La mayoría de los líderes globales parecen estar convencidos de que el crecimiento económico es la panacea para todos los problemas sociales. Sin embargo, abundan las conexiones entre la adicción al crecimiento económico, la gravísima crisis ecológica, el aumento global de la desigualdad y la degradación de las prácticas democráticas. Desafortunadamente, estos temas se suelen […]
La mayoría de los líderes globales parecen estar convencidos de que el crecimiento económico es la panacea para todos los problemas sociales.
Sin embargo, abundan las conexiones entre la adicción al crecimiento económico, la gravísima crisis ecológica, el aumento global de la desigualdad y la degradación de las prácticas democráticas.
Desafortunadamente, estos temas se suelen explorar de manera fragmentada y, a menudo, son manipulados o malinterpretados con el fin de apoyar argumentos preconcebidos o ideologías de diversa índole. En realidad se trata de procesos profundamente interconectados que no pueden entenderse sin atender a sus relaciones sistémicas. Numerosas investigaciones recientes en ciencias sociales y ecológicas han procesado cantidades ingentes de datos cuyos resultados iluminan dichas conexiones.
Límites de la biosfera
Estudios en ciencias sociales sugieren que, en los países ricos, el crecimiento económico no contribuye necesariamente a mejorar el bienestar social. Sin embargo, la reducción de la desigualdad es la manera más eficaz para resolver problemas sociales tales como violencia, criminalidad, número de prisioneros per cápita, obesidad y enfermedad mental. Además, la reducción de la desigualdad también mejora el rendimiento escolar, aumenta la esperanza de vida de la población e incrementa los niveles de confianza y movilidad social.
Estudios comparativos en epidemiología demuestran que las sociedades con menos desigualdad salarial obtienen mejores resultados en todos los aspectos mencionados, independientemente de su producto interior bruto (PIB). Por otra parte, en su libro reciente Capital en el siglo XXI, el economista francés Thomas Piketty ha recopilado y procesado montañas de datos para mostrar cómo, históricamente, el capitalismo desregulado tiende a aumentar la desigualdad y a dificultar las prácticas democráticas. Por ello, la prioridad de una política social coherente debería de ser reducir la desigualdad social, no aumentar el PIB.
Paralelamente, el desarrollo reciente de la ciencia del sistema terrestre pone de manifiesto el hecho de que la frenética actividad económica humana ya ha transgredido varios límites ecológicos planetarios que ponen a la humanidad en una situación de riesgo inaceptable, cuyas consecuencias ya están resultando devastadoras en algunas regiones. Desde varias disciplinas académicas se sugiere que estamos inmersos en una nueva época geológica, el antropoceno, debido a que la actividad humana está transformando drásticamente todos los sistemas de la Tierra. Dicha transformación, además de acelerar la extinción masiva de especies o el cambio climático en curso, podría comprometer la continuidad de la civilización humana tal cual la conocemos hoy en un plazo de tiempo no muy largo. Numerosos informes insisten en que si los seres humanos no modifican su manera de relacionarse con el planeta las consecuencias inminentes serán probablemente nefastas.
Nuevo marco conceptual
Si consideramos todas estas aportaciones recientes de las ciencias sociales y ecológicas de manera integrada sacaremos la siguiente conclusión: el crecimiento económico constante en el marco de una biosfera finita es una imposibilidad biofísica, por lo que cuanto más rápido crece la economía más rápido colapsan los sistemas vivos del planeta. Además, dicho crecimiento económico, en el contexto de políticas neoliberales, aumenta la desigualdad social y dinamita los procesos democráticos amplificando así otros problemas sociales que erosionan el bienestar de las comunidades humanas.
En resumidas cuentas, hemos creado un sistema económico disfuncional que, cuando funciona acorde con su propia lógica de aumentar el ritmo de producción y consumo, destruye los sistemas vivos de los que depende, pero que cuando no crece lo suficiente se vuelve socialmente insostenible. ¡En un juego con semejantes reglas es imposible no perder!
La buena noticia es que romper con esta espiral de desastre social y ecológico podría ser (teóricamente) más fácil de lo que pensamos. No haría falta ni un milagro tecnológico ni colonizar nuevos planetas, bastaría con cambiar el marco de referencia.
Asumamos por un momento que todas las personas estamos de acuerdo con tres premisas básicas:
- La biosfera contiene todos los sistemas vivos del planeta.
- Los humanos son una de las múltiples especies contenidas por la biosfera y dependientes de su adecuado funcionamiento.
- Un sistema económico es (o debería ser) un instrumento que los humanos emplean para organizar sus sociedades de manera funcional.
Si nos basamos en dichas premisas resulta obvio que la economía es un subsistema de la biosfera y no al revés. La economía convencional es disfuncional porque asume que los ecosistemas y las sociedades deben adaptarse a la economía de mercado. En cambio, si comenzáramos a organizar nuestras prioridades según la realidad biofísica, en vez de hacerlo según las demandas del mercado, quedaría claro que nuestro sistema económico dominante es absurdo, dado que destruye los ecosistemas que son la fuente de su riqueza.
Alternativas a la obsesión con el crecimiento
Una economía con sentido común debería organizar la actividad humana de tal forma que incremente el bienestar social al tiempo que respete los límites ecológicos. En un modelo económico deseable y sostenible el objetivo principal sería facilitar el bienestar de las comunidades y los ecosistemas, no la acumulación de capital.
A nivel global la humanidad no puede permitirse más crecimiento económico desbocado y asimétrico. De hecho deberíamos reducir el flujo de energía y materiales movilizado por la economía global en, por lo menos, un tercio para ser sostenibles. Sin embargo, esa reducción biofísicamente inevitable del crecimiento global no significa que ciertas regiones o grupos no deban alcanzar un nivel de vida digno. Todo lo contrario, es la condición indispensable para que haya justicia medioambiental.
Una vez que quedan reconocidos los límites biofísicos y sociales del crecimiento económico, el siguiente paso sería adoptar la economía ecológica como el instrumento adecuado para alcanzar los nuevos objetivos. No hace falta comenzar de cero, pues ya existen numerosas fuentes sobre el tema y un número significativo de activistas e investigadores promoviendo teorías y prácticas relacionadas con decrecimiento, post-desarrollo, post-extractivismo, economía del bien común, buen vivir, etc.
Desde estas perspectivas se exploran y analizan diversas políticas diseñadas explícitamente con el fin de reducir el consumo superfluo de materiales y energía, al tiempo que se generan comunidades más justas, vivibles y sostenibles para todas las personas. Algunas de estas políticas se han puesto en práctica de manera muy exitosa en algunas regiones y municipios a pesar de las presiones neoliberales a nivel nacional y global. Muchas de ellas son bastante simples y no requieren de grandes macro-estructuras ni inversiones, sino de comunidades participativas. Es decir, que ya existen las políticas económicas (en la teoría y en la práctica) para vivir en comunidades deseables, justas y sostenibles. Pero para que sean implementadas a mayor escala hay que abandonar las omnipresentes fantasías neoliberales que tanto políticos como economistas ortodoxos perpetúan. Asimismo se debe dejar de priorizar el crecimiento económico sobre la sostenibilidad ecológica y social. Precisamente todo lo contrario a lo que recomienda la Troika y a lo que ha estado haciendo el gobierno de España. Así nos va.
La versión inglesa de este artículo se publicó originalmente en The Conversation en abril del 2015.
Luis I. Prádanos es profesor en la Miami University. Se pueden encontrar sus trabajos en el siguiente enlace.
Fuente original: http://www.elsalmoncontracorriente.es/?El-problema-de-la-obsesion-con-el