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Entrevista al historiador Francisco Leira, autor de "Soldados de Franco. Reclutamiento forzoso, experiencia de guerra y desmovilización militar"

«El problema de la España democrática es que como sociedad nos consideramos portadores políticos del pasado»

Fuentes: La Marea [Foto: Concentración en la plaza de la Gavidia, en Sevilla, donde cada mes se reúnen familiares de víctimas del franquismo]

El franquismo confiscó la memoria de los soldados que lucharon en las filas sublevadas durante la Guerra Civil. Al convertirlos en héroes y mártires de la Cruzada, borró identidades y experiencias históricas que fueron bastante más diversas y menos positivas que la imagen difundida por el régimen.

Muchos de los soldados de Franco lo fueron por la fuerza –los primeros reclutamientos forzosos en zona sublevada ocurren apenas tres semanas después del golpe de Estado–, e incluso los que se alistaron como voluntarios muchas veces lo hicieron menos por ideología que por motivos oportunistas o como táctica de supervivencia.

En los años de la guerra, las autoridades militares controlaron a sus tropas mediante una combinación de propaganda, vigilancia y castigo. Y aunque, en la posguerra, el régimen adoptó políticas pensadas para beneficiar a los excombatientes, esas políticas fueron mal gestionadas, al mismo tiempo que los veteranos militares –por más que llegaran a aceptar o apoyar la dictadura– tuvieron que lidiar con las estelas de la violencia que sufrieron o perpetraron en el frente. Para muchos, la memoria de la guerra era una fuente de vergüenza más que de orgullo.

Estas son algunas de las conclusiones principales a las que llega el joven historiador Francisco Leira (A Coruña, 1987) en su libro Soldados de Franco. Reclutamiento forzoso, experiencia de guerra y desmovilización militar (Siglo XXI). En un estudio pormenorizado que se nutre de archivos oficiales, documentos personales – como cartas y diarios– y entrevistas con excombatientes, Leira enfoca en la zona gallega para describir la realidad “compleja, plural, vergonzosa y vergonzante, y sangrienta” de la experiencia bélica en el ejército sublevado. Además de narrar una historia poco conocida, lo que procura con su libro, afirma, es “emancipar a los soldados” y liberar su memoria “del corsé del discurso público impuesto por la dictadura y que continuó la democracia”. 

Pero la ambición del autor va más allá del marco académico, que cree no ha aportada lo suficiente al diálogo de sordos que ha sido el debate sobre la memoria histórica en la España democrática. En una tribuna polémica en El Salto, critica a “colectivos con intereses extremadamente partidistas” que usan la historia y la memoria como “arma arrojadiza”. En su lugar, aboga por la construcción de un “relato común de mínimos”, tarea que asigna, en primer lugar, a los expertos universitarios. Cree que estos son los únicos capacitados para estudiar la historia desde una “metodología rigurosa” y así airear los “trapos sucios” del pasado colectivo “desde todas las perspectivas”.

Pero la labor experta no basta. Para llegar a un relato común –afirma– también harán falta concesiones en la sociedad civil y la clase política, de derechas e izquierdas. Si “fuerzas políticas como el Partido Popular y Vox tienen que estar dispuestas a iniciar ese diálogo, condenando las muertes del bando golpista y su posterior dictadura”, la izquierda, por su parte, debe aceptar “que hubo asesinatos brutales en el bando republicano, aunque a su vez reivindiquen lo que hicieron como la defensa de los derechos civiles y la democracia”. Si el debate hasta hoy ha sido tan poco productivo, afirma Leira, es en parte porque las generaciones mayores han sido incapaces de emprender una tarea pedagógica esencial: explicar por qué son necesarias las políticas sobre el pasado. 

Leira vive en Dublín, donde está realizando una estancia postdoctoral; conversé con él desde Estados Unidos.

Usted nació en 1987 y se crió en Ferrol. ¿Qué aprendió en la secundaria sobre la Guerra Civil y el franquismo? 

Como cualquier joven educado en la LOGSE, no los llegué a estudiar hasta segundo de Bachillerato, e incluso entonces fue muy, muy por encima, para cubrir un expediente que era pasar la selectividad. 

Así que llegó a la carrera de Historia en la Universidad de Santiago con la mochila bastante ligera. 

Bueno, como me gustaba leer, algo sabía, por textos literarios, sobre todo. Y dado que me interesaba el debate político me habían llegado algunos de los testimonios de la represión franquista, que en Galicia fue importante ya que nunca llegó a ser ni frente de guerra. Por tanto, entré en la universidad con ideas bastante superficiales pero muy politizadas. Para mí, el pasado era una historia de buenos y de malos, precisamente lo que critico hoy.

Por 2005, cuando comienza la carrera, el movimiento de la memoria ya está en pleno auge; dos años después se aprueba la Ley de Memoria Histórica de Zapatero. ¿Cómo se vivió todo aquello en Galicia?

Coincidió con un cambio de gobierno. En 2005, el bipartito del Bloque Nacionalista Galego y el Partido Socialista releva al Partido Popular. En 2006, además, la Xunta celebra el Año de la Memoria, por lo que el tema empieza a cobrar importancia mediática —social ya la tenía—. También se formó el proyecto Nomes e Voces, formado por las tres universidades gallegas. Allí desarrollaron sus investigaciones mis dos de mis directores de tesis, Lourenzo Fernández Prieto, que fue el investigador principal de esta ambiciosa iniciativa, y Andrés Domínguez Almansa. El proyecto pudo recoger más de 600 entrevistas orales, documentación personal y fotografías de víctimas del franquismo, en que tuve la suerte de colaborar. Fue una experiencia formativa en todos los sentidos, personal e intelectual; comprendí la necesidad de darle voz a todas esas personas. 

Aunque se formó en esa colaboración entre universidad y sociedad civil, hoy establece una clara distinción entre la labor de investigadores y la de los activistas de la memoria. 

Considero que los investigadores debemos superar el discurso político y estudiar los aspectos que como individuos nos puedan repugnar de la historia, como puede ser la violencia. Pienso que el movimiento memorialista tiene un factor fundamental, y es el reconocimiento de las víctimas. Pero eso termina idealizando a aquellos individuos. Una víctima no se puede discutir, está incluso por encima del bien y del mal. Quienes se dedican al estudio del pasado, en cambio, pueden empatizar con los personajes que analizan, pero no reivindicarlos. Esa parte, lógica, de participación política en una determinada dirección, creo que es incompatible con la Historia, las Ciencias Políticas, la Sociología, etc., como disciplinas. Como individuo defiendo, y defenderé, la aprobación de una Ley de Memoria Histórica y obviamente la reparación de quienes fueron víctimas. Pero no cuando realizo una investigación histórica. Es verdad que los intereses de los dos grupos se movieron en paralelo durante cierto tiempo. Recuerdo que, como estudiante de licenciatura, asistí como oyente a un congreso de investigadores del franquismo en que estaba también Emilio Silva, el fundador de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, que realizó una intervención bastante controvertida. La tensión entre los investigadores y lo que representaba Silva era evidente. Para cuando se celebró el congreso siguiente, ya no estaba Silva ni nadie que tuviese ningún tipo de vinculación con el movimiento memorialista. No es que faltaran investigadores con una participación social, pero ya no había representantes de la sociedad civil. 

Qué lástima, ¿no?

En cierto modo es normal que se bifurcasen los caminos. Llegó un momento en que los objetivos del movimiento social, como recoger nombres de víctimas y testimonios de la violencia, resultó insuficiente para avanzar en el conocimiento de aquellos sucesos. ¿Fue represión o genocidio? ¿Qué tipo de víctimas son unas y otras? ¿Quiénes fueron los verdugos? Surgieron nuevas preguntas al calor, también, de un nuevo momento histórico. Este afán por continuar una senda distinta creo que no se ha entendido del todo desde el movimiento de recuperación de la memoria histórica. Es comprensible que existan diferencias de perspectivas con ese movimiento social. Fue un proceso lógico.

En 2009, vuelve el PP a tomar las riendas de la Xunta; dos años después, Rajoy sustituye a Zapatero en la Moncloa.

Es un momento de inflexión importante. Terminan las ayudas, lo que también disminuye hasta cierto punto el interés de los historiadores en continuar ese camino. Se volvió a los ámbitos más estrictamente académicos. La consecuencia es que los que nos dedicamos al estudio de la Historia, perdimos relevancia social y mediática que habíamos tenido. 

Parece que lo constata con pesar. ¿No mantenía que el divorcio entre investigadores y sociedad civil es natural e incluso sano?

Que los intereses se diverjan es natural e, incluso, positivo. Lo ideal es que hubiera una relación continua, aunque intermitente. Es normal que los académicos nos centremos en debates teóricos, pero deberíamos mantener la presencia social que se ha perdido. En otras palabras, aunque el divorcio es lógico, creo que se debería haber hecho de otra manera. 

En sus entrevistas y piezas de opinión ha criticado la politización del pasado. Afirma que los investigadores universitarios pueden aportar una perspectiva más productiva o constructiva sobre el pasado que los activistas o los políticos, a los que pinta como generadores de crispación. 

El movimiento social de la memoria ha tenido el discurso que debía tener. Sus reclamaciones son legítimas y deberían ser aceptadas por todos. Pero creo que, como académico, nos toca adoptar una postura más crítica con el pasado, más distante. El problema principal que ha tenido España, en mi opinión, es que como sociedad nos consideramos portadores políticos del pasado, cuando no debemos ser herederos incondicionales de los sucesos históricos. Yo puedo ser perfectamente una persona progresista y al mismo tiempo aceptar que, en la guerra, hubo asesinatos de frailes perpetrados por grupos milicianos de izquierda. Esto no me hace defender con menos ahínco el derecho a abrir cunetas y al reconocimiento de todas las víctimas de la dictadura franquista.

Es curioso: lo que dice sobre el no sentirse herederos del pasado me recuerda el discurso de los grandes historiadores de la Transición: los Juan Pablo Fusi, Álvarez Junco o Santos Juliá, que tanta crítica han recibido de parte de algunos colegas que hoy rondan los 50. ¿Me equivoco, o los treintañeros como usted, a su vez, están volviendo a esas posiciones anteriores?

No lo creo. Considero que los historiadores son hijos de su tiempo. Pertenezco a otra generación, no viví en aquel esquema mental de franquismo frente a antifranquismo. Tampoco del de la Transición. Por lo tanto, mi posicionamiento es diferente al de ellos. Empatizo con las víctimas del franquismo, pero no quiero caer en un posicionamiento excesivamente equidistante, que quizá han tenido los historiadores que citas, a quienes respeto. Cuando me puse a estudiar a los soldados que lucharon en filas sublevadas, me di cuenta de que muchos de ellos eran también víctimas. Sin embargo, como soldados forzosamente reclutados, se convirtieron en victimarios también. Esa contradicción, me parece, que hay que reconocerla. Lo que pasa es que creo que no cabe fácilmente en el discurso político ni en el memorialista. 

En su tribuna en El Salto, cuenta una anécdota que ilustra esas contradicciones. 

Es la historia de un padre de familia gallego, militante de la UGT, que después del golpe de 1936 le aconseja a su hijo, también miembro del sindicato, que se aliste en el ejército golpista para salvar la vida. El hijo obedece. Pero cuando el padre es detenido y condenado a muerte, el hijo es nombrado para el pelotón de fusilamiento. Aunque al final el hijo logró librarse de esa obligación, el padre acabó fusilado. Ahora, si el hijo hubiera estado presente en el pelotón, ¿quién sería la víctima y quién el verdugo? 

Son historias escalofriantes.

Pero difíciles de encajar. Por ejemplo, si me invitan a dar una charla a la Asociación de Memoria Histórica de Zaragoza, yo sé que no puedo decir: “Cuidado, porque a lo mejor tal soldado republicano fue víctima, pero fue verdugo también porque participó en un batallón de fusilamiento”. Y fíjate que cuando digo víctima o verdugo no estoy formulando un juicio ético. Eso sería extralimitarme. No creo que le toque a un historiador judicializar el pasado. Yo no puedo decir que lo que ha hecho cierta persona durante la guerra esté mal. Actuó en un contexto que yo, como historiador, que meramente soy capaz de reconstruir. Por eso digo que hay que estudiar el pasado desde una perspectiva más compleja. 

Me sorprende ese instinto suyo de autocensura en una hipotética charla en Aragón. ¿Por qué no es algo que pueda contar en un contexto así? ¿Qué pasaría?

Pienso que quizá no se comprendería. 

Puede que yo sea ingenuo, pero me parece que todo depende de cómo se narre. 

No lo sé. Te cuento otro caso: la familia Liste. Constante Liste Forján, hermano del futuro general Enrique Líster —cuyo nombre real era Jesús Liste— fue el último alcalde de Teo, un pequeño pueblo al lado de Santiago. Formó una pequeña milicia bastante desorganizada para intentar frenar el golpe. Fracasó y fue fusilado. No se puede negar que luchó para impedir que triunfara el golpe. En el año 32, la Agrupación Republicana de Teo había enviado una carta al gobernador civil acusando a la familia de terroristas por haber acuchillado al presidente de la Agrupación. Ahora bien, si esa víctima de acuchillamiento, que sobrevive al ataque, hubiese continuado en política, podría haber sido asesinado en la represión golpista de 1936. Entonces en Teo hubiera podido haber una placa en la que estuviesen el nombre de ambos, uno al lado del otro. Si aquellos dos hombres pudieran verse compartiendo esa placa de recuerdo y reconocimiento, se escandalizarían por compartir ese espacio. Esa complejidad, creo yo, es difícil introducirla en el debate político. 

Repito: yo entiendo y comparto el discurso memorialista como individuo que pertenece a la sociedad civil. Pero también creo que, como historiador, para ir más allá y estudiar cuestiones que pueden ser incómodas, tengo que ampliar las miras. Me gusta descubrir la complejidad del pasado porque así se aproxima más a lo que es nuestra realidad actual. En ese sentido, pasado y presente se diferencian menos de lo que se suele suponer. 

Cuando dice que hay que evitar los juicios éticos sobre actores del pasado, me parece que lo hace desde una determinada concepción del rigor académico, que exige una distinción entre, por un lado, el compromiso ético o político y, por otro, el compromiso historiográfico. Es una posición que, en España, han adoptado historiadores conservadores como Julio Ponce Alberca, que dijo el otro día en una entrevista: “Al historiador no se le debe pedir militancia ni compromiso”. Al mismo tiempo, sin embargo, me consta que su propio proyecto como historiador obedece a un claro impulso ético. En la conclusión a su libro, dice literalmente que ha pretendido “emancipar” o “liberar” a los soldados que estudia. Si esa no es una misión ética, no sé qué es. 

Es una buena pregunta, que no me he planteado. No sabría exactamente qué responder. Lo que sí tengo claro es que no me veo adhiriéndome a una supuesta rigidez académica. Como ciudadano, formo parte de la sociedad civil y participo de la misma. Lo que ocurre es que, como investigador, me interesa ir más allá de la lógica de víctimas y verdugos. 

Perdone que insista, pero no me parece que logre escaparse del todo de esa lógica. En su libro, afirma que Franco se apropió ilegítimamente de la memoria de sus soldados. Al “emancipar” usted a estos soldados de esa apropiación ilegítima, Franco queda reafirmado en su papel como el malo de la película. Es decir que, aunque usted desplaza la frontera que separa a buenos y malos, esta no desaparece del todo. Me recuerda un poco —con perdón— al juego de manos que realiza Javier Cercas en Soldados de Salamina, donde un falangista como Sánchez Mazas, retratado como un escritor ingenuo sin llegar a ser mala persona, acaba como víctima de Franco, este sí malo malísimo sin remedio. Así como, para Andrés Trapiello, hubo buenas y malas personas en ambos bandos, por lo que hoy solo nos podemos identificar con la llamada “tercera España” de Madariaga y Chaves Nogales.

No estoy de acuerdo —para nada— en que mi libro se acerque a lo propuesto por Cercas, Trapiello y demás intelectuales orgánicos, que parten de un buenismo que yo no defiendo. Lo que quiero es demostrar no que hubiera buenos y malos en ambos bandos, sino que hubo, simplemente, personas corrientes: lo que Christopher Browning en su trabajo sobre el Holocausto llama ordinary men, gente corriente que llega a cometer actos violentos. Yo quiero comprender no solo quiénes participaron en la represión sino qué tipo de motivaciones tenían. Y eso hay que estudiarlo de manera fría, no militante.

¿Pero de verdad es posible escapar a los esquemas éticos impuestos por el presente? Le doy otro ejemplo. En El Salto, afirma usted que hay que quitar del espacio público “los homenajes a quienes no defendieron en su momento la democracia”. Eso lo veo como una clara distinción moral entre actores históricos, como es evidente de inmediato cuando se tiene que traducir ese imperativo a la práctica. Pienso en la justificación perversa que dio el Ayuntamiento de Madrid cuando quitó la placa dedicada a Largo Caballero. En el esquema que propone usted, un monumento a Queipo de Llano, me imagino que quedaría eliminado sin más miramientos, mientras que un busto de Azaña se mantendría. Pero ¿y una estatua de Durruti, al que una Cayetana Álvarez de Toledo sin duda calificaría de “terrorista”?

Es cierto que el concepto de democracia que existe ahora no es el que existía entonces, así como el concepto de democracia que podía tener, digamos, Largo Caballero no era el mismo que el que podía tener Manuel Azaña. Pero con todos estos matices, queda claro que el socialismo de Largo Caballero y el anarquismo de Durruti tienen cabida dentro de los valores democráticos actuales. Si hubiera pruebas de que Durruti perpetró matanzas deliberadas a personas civiles, quedaría fuera. Pero no hay pruebas. Por eso es tan importante el análisis de la violencia y de otros aspectos teóricos. 

Álvarez de Toledo también mantiene que no todos los que se involucraron en la lucha armada contra la dictadura cabe llamarlos defensores de la democracia. 

Esa sí que es una burda instrumentalización política del pasado. Es precisamente en ese tipo de casos que a los historiadores nos toca explicar que la lucha armada contra la dictadura se desplegaba dentro de un contexto generalizado de represión y violencia. Porque la verdad es que en realidad la Guerra Civil se alarga al menos hasta los años cincuenta, como ha argumentado mi colega Jorge Marco.

En su artículo en El Salto, imputa directamente a las generaciones anteriores a la suya por no haber sabido explicar bien por qué España necesita desplegar políticas de memoria o sacar a Franco del Valle de los Caídos. 

Lo que hay que evitar a toda costa es que se interprete una ley de memoria como un instrumento que sirve para beneficiar a unos y no a otros. En este sentido, el desconocimiento que existe en España es pasmoso. A mí me han llegado reacciones a mi libro en las redes sociales que me acusaban de subvencionado. “¡A ver” —decían— “cuánto te paga el gobierno por tu próximo libro!” 

¿Cuál sería esa explicación que, según usted, no se ha dado con suficiente claridad?

Sería algo así: Necesitamos legislar sobre estos temas por una cuestión democrática. La democracia por definición es inclusiva y cambiante a los tiempos y reclamaciones sociales. Para comprender nuestro presente y muchas de nuestras luchas políticas actuales, tenemos que estudiar nuestro pasado. Y tenemos que comprender que existe un sector de nuestra sociedad que no ha sido reparado, por lo cual es lógico que sus herederos quieran una reparación social y que se exhumen a sus parientes de las cunetas. Hasta que no ocurra eso, no seremos una democracia plena. En otras palabras, estamos hablando del principio legitimador del sistema. Así como los juicios de Núremberg fueron el principio de las democracias liberales de la posguerra y, luego, de la Unión Europea. 

De acuerdo. Pero ¿no es precisamente lo que han venido argumentando los proponentes de las políticas de memoria? Si hasta Pedro Sánchez, después de la exhumación de Franco, dijo que España había “cumplido consigo misma” como democracia. Es evidente que no es un argumento que hayan asumido todos los sectores políticos. Pero no es porque no se haya expuesto.

Bueno, quizás a partir del año 2000. Antes, no. Y hay que decir que todavía hoy es muy deficiente la labor didáctica y pedagógica que se hace, por ejemplo, en los institutos. Hasta que no haya una mayor educación humanística en todos los sentidos —en lugar de quitarles horas a Filosofía, a Literatura y a Historia—la situación no va a cambiar. Porque es difícil que cambien de criterio las generaciones mayores que ya tienen su pensamiento formado —durante los años de la Transición, en el entorno familiar o en su educación política–. Va a ser un proceso necesariamente lento y largo en el que tenemos que participar todas y todos.

¿Qué responsabilidad ve allí para los expertos académicos?

Los historiadores, durante mucho tiempo y ahora de nuevo, están recluidos en la universidad, sin dar a conocer los grandes progresos que han realizado en el conocimiento sobre el pasado. Ese trabajo no ha tenido un reflejo en la sociedad. De otro modo no se explica por qué tuvo que haber un debate mediático sobre la exhumación de Franco, ¡en 2019! cuando tendría que haberse exhumado ya hace mucho tiempo. 

Pero esa insistencia suya en que los investigadores se mueven en otro ámbito y obedecen a criterios distintos de los de la sociedad civil —además de su confianza en su probidad disciplinaria— ¿no fomenta esa reclusión? ¿No tendría más sentido concebir la construcción del relato sobre el pasado como un proyecto democrático, compartido entre la universidad y la sociedad, entre historiadores y ciudadanos? A fin de cuentas, no hay ningún historiador que no sea ciudadano, como no hay ciudadano que no piense históricamente en función de un pasado colectivo.

Estoy completamente de acuerdo con este planteamiento, pero no lo estoy en tú consideración sobre mi posición. Me explico. Una de mis fuentes principales son las entrevistas orales. Es decir, que hago partícipe a los testigos en el relato que construyo. Parto de la sociedad civil, de la que también provengo. Pero a partir de lo que me dicen mis entrevistados, yo necesito una metodología de análisis. El método periodístico no es válido para trabajar con la memoria de las personas para construir un relato histórico. Por lo tanto, hago partícipes a los miembros de la sociedad civil, pero lo enriquezco con un rigor metodológico.

Entiendo. Pero ¿qué hace para que ese relato vuelva a la sociedad civil?

Es algo complejo. Necesitamos más tribunas en las que poder expresarnos. También, convertir nuestras investigaciones en un formato más accesible. En mi caso, intento ser consecuente con mis ideas. Por ejemplo, dentro de poco va a salir publicado en la editorial gallega Galaxia un libro de fotografías históricas sacadas de diversos archivos, con textos divulgativos en los que sintetizo planteamientos de mi tesis doctoral. Intento participar en prensa. Creo que la presencia de los historiadores en los debates públicos en España podría ser mayor. Aunque quizá no tenemos la culpa de que no nos inviten a tertulias de televisión o de radio. Otra manera es una mayor interacción entre universidad e institutos. Colaborando en currículums escolares, realizando charlas formativas al profesorado sobre los nuevos debates historiográficos, dando charlas a los alumnos, etc.

Ha dicho que urge llegar a un “relato de mínimos” consensuado. Pero esa idea, ¿no es un regreso al fetiche del consenso que caracterizó la Cultura de la Transición? ¿No tiene más sentido asumir, como lo hace Ricard Vinyes, que el conflicto en el relato sobre el pasado colectivo es inevitable e incluso productivo? 

Yo creo que, al debatir sobre el pasado, debemos evitar caer en la visceralidad. No digo que perdamos el vínculo emocional. No quiero que la Guerra Civil sea como la Guerra de la Independencia. Pero hay que saber distinguir entre conflicto y debate. El debate es positivo. De hecho, abogo por el debate. El relato que se construya, además, no puede ser estanco porque si no estaríamos cayendo en el mismo error que se cometió en el 78: una narrativa inamovible que no es adaptable al mundo actual y a las mentalidades cambiantes de las nuevas generaciones. Pero si el debate está bien, lo que tenemos que evitar es el conflicto. Tenemos que dejar de pensar que una persona por ser de izquierdas tiene que tener el mismo pensamiento de Enrique Líster o Durruti. ¡Si no tiene nada que ver! No hay herederos incondicionales del pasado, o no debería. Lo mismo a la inversa, una persona conservadora no tiene que defender los mismos posicionamientos que Gil Robles o Calvo Sotelo, por ejemplo.  

Hay los que dicen que la democracia española aún es joven.

No es una excusa que valga para no abordar los problemas que como sociedad tenemos sobre nuestro pasado. ¡Si ya llevamos 40 años! Tan jóvenes ya no somos. Con 40, Alemania tuvo que unificar un país que había sido una dictadura comunista con otro construido sobre sistema liberal. Tuvo que crear un discurso único sobre el pasado de la Segunda Guerra Mundial, cuando había dos discursos completamente diferentes. ¿Por qué no somos capaces en España de hacerlo? 

Fuente: https://www.lamarea.com/2021/02/05/el-problema-de-la-espana-democratica-es-que-como-sociedad-nos-consideramos-portadores-politicos-del-pasado/