Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Introducción del editor de Tom Dispatch
El pasado lunes, Yukio Edano, secretario jefe del gabinete, defendió la reacción del gobierno japonés ante el desastre nuclear en Fukushima, e insistió en que el complejo de la planta está en «una situación estable, hablando relativamente». Es como la descripción oficial de 11.500 toneladas de agua vertida intencionalmente a las aguas del océano frente a Fukushima como «de bajo nivel de radioactividad» o «ligeramente radioactivas». Es, claro está, solo «ligeramente» en comparación con el agua aún más radioactiva acumulada en la planta. Pero así son las cosas con las palabras descriptivas: todo depende del color del cristal con las que se mire, y el gobierno japonés no se ha mostrado mucho más deseoso que Tokyo Electric Power Company (Tepco), que dirige el complejo, de ver gran cosa cuando se trata de Fukushima.
El martes, el gobierno terminó por elevar el nivel de alerta de Fukushima en la escala de Eventos Nucleares Internacionales de 5 a 7 -«un accidente mayor»- la categoría más elevada, sólo utilizada previamente para el desastre nuclear de Chernóbil en 1986 (que causó una «zona muerta» de 39.000 kilómetros cuadrados en Ucrania). Aunque los funcionarios del gobierno se apresuraron a restar importancia a la comparación con Chernóbil, un responsable de Tepco presentó un comentario en el que trata siniestramente de cubrirse ante todas las posibilidades: «Nuestra preocupación es que la cantidad de filtración podría terminar por llegar a la de Chernóbil, o excederla».
De hecho, en nuestro atontado planeta, nunca hemos visto nada parecido a lo que está pasando en Fukushima, no uno, sino cuatro reactores nucleares adyacentes, tres de los cuales parecen haber sufrido fusiones nucleares parciales, y varias piscinas de contención para combustible «gastado» (que en términos de radioactividad, es cualquier cosa pero no gastado) en diversos estados de suma urgencia. Mientras tanto, las semanas necesarias para llegar a controlar la situación han pasado a peligrosos meses, años, décadas e incluso un siglo de limpieza y recuperación. Se especula con el hecho de que parte del núcleo de un reactor, por lo menos, ya «ha filtrado de su vasija al fondo de [su] estructura de contención», y cada acción para poner el complejo bajo algún tipo de control sólo parece crear, o amenaza con crear, otros problemas inesperados (como esa agua «ligeramente radioactiva»).
Mientras tanto, en medio de otras gigantescas réplicas del terremoto de 9 grados del 11 de marzo (con otras que posiblemente volverán a ocurrir durante años), el gobierno japonés ha estado ampliando lentamente la «zona de evacuación» (recientemente descrita por un visitante como una escalofriante «zona de la muerte… como un episodio de Dimensión desconocida [Twilight Zone] de Rod Serling combinado con El día de mañana/El día después de mañana [The Day After], una visión apocalíptica de la vida en la era nuclear») alrededor del complejo. Recién esta semana comenzaron a avisar a mujeres embarazadas y niños que permanezcan fuera de ciertas áreas hasta 30 kilómetros de la planta. No es sorprendente, en vista de que en una pequeña cantidad de muestras del suelo tomadas fuera de la zona de 30 kilómetros -en un caso a 40 kilómetros de Fukushima- se ha encontrado cesio-137 (con una vida media de 30 años) a niveles que exceden los que, en Chernóbil, obligaron a los residentes a irse. Es posible que muchos de los cientos de miles de japoneses que vivían en esas áreas (y si las cosas empeoran, aún más lejos) nunca puedan volver a casa.
Pase lo que pase en Fukushima, ¿podría haber una advertencia más impactante de que nosotros, los seres humanos, nos hemos extralimitado y que nuestro planeta tiene una manera de imponer castigos por semejante arrogancia? Y hay que recordar que no se puede decir que los japoneses estén solos en esto. Después de todo, en EE.UU., por lo menos cinco reactores nucleares están situados en «zonas sísmicas propensas a terremotos», según un informe reciente, que ni siquiera incluye el reactor de Indian Point construido sobre una falla sísmica a solo 50 kilómetros del centro de la Ciudad de Nueva York, mi ciudad de residencia.
Tal vez, como sugiere el colaborador regular de Tom Dispatch Michael Klare, autor de Rising Powers, Shrinking Planet, es hora de revisar la forma en que tratamos al planeta Tierra, antes de que sea demasiado tarde. Tom
El planeta devuelve el golpe
Por qué subestimamos a la Tierra y nos sobrevaloramos
Michael T. Klare
En su libro de 2010: Eaarth: Making a Life on a Tough New Planet, [Tiierra, tratando de vivir en un nuevo planeta hosco] el erudito y activista ecológico Bill McKibben escribe sobre un planeta tan devastado por el calentamiento global que ya es irreconocible como la Tierra en la que solíamos vivir. Es un planeta, predice, de «polos que se derriten, de bosques que se mueren y de un mar creciente, corrosivo, barrido por vientos, acribillado por tormentas, abrasado por el calor». Diferente del mundo en el cual nació y prosperó la civilización humana, necesita un nuevo nombre, de modo que le agregó un «a» en «Eaarth» [«i» en «Tiierra», N. del T.]
La Tiierra descrita por McKibben es una víctima, una baja del consumo irrestricto de recursos de la humanidad y sus irresponsables emisiones de gases invernadero que modifican el clima. Es verdad, esta Tiierra causará dolor y sufrimiento a los seres humanos a medida que los mares suban y las tierras de cultivo se marchiten, pero como la retrata, es esencialmente una víctima de la rapacidad humana.
Con todo mi respeto a la visión de McKibben, quisiera ofrecer otra perspectiva sobre su (y nuestra) Tiierra: como una poderosa protagonista de pleno derecho y como una vengadora, en lugar de ser simplemente una víctima.
No basta con pensar en la Tiierra como una víctima impotente de las depredaciones de la humanidad. También es un complejo sistema orgánico con muchas y potentes defensas contra la intervención externa, defensas que ya despliega con un efecto devastador en lo que respecta a las sociedades humanas. Y hay que recordar que el proceso no hace que empezar.
Para comprender nuestra situación actual, sin embargo, hay que distinguir entre las perturbaciones que reaparecen naturalmente y las reacciones del planeta ante la intervención humana. Ambas requieren una mirada nueva, así que comencemos por lo que la Tierra siempre ha sido capaz de hacer antes de que nos volquemos a las reacciones de Tiierra, la vengadora.
Sobrevalorándonos
Nuestro planeta es un complejo sistema natural, y como todos los sistemas semejantes se desarrolla continuamente. Mientras eso sucede -continentes que se alejan, cordilleras que suben y bajan, modelos climáticos que cambian- los terremotos, erupciones, maremotos, tifones, sequías prolongadas y otras perturbaciones naturales vuelven a aparecer, aunque sea sobre una base irregular e impredecible.
Nuestros predecesores en el planeta tenían plena conciencia de esa realidad. Después de todo, las antiguas civilizaciones fueron repetidamente estremecidas, y en algunos casos desbaratadas, por semejantes perturbaciones. Por ejemplo, mucha gente cree que la antigua civilización minoica del Mediterráneo oriental se derrumbó después de una poderosa erupción volcánica en la isla Thera (también llamada Santorini) a mediados del segundo milenio a.C. La evidencia arqueológica sugiere que muchas otras antiguas civilizaciones fueron debilitadas o destruidas por la intensa actividad sísmica. En Apocalypse: Earthquakes, Archaeology, and the Wrath of God [Apocalipsis: terremotos, arqueología y la ira de Dios], el geofísico de Stanford, Amos Nur, y su coautora Dawn Burgess, argumentan que Troya, Micenas, la antigua Jericó, Tenochtitlán y el imperio hitita podrían haber terminado de esta manera.
Frente a recurrentes amenazas de terremotos y erupciones volcánicas, muchas antiguas religiones personificaron las fuerzas de la naturaleza como dioses y diosas y pedían complicados rituales humanos y sacrificios para apaciguar a esas poderosas deidades. Se pensaba que el antiguo dios del mar Poseidón (Neptuno para los romanos), también llamado «Agitador de la Tierra», causaba terremotos cuando le provocaban o se enojaba.
En tiempos más recientes, hay pensadores que tienden a mofarse de nociones tan primitivas y de los gestos que las acompañaban, sugiriendo en su lugar que la ciencia y la tecnología -frutos de la civilización- ofrecen más que suficiente ayuda para permitir que triunfemos sobre las fuerzas destructivas de la Tierra. Este cambio en la conciencia se ha documentado de modo impresionante en el libro de Clive Ponting de 2007, A New Green History of the World [Una nueva historia verde del mundo]. Citando a influyentes pensadores del mundo post medieval, muestra cómo los europeos adquirieron una poderosa convicción de que la humanidad debía controlar la naturaleza y lo lograría, no al revés. El matemático francés del Siglo XVII René Descartes, por ejemplo, escribió sobre el empleo de la ciencia y del conocimiento humano para que podamos «…hacernos señores y dueños de la naturaleza».
Es posible que este creciente sentido del control humano sobre la naturaleza haya sido realzado por un período de algunos cientos de años en los que puede haber habido menos cantidad de la usual de perturbaciones de la naturaleza que amenazaran a la civilización. Durante esos siglos la Europa moderna y Norteamérica, los dos centros de la Revolución Industrial, no presenciaron nada parecido a la erupción de Thera en la era minoica, o, de hecho, algo similar al doble golpe del terremoto de 9 grados y el tsunami con olas de 15 metros de altura que sufrió Japón el 11 de marzo. Esta relativa inmunidad contra semejantes peligros fue el contexto en el que creamos una civilización altamente compleja, tecnológicamente sofisticada, que en gran parte da por sentada la supremacía humana sobre la naturaleza en un planeta aparentemente quieto.
¿Pero es exacta esta evaluación? Los recientes eventos, desde las inundaciones que cubrieron un 20% de Pakistán y sumergieron inmensas zonas de Australia a los incendios inducidos por la sequía que quemaron vastas áreas de Rusia, sugieren otra cosa. En los últimos años, el planeta ha sufrido una serie de grandes perturbaciones naturales, incluido el reciente desastre del terremoto y el tsunami en Japón (y sus numerosas y fuertes réplicas), el terremoto de enero de 2010 en Haití, el terremoto de febrero de 2010 en Chile, el terremoto de febrero de 2011 en Christchurch, Nueva Zelanda, el terremoto de marzo de 2011 en Birmania, y el devastador terremoto-tsunami de 2004 en el Océano Índico que mató más de 230.000 personas en 14 países, así como una serie de terremotos, tsunamis y erupciones volcánicas dentro y alrededor de Indonesia.
Aunque no sea para otra cosa, estos eventos nos recuerdan que la Tierra es un sistema natural en permanente desarrollo; que los últimos cientos de años no representan necesariamente predicciones de los que quedan por delante; y que podemos, especialmente en el último siglo, habernos arrullado en un sentido de complacencia sobre nuestro planeta que es poco merecido. Más importante es que sugieren que podríamos -y subrayo podríamos- estar volviendo a una época en la cual aumente la frecuencia de la incidencia de semejantes eventos.
En este contexto, la demencia y la arrogancia con la que hemos tratado a las fuerzas naturales aparece fuertemente bajo el foco. Por ejemplo lo que sucede en el complejo de energía nuclear de Fukushima Daiichi en el norte de Japón, donde por lo menos cuatro reactores nucleares y sus contiguas piscinas de contención para combustible nuclear «gastado» siguen estando peligrosamente fuera de control. Obviamente, los constructores y propietarios de la planta no causaron el terremoto y el tsunami que crearon el peligro actual. Fue el resultado de la evolución natural del planeta, en este caso, del repentino movimiento de placas continentales. Pero son responsables de no haber previsto la catástrofe, por haber construido un reactor en un lugar en el que ha habido frecuentes tsunamis y por suponer que una plataforma de hormigón hecha por humanos podría resistir lo peor que la naturaleza puede provocar. Se ha dicho mucho sobre los defectos en el diseño de la planta de Fukushima y sus inadecuados sistemas de apoyo. Todo esto, sin duda, es vital, pero en última instancia la causa del desastre no fue de ninguna manera un simple defecto de diseño. Fue la arrogancia: una sobrevaloración del poder de la inventiva humana y una subestimación del poder de la naturaleza.
¿Qué futuros desastres nos esperan como resultado de semejante arrogancia? Nadie, en este momento, puede decirlo con seguridad, pero la instalación de Fukushima no es el único reactor construido cerca de zonas sísmicas activas, o que corre peligro por otras perturbaciones naturales. Y no se trata sólo de plantas nucleares. Consideremos, por ejemplo, todas esas plataformas petroleras en el Golfo de México que corren riesgo por huracanes cada vez más poderosos o, en caso de que los ciclones aumenten su fuerza y frecuencia, las plataformas de aguas profundas y superprofundas cuya construcción se está planificando en Brasil para una distancia de hasta 290 kilómetros de su costa en el Océano Atlántico. Y pensando en los recientes eventos en Japón, ¿quién sabe cuánto daño puede infligir un gran terremoto en California? Después de todo California, también, tiene plantas nucleares ubicadas ominosamente cerca de fallas sísmicas.
Subestimando la Tiierra
Sin embargo la arrogancia de este tipo sólo es una de las maneras mediante las cuales provocamos la ira del planeta. Mucho más peligroso y provocativo es nuestro envenenamiento de la atmósfera con los residuos de nuestro consumo de recursos, especialmente combustibles fósiles. Según el Departamento de Energía de EE.UU., en 1990 las emisiones totales de carbono de todas las formas de uso de energía ya habían llegado a 21.200 millones de toneladas y se calcula que, en 2035, aumentarán ominosamente a 42.400 millones, un aumento del 100% en menos de medio siglo. Cuanto más dióxido de carbono y otros gases invernadero descarguemos en la atmósfera, más cambiaremos los sistemas climáticos naturales del planeta y dañaremos otros recursos ecológicos vitales, incluidos océanos, bosques y glaciares. Todos son componentes de la estructura integral del planeta, y al ser dañados de esta manera, provocarán mecanismos de defensa: aumento de las temperaturas, cambios en los modelos de precipitación pluviométrica y aumento de los niveles de los mares, entre otras reacciones.
La noción de la Tierra como un complejo sistema natural con múltiples ciclos de retroalimentación fue propuesta por primera vez por el científico y ecologista James Lovelock en los años sesenta y planteado en su libro de 1979: Gaia: una nueva visión de la Tierra. (Lovelock usó el nombre de la antigua diosa griega Gaia, personificación de la Madre Tierra, para su versión de nuestro planeta). En ésta y otras obras, Lovelock y sus colaboradores argumentan que todos los organismos biológicos y sus inmediaciones inorgánicas en el planeta están estrechamente integrados para formar un sistema complejo y autorregulador, que mantiene las condiciones necesarias para la vida, un concepto que llamó «La Hipótesis Gaia». Cuando cualquier parte de este sistema se daña o se altera, afirman, las otras reaccionan tratando de reparar, o compensar, el daño con el fin de restaurar el equilibrio esencial.
Pensemos en nuestros propios cuerpos cuando son atacados por microorganismos virulentos: nuestra temperatura aumenta; producimos más glóbulos blancos y otros fluidos, dormimos mucho y desplegamos otros mecanismos de defensa. Cuando tienen éxito, nuestras defensas corporales neutralizan primero y finalmente exterminan a los gérmenes invasores. No es un acto consciente, sino un proceso natural, que salva la vida.
La Tiierra reacciona ahora ante las depredaciones de la humanidad de manera semejante: calentando la atmósfera, sacando carbono del aire y depositándolo en el océano, aumentando las lluvias en algunas áreas y reduciéndolas en otras y compensando de otras maneras la masiva infusión atmosférica de dañinas emisiones humanas.
Pero es poco probable que lo que la Tiierra hace para protegerse contra la intervención humana sea propicio para las sociedades humanas. A medida que el planeta se calienta y los glaciares se derriten, los niveles del mar aumentarán, inundando áreas costeras, destruyendo ciudades y sumergiendo áreas agrícolas a baja altura. Las sequías serán endémicas en muchas áreas agrícolas que otrora eran productivas, reduciendo el suministro de alimentos a cientos de millones de personas. Muchas especies vegetales y animales esenciales para el sustento humano, incluyendo varias especies de árboles, cultivos de alimentos y peces, no podrán adaptarse a esos cambios climáticos y dejarán de existir. Los seres humanos podrían -y de nuevo subrayo que podrían- tener más éxito al adaptarse a la crisis de calentamiento global que semejantes especies, pero al hacerlo, multitudes probablemente morirán de hambre, enfermedad y las guerras que las acompañan.
Bill McKibben tiene razón: ya no vivimos en el planeta «acogedor, que considerábamos seguro, conocido antiguamente como Tierra. Habitamos otro sitio que ya ha cambiado drásticamente por la intervención de la humanidad. Pero no actuamos frente a una entidad pasiva, impotente, incapaz de defenderse de la trasgresión humana. Lamentablemente, conoceremos consternados los inmensos poderes de los que dispone la Tiierra, la Vengadora.
Michael T. Klare es profesor de estudios de Paz y Seguridad Mundial en el Hampshire College. Su último libro es Rising Powers, Shrinking Planet: The New Geopolitics of Energy (Metropolitan Books).
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