El 15 de marzo de 2011 se desarrollaba una concentración en Damasco. Tres días después, las manifestaciones se extendían a las principales ciudades del país, ganado por la «primavera árabe». Tras seis años de guerra, centenares de miles de muertos y millones de refugiados, un alepino refugiado en Francia recuerda el carácter inesperado y milagroso […]
El 15 de marzo de 2011 se desarrollaba una concentración en Damasco. Tres días después, las manifestaciones se extendían a las principales ciudades del país, ganado por la «primavera árabe». Tras seis años de guerra, centenares de miles de muertos y millones de refugiados, un alepino refugiado en Francia recuerda el carácter inesperado y milagroso de este renacimiento abortado.
El perfume de la primavera me llega hasta mi asilo alsaciano. Reconozco bien estas fragancias embriagadoras. No emanan del extraño país en el que estoy refugiado desde hace diez y ocho meses. Pues quien vive bajo el cielo de este país, sobre todo en la atmósfera de la campaña presidencial, sabe bien que nada anuncia, desgraciadamente, una primavera. Este perfume me viene de mi país, Siria, a 4000 km de distancia y seis años después.
Pero ¿qué queda de la primavera siria? No hay respuesta rápida a esta pregunta que viene como un puñal a clavarse en el fondo del corazón. Muchos dicen hoy, algunos con nostalgia y pena, otros con odio y rencor, que no hubo nunca de verdad una primavera en Siria. Que nuestro país estaba condenado al invierno duro y largo de las dictaduras o al verano abrasador y loco del extremismo musulmán.
Hace seis años, en esta misma época del año, escribía en mi página de Facebook: «Estamos en marzo, ¿llegará también aquí la primavera?». Era poco después de que la revolución tunecina comenzada el 17 de diciembre de 2010, seguida de la revolución egipcia el 25 de enero de 2011 y, en fin, de las de Yemen y Libia de febrero. Era el tiempo de los levantamientos, llamado «primavera árabe». Un momento de leyenda que barrió, en algunos días, regímenes que se creía definitivamente instalados como una maldita fatalidad para sus pueblos. Había expresado, en pocas palabras, la esperanza de que esta primavera revolucionaria alcanzara Siria. No lo había hecho evidentemente más que por alusión pues nadie se atrevía entonces a declarase abiertamente. No tenía, por otra parte, «amigos» en el espacio azul de Facebook para leerme, a quienes gustara o que comentaran mi publicación. Solo el agente de información encargado de vigilar cada aliento emitido por un sirio para oprimirle mejor. Todos los sirios evolucionaban como miserables átomos solitarios, errantes frente al terror impuesto por el Estado securitario. El único lazo entre estos átomos aislados era el agente de información, ese ser omnipotente instalado en los subsuelos de la tortura igual que en nuestros espíritus para saberlo todo y sancionar.
¡Y la primavera llegó a Siria! Era auténtica, quiero dar fe de ello. No intento aquí una presentación histórica o política de lo que se produjo desde el desencadenamiento de la revolución siria en marzo de 2011. No es el lugar, y no estoy cualificado para hacerlo. Quiero aportar el simple testimonio de un hombre que ha vivido medio siglo de su vida en Siria. Quiero afirmar que no se trataba de una primavera falsa, ni de una ilusión, ni de un engaño, sino de la única verdadera primavera que haya conocido el país en la historia moderna. Es importante recordarlo para medir bien la amplitud de la catástrofe que se ha abatido sobre Siria y los sirios. Las imágenes de ciudades destruidas, de casas hundidas sobre la cabeza de sus habitantes, de cuerpos destrozados, de cadáveres de decenas de miles de presos muertos bajo la tortura, las de los niños ahogados durante la gran oleada de salidas en las embarcaciones de la muerte o de millones de gentes sencillas amontonadas en los campos de refugiados.
Todas esas imágenes que invaden las pantallas de televisión y las páginas de los periódicos no bastan para dar cuenta del precio exorbitante que hemos pagado. Pues no reflejan más que el aspecto dramático de la historia, el castigo colectivo que ha golpeado al pueblo sirio, sin decir nada de sus causas ni explicar el porqué de la catástrofe.
A las conciencias honestas que leen las palabras y que no pueden creer que el terror de masas que se ha abatido sobre el pueblo sirio no es más que la «guerra contra el terrorismo» realizada por Vladimir Putin y Bachar al-Assad, por retomar los términos de su propaganda. A quienes no pueden comprender cómo los acontecimientos han acabado tan mal. A todos, querría decirles que la única razón de esta locura destructiva es que los sirios han osado hacer la primavera en esta parte árida del mundo. Pues su revuelta, en esta región geoestratégica tan sensible, ha introducido un factor imprevisto amenazante para los intereses establecidos por potencias regionales como Irán, Israel o los países del Golfo. Se trata de una falta mortal. La emergencia de ese nuevo actor habría podido también provocar sacudidas geoestratégicas para mayores potencias aún, como los Estados Unidos, Rusia, Turquía u otros países del Golfo. Se trata aquí también de una maldición fatal. En los dos casos desgraciadamente, los sirios han representado el actor que molestaba, del que había que librarse rápidamente, o al menos intentar instrumentalizarlo durante un tiempo antes de liquidarle. Existen después de todo demasiados pueblos en la aldea planetaria, y parece que es preciso eliminar a alguno de ellos de vez en cuando.
No deja de ser cierto a pesar de todo que lo hecho por los sirios en esa primavera fue una inmensa sorpresa para todo el mundo, incluso para mí que la he esperado toda mi vida. Era un milagro humano de tal magnitud que no lo habría creído si no lo hubiera vivido en directo día tras día. Francamente, no conocía a esos jóvenes y menos jóvenes que se apoderaron de las calles con sus consignas, sus cánticos y sus bailes, cuando yo mismo vivía entre ellos.
Por otra parte, no se conocían entre ellos pues nadie en Siria conocía a nadie. Parientes, vecinos, amigos o colegas, podían ser también soplones de los servicios de información, y la desconfianza era de rigor, incluso de cara a los más allegados. ¿Cómo lograron encontrarse tan rápidamente? ¿Cómo se atrevieron descubrir sus pechos desnudos ante sus camaradas manifestantes, frente a los fusiles de las fuerzas del orden y los cuchillos de los esbirros del régimen que les acuchillaban si piedad? El espíritu cívico que el régimen del partido Baas se ha dedicado a destruir durante cincuenta años por medio del miedo, a aplastar por la mentira, a manchar con la delación, ¿cómo pudo surgir repentinamente a la vida, con tanta pureza y espontaneidad? ¿Cómo los alumnos obligados a cantar todas las mañanas en la escuela las consignas de fidelidad a la familia al-Assad han podido la misma noche salir a la calle para llamar a la libertad y maldecir el alma del déspota padre, fundador de este régimen de esclavitud?
Los pobres, para quienes Siria no ha sido jamás ni generosa ni clemente, han llenado su corazón de un amor puro por una patria que no les ha dado nada. Yo mismo no tenía ningún sentimiento de pertenencia a Siria antes de esta primavera. Tenía incluso vergüenza de pertenecer a un pueblo sometido, trabajando por cuenta de la familia Al-Assad. ¿Cómo me he metamorfoseado de un día al otro, igual que millones de sirios?
La respuesta es a la vez sencilla y sorprendente: hemos contraído de repente el virus de la esperanza de que una vida diferente es posible y que éramos capaces de inventarla. Hemos decidido juntos, nosotros, la gente ordinaria, los estudiantes, los obreros, los carniceros, los fontaneros, los sastres, los abogados, los farmacéuticos, los dentistas, los vendedores de tabaco, los intelectuales, los artistas, los vendedores de gasóleo, los parados y los ex-convictos. Hemos decidido que era hora de que tomáramos posesión de nuestro país, que dejásemos de ser súbditos mansos y aterrorizados para convertirnos en ciudadanos libres. ¡La esperanza! Esta noble pasión es nuestro pecado original. Lo hemos cometido con ardor y hemos pagado un precio muy caro.
El lector francés debería comprender este espíritu que era el de sus antepasados, el de la República y de la democracia. Pero hay que ser Don Quijote para defender esos ideales del siglo XIX cuando se vive en el siglo XXI. ¿Querer ser el dueño de su país? ¡Qué arrogancia para un pueblo! ¿Cómo nos hemos atrevido a pensarlo? No sabíamos que el principio de la autodeterminación de los pueblos pertenece ya al pasado, cuando la tierra era amplia antes de transformarse en una pequeña aldea planetaria de la que cada barrio, pequeño o lejano, cuenta para los grandes propietarios. No se podía dejar que los habitantes decidieran libremente su destino. Que quienes encuentran esta exageración emocional injustificada observen como los ejércitos de cuatro grandes potencias son movilizados alrededor de Manbij. Esta pequeña ciudad (a 50 km al noreste de Alepo) era prácticamente desconocida para los propios sirios. Para confirmarlo, recordamos como la ONU y su enviado especial, Staffan de Mistura, han garantizado la deportación de los habitantes de Alepo-Este, tras los de otras pequeñas ciudades de alrededor de Damasco!
Mustafá Aljarf, farmacéutico de Alepo, refugiado en Estrasburgo.
Artículo publicado en Libération, el 15/03/2017, traducido del árabe por Hala Kodmani. http://www.liberation.fr/debats/2017/03/14/syrie-notre-printemps-martyrise_1555651
Traducción: Faustino Eguberri para VIENTO SUR