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El problema de los intelectuales

Fuentes: Rebelión

He leído con sumo interés los artículos de Alfonso Sastre, Pascual Serrano, Octavio Rodríguez y Carlo Fabretti que configuran el presente debate en la sección de Cultura de REBELIÓN sobre el papel de los intelectuales. Comparto, en buena medida, la mayor parte de las tesis que en este necesario debate se desgranan; sin embargo, tengo […]

He leído con sumo interés los artículos de Alfonso Sastre, Pascual Serrano, Octavio Rodríguez y Carlo Fabretti que configuran el presente debate en la sección de Cultura de REBELIÓN sobre el papel de los intelectuales. Comparto, en buena medida, la mayor parte de las tesis que en este necesario debate se desgranan; sin embargo, tengo el convencimiento que el problema de los intelectuales es mucho más grave y más profundo de lo que traslucen dichos escritos, y va más allá de la mordaza o del egoísmo de salvar la piscina.

El intelectual «progresista», según pienso, tiene el mismo problema que la izquierda política y social: se trata de un problema de identidad, que presenta una sintomatología parecida a lo que en medicina psiquiátrica recibe el nombre de esquizofrenia (del griego skizo (escindir) y phrenia (razón, mente). El intelectual «progresista» no tiene un referente claro de sí mismo y oscila entre varios yoes, que asumen posiciones en torno a un eje: el sistema; desde la crítica más destructiva (o deconstructiva) hasta el más abnegado panegirismo, pasando por la neutralidad más «objetiva», este espécimen de la fauna social no halla reposo porque la realidad se mueve en vaivenes que le arrebatan sus eventuales principios devolviéndoselos cuando la coyuntura lo requiere.

Por culpa de la historia, al intelectual «progresista» se le han roto los esquemas. Ya no concibe un modelo de sociedad revolucionaria posible. Todo ha fracasado, y Cuba -que, dicho sea de paso, hay que preservar a toda costa de los depredadores al acecho- no le vale, porque entiende que el bienestar material es condición necesaria del bienestar humano, cuando, como podemos comprobar, no es ni condición suficiente; por otro lado, en Cuba se da lo segundo sin lo primero, y se podrían dar los dos, si no fuera por el bloqueo y la incalificable actitud de Europa. Y, encima, los hay que van por ahí firmando «cartitas» -como diría el entrañable Fidel- contra Cuba. No se dan cuenta de que llevan puestas las gafas ideológicas de la burguesía.

El intelectual «progresista» ya no tiene ideas, y, «como se ha demostrado», Marx «ya no sirve»: hemos llegado al fin de la historia aunque… «¡otro mundo es posible!» ¿Dónde?: ¿¿¡¡dentro de este!!?? Por tanto, y puesto que la crítica hay que ejercerla desde posiciones sólidas de las que el voluble intelectual «progresista» carece ¿por qué comprometerse con la crítica del sistema de cuya mano come? ¿Por qué poner en riesgo la piscina? En cualquier caso, ese tránsito del progresismo al conservadurismo quizá, lo que demuestra, es que teníamos por intelectuales a quines en realidad tan sólo eran uno listillos oportunistas; o quizás haya que revisar el concepto de intelectual. Por definición, un intelectual es alguien que hace un uso sistemático del intelecto, o, en una definición más de diccionario, quien se dedica a tareas que requieren un empleo especial de la inteligencia. Es en esa segunda acepción donde está la trampa: el intelectual o lo es o no lo es; no lo puede ser sólo cuando «trabaja». La caracterización de Aristóteles del intelectual en la Ética a Nicómaco -la cual subscribo- es la de alguien para quien los asuntos materiales y los mundanos (tales como el reconocimiento, honores, etc.) pasan al plano de lo irrelevante; no es así para los intelectuales de los que se quejan Sastre y Fabretti, que tan sólo ansían el reconocimiento del sistema para aliarse con él y comer de su mano. Esta falta de solidez es debida, en buena parte, a la sensación de desarraigo -de la que se han quejado amargamente los intelectuales existencialistas- que les hace propensos a arrimarse a lo que sea, con tal que les haga sentir que están ahí pisando fuerte.

Habría elementos intelectuales indecisos que, caso de existir un modelo claro tangible de sociedad por el que luchar, no dudarían en trabajar por la causa. Pero este modelo no existe: hay que diseñarlo; hay que hacer los planos de la sociedad que queremos… unos planos de carácter científico y abierto, además de -va de suyo- utópicos, porque si la sociedad del futuro ha de parecerse a la actual no vale la pena luchar por ella. Una vez desarrollado el modelo, hay que trabajar en el tránsito revolucionario desde nuestro capitalismo prehistórico hasta la sociedad del futuro, donde empiece -como decía Marx- la verdadera Historia de la humanidad; hay que demostrar cómo, a partir de las condiciones ya existentes de la ciencia y la técnica, aplicadas racionalmente a la producción y distribución, se puede dar un giro a la realidad mundial y terminar con las lacras globales. Pero si no hay modelo utópico -aunque creíble-, nadie se apuntará a la etapa revolucionaria: todas las revoluciones han tenido sus utopías.

Tácitamente se cree en el fin de la historia. Al mundo tan sólo se le pueden hacer remiendos, tales como contaminar menos (para lo cual habría que someter a control a USA, Rusia y China, y: ¿quién lo va a hacer?) o regular más estrechamente la explotación del hombre por el hombre (de modo que todos estemos explotados en igualdad de condiciones). La superación del capitalismo no está a la orden del día. El concepto de revolución -salvo en el ámbito publicitario- es tabú. Creer que el sistema capitalista no tiene alternativa forma parte del conjunto de dogmas ideológicos que nos esclavizan mentalmente ¿Es que no ha habido otras revoluciones? ¿Qué es lo que nos puede impedir emprender una nueva revolución, aparte de nosotros mismos? Cierto es que la sociedad capitalista, por su apariencia democrática, es la que ha concitado mayor número de adhesiones inquebrantables -especialmente por parte de los intelectuales reciclados-, y es, también, la que mejor ha sabido penetrar en lo más hondo de la idiosincrasia. Sin embargo -aunque de un modo indirecto- está volviendo a ser puesta en tela de juicio. Sin embargo, no es el sistema en sí mismo lo que se cuestiona, sino sus efectos secundarios: el hambre, la manipulación del mundo por cuatro países con sus multinacionales, el deterioro deliberado y sistemático del medio ambiente, la guerra imperialista, el terrorismo de estado o de otro tipo… y el largo etcétera de todos conocido. Estos efectos son atribuidos no al propio sistema sino a una eventual mala gestión del mismo cuando, en realidad, es la naturaleza misma del sistema la que los conlleva; el sistema no puede funcionar de otro modo que explotando todo lo explotable, empezando por los propios seres humanos. Lo que ahora mismo se está reclamando no es, en realidad, un cambio de sistema, sino algo aún más difícil, es decir, imposible: se quiere el funcionamiento del sistema pero sin sus efectos secundarios (lo que prueba hasta qué punto la sociedad, alienada, no trasciende la ideología; no puede pensar en otros términos que los que le ha impuesto la clase dominante, por más que crea que lo hace).

Sólo cuando sea el sistema en sí mismo lo que sea juzgado por la mayoría de la población y los medios de comunicación; sólo cuando sea el propio sistema el objeto de debate de la opinión pública; sólo cuando sinceramente se conciba que el cambio es posible; sólo cuando perdamos el miedo a lo desconocido, es decir, sólo cuando seamos capaces de enfrentarnos a nosotros mismos; en definitiva, sólo cuando la ideología sea puesta en evidencia, entonces será posible superar el sistema actual y empezar a construir la historia de la humanidad, empresa para la que el mundo ya está en condiciones materiales, tanto tecnológicas como económicas: podemos empezar a andar hacia el futuro.

Barcelona, 05 de agosto de 2004