Una primera edición de Les fleurs du mal oscila en los 65.000 US$ y una de Don Quijote en 130.000 US$. Los libreros anticuarios saben por experiencia que hay un público dispuesto a pagar por la rareza del libro y, particularmente, porque de alguna manera el poseedor del ejemplar establece cierta proximidad con el artista […]
Una primera edición de Les fleurs du mal oscila en los 65.000 US$ y una de Don Quijote en 130.000 US$. Los libreros anticuarios saben por experiencia que hay un público dispuesto a pagar por la rareza del libro y, particularmente, porque de alguna manera el poseedor del ejemplar establece cierta proximidad con el artista al suponer que esa edición ha visto la luz bajo su vigilancia: ha cotejado las diferentes pruebas de imprenta con su manuscrito y en suma, esa primera edición es hija del autor y es en sí un acontecimiento histórico. Don Quijote es publicado bajo el furor de la persecución de árabes y judíos en España. Cervantes desafía la tendencia imperante pues nos presenta su libro como una traducción de un manuscrito árabe de Cide Hamete Benengeli, traducción que ha obtenido de otro árabe que alojara en su casa. El poseedor de la primera edición tiene a un tiempo un hijo del autor amado y un pasaje directo al pasado, un testimonio de una época, como si dijéramos: una piedra del templo. Pero todavía hay otro motivo para acreditarle valor a una primera edición: en tanto vio la luz en vida del autor, el libro tiene pocas chances de haber sido adulterado. Casualmente la edición príncipe del Quijote sufrió las correcciones del impresor, motivo por el cual debemos considerar auténtica la segunda edición en la que Cervantes exigió que nada se modificara de los discursos de Sancho. La primera de Les fleurs du mal contiene los poemas que serán censurados por «ultraje a la moral pública» y habrá que esperar al fin de la segunda guerra mundial para que se levantara esa proscripción. Normalmente en la primera edición tenemos el libro real, sin las adulteraciones que posteriores intereses puedan generar. El lector se preguntará qué tan común es esta práctica de adulterar libros. No sólo es una práctica común, si no milenaria, llevada a cabo por religiones y por Estados. Ya de por sí una traducción supone una adulteración, pero a veces el piadoso traductor prostituye astutamente el sentido original cada vez que utiliza la palabra «Dios» cuando el autor griego había invocado a «los Dioses» .
Si el Manual de Historia Uruguaya de algún fiel servidor del Estado cita la Convención Preliminar de Paz y la comienza de esta manera: «Su Majestad el Emperador del Brasil, RECONOCE la Provincia de Montevideo, llamada hoy Cisplatina, separada del Territorio del Imperio del Brasil, para que pueda constituirse en Estado libre e independiente«, también hace una adulteración ex profeso, pues el texto original dice que el Emperador «DECLARA la Provincia de Montevideo… separada del Territorio del Imperio del Brasil«. Entre reconocer y declarar media un abismo, pues RECONOCE significa que está obligado a dar algo que la lucha conquistara, pero DECLARA podría significar que por sí mismo hace tal cosa porque le conviene.
Feyerabend supone en Diversidad y armonía que La República de Platón sufrió algunas adulteraciones, pues de otra manera no se podrían entender ciertas contradicciones del texto. Perfectamente podríamos salir de esta duda si accediéramos a la primera edición de la obra, pero tal cosa no existe y el texto más antiguo, o mejor dicho, la copia más antigua de un fragmento de Platón, es del siglo X de nuestra era.
Pero dejemos de lado un país creado por Inglaterra para meter un cuña en América del Sur y vayamos a otro país creado por Inglaterra para meter una cuña en una zona geoestratégicamente más importante. Tengo en mis manos el libro «La invención de la Tierra de Israel» (1), escrito por Shlomo Sand, profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Tel Aviv. Este autor judío afirma que actualmente «En las ediciones hebreas de libros extranjeros, la palabra «Palestina» se sustituye sistemáticamente por las palabras Eretz Israel (la Tierra de Israel)». Pero esta adulteración no alcanza sólo a los libros de los infieles, por llamarlos de alguna manera, sino que se extiende como mancha de aceite a los clásicos del sionismo: cada vez que Herzl, Max Nordau o Ber Borochov usan la palabra Palestine o Palestina, automáticamente se transforma en «Tierra de Israel». Pero no alcanza con cambiar las palabras que ya fueron escritas, es necesario, cada vez que nos refiramos a la tierra que mucho después alguien nombró como Uruguay o Israel, nombrarlas retrospectivamente como Israel o Uruguay, concurriendo en una suerte de grosero anacronismo lingüístico. Un ejemplo elocuente es el libro «Historia de la dominación española en el Uruguay» de Francisco Bauzá: un título tan delirante como tramposo, pues la dominación española se ejerció en gran parte de América, y específicamente en el Río de la Plata, pero no en Uruguay, pues no existía ningún país llamado de esa manera. El título busca que el lector crea que esta particular creación histórica, el Uruguay, ya venía prefigurada desde aquel momento en que Yahvhé navegaba sobre la faz del abismo, así como ya imaginaba «La tierra de Israel». Esta operación lingüística de los manuales uruguayos, sionistas y tutti quanti es equiparable a decir que los charrúas recorrían el Uruguay y cuando uno preguntaba «¿Donde cazaste ese ciervo?», el interpelado le contestaba «Lo cacé en Punta del Este entre las paradas 7 y 8».
Según afirma el autor que estamos siguiendo: «La «Tierra de Israel» de los textos bíblicos no incluía Jerusalén, Hebrón, Belén o sus áreas circundantes». Normalmente los textos bíblicos se refieren al territorio que hoy llamamos Israel como tierra de Canaán. Dios le dice a Abraham: «Yo te daré a ti y a tu posteridad la tierra en que andas como peregrino, toda la tierra de Canaán, en posesión perpetua» y a Moisés le ordena «Sube a este monte de Abarim, al monte Nebo, que está en la tierra de Moab frente a Jericó, y mira la tierra de Canaán» . Este nombre aparece, según Shlomo Sand, en 57 versos bíblicos y el término «Judea», donde estuvo asentada Jerusalén, aparece en 24 ocasiones. «Ninguno de los autores de los libros de la Biblia llegó a soñar con llamar «Tierra de Israel» al territorio alrededor de la Ciudad de Dios. Por esta razón, en el libro segundo de las Crónicas se relata que «derribó los altares y las imágenes de Ashera, y quebró y desmenuzó las esculturas, y destruyó todos los ídolos por toda la tierra de Israel. Entonces volvió a Jerusalén». La «Tierra de Israel», no siempre referida de forma cariñosa, aparece en once versos más. Tampoco los sabios judíos de la antigüedad, Filón de Alejandría y Flavio Josefo, se refirieron a la «Tierra de Israel», sin embargo traducciones contemporáneas tienen el buen gusto de utilizar las palabras que debiera haber usado Flavio Josefo para la mayor gloria de las necesidades actuales del sionismo. «En realidad el término «Tierra de Israel» fue una posterior invención cristiana y rabínica que no tenía un sentido político sino teológico». El autor supone, con cautela, que el nombre apareció por primera vez, refiriéndose a todo el territorio, en el Evangelio de Mateo, cuando un Ángel del señor le dice a José «Levántate, toma al niño y a su madre y vete a Tierra de Israel» una referencia considerablemente inusual, pues en la mayoría de los libros del Nuevo Testamento se utiliza el término «Tierra de Judea» . Recién a principios del siglo XX el término pasó a tener un sentido político cuando el sionismo lo tomó prestado de la tradición rabínica, en parte, para desplazar el término que se usaba en Europa y que usaron los primeros sionistas: Palestina. Mas no sólo fue necesario cambiarle el nombre al país. Todo fue rebautizado y la razón de este accionar es explicada de esta manera por Ben Gurión: «Estamos obligados a retirar los nombres árabes por razones de Estado. Igual que no reconocemos la propiedad árabe de la tierra, tampoco reconocemos su propiedad espiritual ni sus nombres».
El sionismo se opone con uñas y dientes a los argumentos de los judíos ortodoxos enemigos del Estado de Israel, para luego utilizar un término teológico travestido en término político. El lector puede ser de aquellos que prefiera anteponer los hechos a las palabras: «Son sólo palabras», razonará, «todo un artículo por una palabrita» pero aquí estamos viendo que las palabras son hechos y por eso los Estados eligen de forma sumamente cuidadosa las palabras a emplear y sepultan antiguos términos, de igual forma que una religión triunfante establece sus efemérides en las mismas fechas que establecía la religión derrotada y construye sus Iglesias sobre los cimientos de los antiguos templos.
Las guerras, y las masacres, también se llevan a cabo con palabras y el Estado de Israel no tendría la adhesión de sus ciudadanos si no legitimara históricamente su existencia. Los diseñadores del Estado de Israel se preocuparon de renombrar al país, de hacer creer a los ciudadanos que aquella era una tierra sin pueblo y que ellos, un pueblo sin tierra, estaban destinados a vivir allí. De igual forma procedieron otros diseñadores de Estados. En su República ideal Platón establecía una serie de mitos que debían ser impuestos a la población: «Quizá convenga que nuestros gobernantes usen muchas veces de la mentira y del engaño a favor de sus gobernados. Decíamos ya en alguna ocasión que la mentira puede resultar útil usada como medicina».
Estábamos tentados a culminar este artículo con la cita de Platón, toda una prueba del poder de las palabras, pero pensando en el lector escéptico deseamos hacer una demostración más. El autor que estuvimos siguiendo en buena parte de este artículo ponderó muy bien, antes de emplearlas, las palabras de su dedicatoria, toda una prueba de su inteligencia y sensibilidad: «En memoria de los habitantes de al-Sheikh Muwannis, que hace mucho tiempo fueron arrancados del lugar donde ahora yo vivo y trabajo».
Nota
(1) Shlomo Sand. La invención de la Tierra de Israel. De Tierra Santa a madre patria. Akal, España, 2012.
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