que allá habitan y que dependen de ellos. Menos de dos meses después de la COP 26 de Glasgow nos golpean las imágenes de derrames en la costa de Perú, en la Amazonía, en Ecuador, en Tailandia, en Euskal Herria, y se proponen nuevos proyectos de explotación en Argentina que anuncian más de estos desastres.
La COP 26 de Glasgow llegó después de dos años de pandemia interrumpiendo todo, y sobre todo con la Covid 19 usurpando toda la atención mediática. Había que retomar la agenda climática, y los dirigentes se hicieron los locos mirando al techo sin haber hecho nada. O muchos, políticos y empresarios, se valieron de la situación para obstaculizar la reducción de emisiones. La comunidad científica habló nítido, la emergencia era todavía más emergencia, pues, si bien en un principio parecía que la pandemia reducía hábitos y contaminación, con el tiempo se confirmó que no era así y se continuaba contaminando y calentando1.
La COP de Glasgow fue la desilusión ya esperada, con un gran desembarco de la industria fosilista. Y así entramos en navidades con nuevos despuntes de Covid y de nuevas versiones, y nos encontramos con una situación muy lejana a la necesaria, con los combustibles fósiles de nuevo circulando y alimentando la mega-máquina. Está claro que la petro-dependencia de este sistema es muy fuerte y que costará mucho superarla y provocará muchas lágrimas (aún más).