Haciendo uso de sus prerrogativas constitucionales y actuando con la firmeza necesaria, el presidente de Egipto, Mohamed Morsi, ha acabado con el poder que la Junta militar se había arrogado tras el derrocamiento del dictador Mubarak y ha cambiado de improviso a todos los altos cargos del ejército. Como reconocen incluso sus adversarios, por primera […]
Haciendo uso de sus prerrogativas constitucionales y actuando con la firmeza necesaria, el presidente de Egipto, Mohamed Morsi, ha acabado con el poder que la Junta militar se había arrogado tras el derrocamiento del dictador Mubarak y ha cambiado de improviso a todos los altos cargos del ejército. Como reconocen incluso sus adversarios, por primera vez en la historia reciente del país árabe el poder civil comienza a ejercer la hegemonía política sometiendo al hasta ahora omnipotente ejército a sus límites legales. El pueblo egipcio ha dado un nuevo ejemplo al mundo al hacer posible con su resistencia pacífica y sin intervención extranjera la recuperación de las libertades. Los Hermanos Musulmanes, tan temidos en las cancillerías occidentales, dan muestra así tanto de madurez democrática como de coraje civil. La plaza de Tahrir, símbolo de la revolución, aplaudió con entusiasmo el fin del poder militar.
Cuando la cúpula del ejército dio un golpe de estado de hecho ante el silencio complaciente de las potencias occidentales, denuncié este pisoteo de la voluntad popular al escribir: «La Junta Militar vuelve a tener todas las riendas del poder: el ejecutivo son ellos; el legislativo vuelve a recuperarlo tras el golpe de estado; y el judicial, con los serviles magistrados nombrados por la dictadura, constituye un instrumento dócil de los generales y sus amos de Occidente» (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=151597). En tono irónico, concluía mi artículo de entonces: «Los árabes no tienen solución: no acaban de rendirse». Ahora, debo añadir con toda claridad y sin ironía alguna: los egipcios con su lucha pacífica indican el camino al mundo árabe. No se han rendido, han sufrido la represión, han evitado la guerra civil y han decidido con su voto un cambio de rumbo.
En la génesis próxima de este giro histórico hay que situar un trágico y confuso episodio ocurrido en la península del Sinaí y en el que murieron dieciséis soldados egipcios. Las primeras noticias de él fueron dadas curiosamente por el ministerio de defensa de Israel (!) que exigió un mayor control egipcio de ese territorio. Según esa misma fuente, los presuntos yihadistas pretendían entrar a suelo israelí (?) tras perpetrar la agresión. Una primera medida del gobierno egipcio fue el cierre de la frontera con Gaza: se aplicaba así una medida represiva usada habitualmente por Mubarak contra los palestinos y que es defendida como objetivo permanente por parte del gobierno sionista.
El desprestigio que ello ocasionó al ejército egipcio repercutió también en su nuevo gobierno. Que las responsabilidades alcanzaban al máximo nivel puede deducirse por el cese fulminante del jefe del Servicio General de Inteligencia, el general Mowafi. Era sólo el comienzo.
En una serie de decisiones destinadas a restablecer la hegemonía del poder civil, el pasado domingo, día 12 de agosto, el presidente Morsi pasó a la reserva al jefe del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CSFA) y ministro de defensa, mariscal Tantawi, y al jefe del estado mayor del ejército, cesó a los jefes del ejército de tierra, de la armada y del aire y anuló las enmiendas constitucionales dictadas por la Junta militar que despojaban al presidente de la República de sus poderes constitucionales. Una nueva y rejuvenecida hornada de jefes militares juró sus nuevos cargos ante el presidente Morsi. Cuidadoso en el tono pero radical en el fondo, Morsi puso el énfasis en la permanente tarea patriótica del ejército y en las nuevas metas económicas que demanda la sociedad: «Ahora, dijo, debemos impulsar la producción y la inversión».
Según fuentes oficiosas egipcias que recoge la prensa cairota, ninguno de los dos altos militares conocia de antemano las intenciones del presidente. Y según fuentes oficiosas estadounidenses citadas por The New York Times, su gobierno no fue avisado de antemano, lo que indicaba que esas medidas se habían adoptado a puerta cerrada incluso para ellos. La autonomía en la toma de decisiones y el factor sorpresa en que se han fraguado indican un nuevo estilo de hacer política en este país árabe. Sin embargo, como apuntan diversos analistas, este arriesgado movimiento táctico no se habría hecho a espaldas del ejército cuyos oficiales más jóvenes simpatizan con la revolución y parecen estar dispuestos a asumir con lealtad sus nuevas y limitadas responsabilidades. Una señal positiva en este sentido proviene directamente del mando supremo del ejército, el CSFA, que en un significativo comunicado afirma que este proceso de cambios «supone un traspaso de la responsabilidad a una nueva generación de [militares] egipcios que protegerá al país».
La resistencia popular evitó el pucherazo instigado por la Junta militar que habría dado la presidencia al exprimer ministro del antiguo régimen, Ahmed Shafiq. Un poderoso aliado de la Junta ha sido hasta ahora el Tribunal Constitucional que disolvió el parlamento en una más que discutible decisión que encubría la resistencia de los militares a la alta representación islamista obtenida en las elecciones. Todo indica que en este aparato del estado se concentrarán durante los próximos meses los mayores obstáculos a la acción de gobierno. Para intentar sanear el poder judicial el presidente Morsi ha acudido a dos prestigiosos jueces reformistas, independientes y no islamistas, los hermanos Makki: Mahmud ha sido nombrado vicepresidente y Ahmed, ministro de justicia. «La sociedad civil y el gobierno de la ley no podrían haber tenido dos mejores campeones no islamistas», ha comentado en las páginas del diario británico The Guardian el columnista David Hearst. El tiempo dirá si estos cambios por arriba son suficientes.
Aunque los pasos que acaba de dar el presidente Morsi marcan un antes y un después, sin embargo la revolución democrática de Egipto está lejos de haber culminado. Queda en pie un aparato estatal heredado de la dictadura, está en preparación una nueva constitución que será sometida a referendum y habrá después nuevas elecciones. Mientras tanto, las necesidades sociales se acumulan y las clases populares siguen sufriendo la escasez y la pobreza. El mundo árabe, encerrado entre la creciente agresividad del imperialismo y el espíritu lacayuno de las reaccionarias petromonarquías, necesita del liderazgo de Egipto. El futuro de la causa palestina depende también en buena parte de la solidaridad egipcia, negada hasta ahora por la dictadura de Mubarak.
¿Deberíamos calificar este giro histórico simplemente de «agitación» (upheaval), como hace el diario The New York Times en su crónica desde El Cairo fechada el pasado día 12 de agosto? Creo que con más visión de fondo, David Hearst lo ha comparado en el diario The Guardian del 13 de agosto con el derrocamiento de Mubarak en febrero del año pasado: «El sistema fue decapitado pero continuaba en la forma de una junta militar, que asumió el dominio en la transición. El domingo las cabezas de ese sistema, que ha gobernado Egipto durante décadas, fueron derribadas ─ aparentemente con su aquiescencia».
Al margen de cualquier valoración, queda en pie este hecho decisivo en la historia reciente de Egipto: los militares vuelven a sus cuarteles… por decisión del presidente de la República, elegido por el pueblo.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.