En «El corazón de las tinieblas», la novela que Joseph Conrad publicó en 1902, un marinero llamado Marlow se adentra en los infiernos del Congo imperialista, en busca del enigmático señor Kurtz. En «La Noche en que los Beatles llegaron a Barcelona» (Piel de Zapa, 2017), el escritor y periodista Alfons Cervera cuenta otra historia […]
En «El corazón de las tinieblas», la novela que Joseph Conrad publicó en 1902, un marinero llamado Marlow se adentra en los infiernos del Congo imperialista, en busca del enigmático señor Kurtz. En «La Noche en que los Beatles llegaron a Barcelona» (Piel de Zapa, 2017), el escritor y periodista Alfons Cervera cuenta otra historia de terror. La de dos jóvenes que salen de Los Yesares -pueblo ficticio de La Serranía valenciana- en dirección a Barcelona, para disfrutar en directo de los Beatles. El 3 de julio de 1965 se celebró el concierto, de 40 minutos y 12 canciones, en la plaza de toros Monumental. La prensa de la época informó del «temor constante a que se produjera un ataque de histeria colectivo», mientras tocaban los «melenudos» británicos.
Sin embargo, la pareja de jóvenes no llegó a su destino. Acabaron en los sótanos negros de una terrible comisaría, emplazada en la Via Laietana número 43 de Barcelona. A los detenidos se les recibía allí con el «corro», y en la sala de torturas se les aplicaba la «bañera», el «quirófano» o la «cigüeña». En junio de 2017, el Congreso de los Diputados aprobó, con los votos en contra del PP, la conversión de la sede policial en un museo de la represión franquista en Cataluña. «Ha sido una noche dura, canta John Lenon, y el policía te canta por la espalda la canción testaruda de la venganza», escribe Alfons Cervera, autor de «Tantas lágrimas han corrido desde entonces» (2012), «Todo lejos» (2014) y «Otro mundo» (2016), entre otros textos narrativos.
-Tenías 18 años cuando los Beatles actuaron en Barcelona, tras su paso por la plaza de toros de Las Ventas, en Madrid. ¿Qué representaron para tu generación la banda de Liverpool y canciones como «Twist and Shout», «Help!» o «Drive my car»?
El tiempo de vivir y el tiempo del desvivir, podría contestarte. Dos espacios que al final eran un solo espacio. La oscuridad de la dictadura y las luces que de alguna manera se abrían paso a través de las canciones. Los veranos. Las verbenas en los pueblos. Los grupos musicales que surgían en muchos de esos pueblos. Y envolviéndolo todo ese desvivir que era el furor de la represión. Concretamente los Beatles supusieron un revulsivo en aquellos años. Aunque hay opiniones diversas sobre eso. Hay quien piensa que fueron una especie de adormidera, una manera de vaciar las calles y llevarlas sólo a los recintos musicales. Pero a mucha gente nos sirvieron para aprovechar esos claros luminosos para no morirnos de asco.
-El año 1965, en el que se desarrolla la novela, destaca por las manifestaciones universitarias; es además el año en que la dictadura expedienta y separa de la universidad a los profesores Agustín García Calvo, Enrique Tierno Galván y José Luis López Aranguren. ¿Cómo se vivía la dictadura en una comarca valenciana del interior -La Serranía-, en la que naciste, echaste raíces y ambientas tus narraciones?
Se vivía como todo se vivía y se sigue viviendo en las tierras que están lejos de todas partes. Yo no fui a la Universidad. Sólo unos meses. Estudié Magisterio por libre y me examinaba en la Normal de Valencia. El último año de carrera cerraron la Academia donde estudiaba y me matriculé de «oyente» en esa Normal (se llamaba así entonces). Pero como estaba trabajando en el horno de mis padres desde los nueve o diez años pedí permiso y sólo iba prácticamente a los exámenes. Te cuento esto porque la Universidad y sus movilizaciones me pillaron lejos. En los pequeños pueblos había una militancia política muy velada, y yo diría que existía una militancia más cultural que política.
En los últimos años del franquismo las dos militancias se juntan y llegan ahí, a esos rincones apartados, la necesidad de descubrir juntos el compromiso político y el que te junta con las raíces. En la Serranía ese compromiso se cumple bastante más tarde, cuando descubrimos que éramos pueblos separados por grandes distancias y que había que acortarlas si no queríamos acabar engullidos por un poder que se manifestaba en una arbitraria distribución de recursos, dejando para nosotros sólo la mierda. Redimensionar los valores de una tierra como la nuestra sigue siendo hoy uno de nuestros principales compromisos colectivos. Y, sobre todo, el mío propio, con mis artículos periodísticos, con mis novelas, con mi presencia en los tajos que exigen esa presencia, como digo, para evitar que la mierda se nos coma. Una mierda que adquiere la forma de minas que acaban con los montes, de vertederos que llenan de residuos mortíferos espacios de un gran valor ecológico…
-En pocas palabras podría resumirse el texto: dos jóvenes de La Serranía que se desplazan al concierto de los Beatles y con quien se encuentran, finalmente, es con «uno de los policías más violentos del franquismo». ¿Qué simbolizan y cúal es la relación entre los dos escenarios, la comisaría y la plaza de toros Monumental que acogió el concierto?
Me interesaban esos dos espacios. Lo que planteabas en la primera pregunta. Lo que suponía la música moderna en aquellos años sesenta. Dos símbolos «musicales» del momento. El que representaban los Beatles y otros grupos de esa generación y lo que representaban las «músicas» en los subterráneos de las torturas policiales. Por eso suelo decir que esa novela tiene dos bandas sonoras: la de los Beatles y la de la Bestia…
-Dejas muchas pistas, sin mencionarlo, sobre el comisario franquista que aparece en «La noche que los Beatles llegaron a Barcelona»; por ejemplo, el libro «La carta», del periodista y escritor Antoni Batista. Pero ¿por qué prefieres mantener su anonimato?
Eso lo tuve claro desde el principio. No quería «individualizar» la represión. Cuando hacemos eso, es como si dimensionásemos a la baja las auténticas dimensiones de la represión. Claro que había famosos torturadores que han pasado a la historia universal de la tortura en nuestro país. Ahí está Billy el Niño para demostrarlo. Pero hubo más, bastantes más, y de un perfil si mucho me apuras más terrorífico.
Algunos de esos policías fueron premiados en la transición, y sobre todo en los sucesivos gobiernos socialistas a partir del triunfo del PSOE en 1982, con sonados ascensos en el escalafón de las eufemísticamente llamadas fuerzas de seguridad: caso, por ejemplo, de Manuel Ballesteros y Roberto Conesa. Pero insisto, la nómina de la ferocidad policial está bastante nutrida de numerosos «artistas» de la tortura. El caso de Antonio Creix en la comisaría de Via Laietana en Barcelona y luego en Bilbao es un buen ejemplo de lo que digo. Y te sorprende ver lo poco que se conoce a esos individuos. Cuando en las presentaciones de la novela cuento su historia me doy cuenta de que casi nadie lo conoce. Pero volviendo al principio: prefería que la represión tuviera unas dimensiones simbólicas por encima de la representación individual de esa represión. Y sí, en ese sentido, he de agradecer a Antoni Batista su libro sobre Creix. Me sirvió de gran ayuda a la hora de pensar en cómo adentrarme en las entrañas del personaje, eso sí, tratándolo desde la ficción que es una novela…
– Precisamente, afirmas en la introducción: «Y ya se sabe que las novelas se deben únicamente a la ficción de quien las escribe». Durante décadas has ejercido como escritor de novelas y periodista. ¿Es posible mezclar ambos géneros o, por el contrario, la realidad y la ficción no tienen puntos en común?
Tienen puntos en común, y tanto que tienen puntos en común. Al menos para mí los tienen. Empecé a la vez a escribir novelas y a escribir en los periódicos. En la prensa hice de todo: reportajes (cuando eso aún era posible), crónicas de todo tipo, trabajo de redacción, y principalmente desde hace casi cuarenta años columnas de opinión. Antes en Levante y cartelera Turia y ahora, desde hace varios años, en la edición valenciana de eldiario.es. La diferencia más importante está, precisamente, en lo que dices que digo: la ficción es propia de las novelas y no del periodismo. Pero vamos a ver: si echamos un vistazo al periodismo ahora mismo, dónde hay más ficción, en mis novelas o en lo que vemos, leemos y escuchamos cada día en los medios de comunicación. Estamos atravesando el periodo más nefasto del oficio periodístico. Hay ratos que te gustaría renunciar a un oficio que fue hace unos años el de la honestidad y las cartas sobre la mesa y se ha convertido en un auténtico y a ratos siniestro oficio de tahúres.
-Dedicas la obra a Luis Montero García, Juan Mañas Morales y Luis Cobo Mier, asesinados por la Guardia Civil y cuyos restos fueron hallados en mayo de 1981, en Almería. Una película de 1983, «El caso Almería», da cuenta de los hechos. ¿Te sugiere este crimen alguna reflexión sobre cómo se hizo la Transición española?
Es una satisfacción inmensa dedicar la novela a esos tres jóvenes. Qué poco se acuerda la gente de lo de entonces. La transición fue esa mezcla de oscuridad y de luces que te decía antes. Pero acabó predominando lo oscuro, las renuncias de la izquierda. Pero hay que aclarar algo que siempre pasa como de puntillas por las reflexiones que solemos hacer de la transición. Me refiero a que mucho de lo que no se consiguió en aquellos primeros años del posfranquismo (por cierto, parece que muchas veces, tal vez demasiadas, todavía estamos ahí), podría haberse conseguido -o al menos intentarlo- en los sucesivos gobiernos de Felipe González y Alfonso Guerra.
Pero para nada. Los dos y su partido tenían ya la vista puesta en atornillar los nuevos tiempos con las fórmulas acuñadas en los viejos. Y ahí, en ese atornillamiento, entraba la dedicación enfermiza a cultivar el olvido cuando se trataba de echar la vista atrás y remediar los vacíos memorialistas de la transición con respecto al tiempo de la II República y la resistencia antifranquista. Pero bueno, mira qué detalle más hermoso: al mismo tiempo que se publica mi novela, leo que el gobierno cántabro está preparando un homenaje a los tres jóvenes que fueron detenidos, torturados, quemados y enterrados en un barranco de Almería en mayo de 1981. Me gusta pensar que mi homenaje particular crece muchísimo en ese otro que sus paisanos están preparando creo que para el próximo 10 de mayo. ¡Cómo me gustaría asistir a ese homenaje! Tengo compromisos para esos días, pero voy a intentar estar allí. De verdad que lo voy a intentar.
-En la novela dejas caer algunas reflexiones sobre la creación literaria: «Todo ha sido escrito antes de que se nos ocurra pensar la primera frase. Apenas nada nos pertenece de lo que escribimos». ¿Y los derechos de autor, el plagio, el ego de los escritores?
Es una frase dedicada a esos imbéciles que creen que la literatura empieza con ellos y lo que escriben. Todos venimos de algún sitio, de gente que nos marcó caminos, de libros que nos enseñaron a leer mucho antes que a escribir. Todo ha sido escrito antes de ahora. Yo vengo de dos tradiciones: de la oral y de la que suponía el hecho de no tener libros en casa. Las novelas que leíamos eran las llamadas de quiosco o de «a duro» (era lo que costaban), aquellas historias del Oeste, del FBI, del Servicio Secreto, de Terror… Mis escritores primeros fueron George H. White, Alf Regaldie, Peter Debry, A. C. Rolcest, Fidel Prado, Silver Kane, Vic Logan, William Goodman, Marcial Lafuente Estefanía…
Tardaría mucho tiempo en llegar a la otra literatura, a la literatura que sí está contemplada en la nómina del canon. Pero nunca renuncié a la de aquellas novelas de cien páginas, a aquellos escritores y aquellas escritoras que publicaban dos o tres novelas semanales. Siguen en casa montones de ellas, y las leo con mucha frecuencia. Y las disfruto. La lectura, como dice Constantino Bértolo, es un juego en que se pone en tela de juicio la inocencia. Él lo dice mejor en ese libro enorme que es «La cena de los notables». En sus palabras: «cada escritura educa o maleduca también a sus lectores». Yo añadiría que también a quien escribe. Eso que te decía antes de los imbéciles que se creen que después de Cervantes ya van ellos. Eso no es tener un ego que se lo pisan. Eso es ser sencilla y llanamente gilipollas. El plagio, dices. ¿Sabes?, hay un detalle que me pone de los nervios y que tiene que ver con lo que te cuento de los imbéciles que se creen Onetti o William Faulkner (¿pongo aquí el nombre de uno de ellos?: es igual, no es difícil acertar la adivinanza).
Te llega un tipo con un manuscrito para ver si le puedes echar un vistazo (sólo para que digas que sí, que seguro que es, sin leerlo, mejor que Onetti y William Faulkner). ¿Y sabes lo primero que dice?: pues que lo ha llevado a la oficina de propiedad intelectual para registrarlo y que no se lo plagien. ¿Será posible? Ahí es donde creo que me sirven, para no ser uno de esa tropa, aquellos viejos novelistas que se inventaban historias a destajo, que camuflaban sus nombres de verdad en otros anglosajones para ser más creíbles comercialmente o para ocultar -en muchos casos- su tradición republicana, sus años de cárcel, el sufrimiento que la escritura ayudaba a aliviar aunque fuera un poco. La humildad de quien escribe, saber que te has de situar en uno u otro lado de la escritura: arrancarle a esa escritura -y a las lecturas también de quien escribe- la «conciencia del mundo», como también exigía Bértolo a quien escribe y a quien lee.
-La Memoria es un motivo recurrente de tus libros («El color del crepúsculo», «Maquis», «La noche inmóvil», «La sombra del cielo», «Aquel invierno»). ¿Qué opinas sobre el reciente rechazo del PP, el PSOE y Ciudadanos a modificar la Ley de Amnistía de 1977, lo que permitiría juzgar los crímenes de la dictadura?
¿Pues qué voy a opinar?: menuda mierda, ¿no? La Ley de Amnistía del 77 fue una ley de Punto Final. Esa cosa tan detestable de igualar a víctimas y verdugos, a torturadores y a torturados… Todo valía con tal de aflojar las riendas al franquismo que había muerto (eufemismo al canto, ¿no?) en la cama un par de años antes. En una novela excepcional («Con rabia»), Lorenza Mazzetti dice que si nos aletargamos a la hora del recuerdo los muertos mueren de verdad. Y eso es lo que hacen el PP, Ciudadanos y el PSOE cuando niegan la posibilidad de reformar esa ley. Que se hunda más en el olvido la memoria de esos muertos, que se pierdan en los subterráneos de las comisarías los regueros de sufrimiento que cuento en mi novela, que se pierda lo que pasó en los páramos arenosos del silencio. ¿Te acuerdas de que hace un rato te decía que la transición fue lo que fue y que los sucesivos gobiernos de González y Guerra fueron lo que fueron?: pues eso.
-Hace una década el historiador Francisco Espinosa Maestre publicó el artículo «El pasado como campo de batalla: lucha de memorias (2007-2008)», y en 2015 el libro «Lucha de historias, lucha de memorias. España 2002-2015». Recientemente en un artículo publicado en eldiario.es («Memoria contra memoria») has seguido esta idea. ¿Cómo se concreta en el presente esta pugna por el relato del pasado?
Para mí, Francisco Espinosa es una referencia obligada. Y no sólo como historiador sino también ética y moral. Hay que empezar a cambiar algunos chips cuando hablamos de asuntos que tienen que ver con la memoria. Me gusta más llamarla memoria democrática que histórica, va más directa a las raíces de su significado. Lo mismo digo para aclarar un poco más las palabras contrapuestas: memoria y olvido. Creo que es mejor y más certero hablar de memoria contra memoria. El olvido es imposible. Nadie olvida. Nunca. En este país lo que se juega es la memoria republicana contra la memoria fascista. El PP y Ciudadanos ejercen su memoria (no su olvido). No sé si nosotros ejercemos la nuestra. Nos han metido en vena la necesidad de borrar el pasado para que la reconciliación sea posible. Lo que no dicen quienes defienden esa barbaridad es que no hay reconciliación sin verdad, como decía Avishai Margalit en su libro «Ética del recuerdo». Pongamos antes la verdad y después ya veremos si nos reconciliamos y con quién. Hablemos más de justicia y menos de pamplinas dichas con palabras rimbombantes.
-Por último, en 2008 el actual vicesecretario general de Comunicación del PP, Pablo Casado, afirmó: «¡Si es que en pleno siglo XXI no puede estar de moda ser de izquierdas, pero si son unos carcas! Están todo el día con la guerra del abuelo, con las fosas de no sé quién, con la memoria histórica». ¿Qué te sugieren estas palabras?
¿Qué quieres que me sugieran? Podría decir que asco, que una rabia inmensa, que un dolor que pica como los alacranes cuando asoman la pinza entre las piedras. Pero bueno, lo que digo es que tipos como ése seguro que tienen a sus abuelos bien enterrados, que esos abuelos han estado y siguen estando en el cuadro de honor fascista de esa memoria individual y colectiva que ellos quieren erradicar porque con una memoria, la suya, tienen más que suficiente. El franquismo está ahí, en lo que dice y piensa y hace ese individuo. Por eso hay que decirlo bien alto: en su negativa a hacer memoria, a ampliar las dimensiones de la historia hay un motivo fundamental: si escarbamos en los nombres del horror aparecen los de esos abuelos suyos pegando el tiro de gracia en las tapias de un cementerio, o delatando a personas republicanas después de la guerra, o humillando a las mujeres republicanas en las plazas del pueblo, las iglesias o las casas de los abuelos de gentuza como ese Pablo Casado que comentas.
¿Pero sabes?: ahí siguen. Según ellos hay que olvidar para vivir en comunión todos juntitos. Pero acabamos de ver y oír como siguen enteros en su memoria de la devastación, del orgullo rancio de aquella victoria de 1939, de su gallardo golpe de Estado en julio de 1936… Me refiero a ese «¡a por ellos!» que es el presente activo y fulero de aquella memoria que tipos como ese Casado dicen que hay que erradicar.
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