La fuerza de la no violencia, el último trabajo de Judith Butler, nace vencido y, sin embargo, resulta imprescindible. La filósofa estadounidense se propone conectar la lucha política por la igualdad social con una ética de la no violencia y retoma también los posicionamientos de las luchas antirracistas para pensar los desafíos del presente.
«¿Me preguntas si yo apruebo la violencia? Eso no tiene ningún sentido», afirma Angela Davis en una entrevista que brindó estando en prisión y que con los años se convirtió en un instrumento fundamental para pensar el racismo estructural y las construcciones antirracistas. La pregunta y la respuesta podrían darse ahora mismo en una tensión sostenida y cruzada de coyunturas alrededor del mundo. De hecho, aunque no sean parte del trabajo de investigación que propone La fuerza de la no violencia, flamante libro de Judith Butler, la autora se ubica en esa tensión entendiendo el ejercicio saludable que implica.
Pero antes de introducirnos en esas páginas, sigamos un poco más con la entrevista a Davis. La activista nacida en Birmingham, Alabama, recuerda cómo Bull Connor, entonces comisionado de seguridad pública del Partido Demócrata, salía frecuentemente por la radio declarando que los negros habían llegado al barrio blanco y que debían prepararse porque a la noche correría sangre. Birmingham, donde ciertamente corría sangre, se ganó el «apodo» Dynamite Hill gracias a los cotidianos crímenes racistas del Ku Klux Klan (KKK). «Recuerdo el sonido de las bombas explotando en la calle de enfrente, recuerdo cómo temblaba nuestra casa. Recuerdo que mi padre necesitaba tener armas siempre cerca, al alcance de la mano, porque en cualquier momento alguien podía venir a atacarnos», rememora Davis, mientras relata cómo los vecinos se organizaban para patrullar la cuadra. El punto alto de comprensión en su testimonio llega al rememorar su cercanía con las cuatro niñas muertas en el histórico bombardeo que, el domingo 15 de septiembre de 1963, sufrió la Iglesia Bautista de la calle 16. Aquel bombardeo, que marcó para siempre la historia del racismo en Estados Unidos, llevó a Nina Simone a escribir Mississippi Goddam, la grandiosa canción en la que decía: «Alabama me tiene muy molesta, Tennessee me quitó el sueño y todo el mundo sabe sobre el maldito Mississippi». Su forma de pronunciar la palabra «maldito» elevaba el volumen de su voz negra, cargada de furia y de duelo, a tal punto que el mismo día que la estrenó sus cuerdas vocales se quebraron y jamás volvió a alcanzar su registro anterior de octava.
«Una de las niñas vivía en la casa de al lado, yo era muy amiga de la hermana de otra y mi hermana era muy amiga de las tres. Mi madre le daba clases a una de ellas. La madre de una de ellas llamó a mi madre el día del bombardeo para que la lleve hasta la iglesia porque estaba sin el auto y había oído algo de un atentado», enumera Davis. Cuando llegaron, no solo encontraron las ruinas edilicias, sino también un escenario desgarrador que no podían «naturalizar»: los cuerpos desparramados y un vacío arquitectónico potenciando los ecos de la desesperación, del dolor, los gemidos de los que agonizaban y todo aquello inmaterial e indecible que con esa explosión moría, incluso para los que de ahí salieron con vida. Más aún, para los que ni siquiera habían estado cerca del punto geográfico. «Cuando alguien me pregunta sobre la violencia simplemente me parece increíble, porque significa que la persona que hace esa pregunta no tiene la más mínima idea por lo que ha pasado la gente negra, de lo que experimenta la gente negra en este país desde la primera persona que fue secuestrada de las costas de África», concluía Davis.
El duelo
Ahora abrimos La fuerza de la no violencia, publicado en inglés en febrero de 2020 y recientemente traducido al español por la editorial Paidós.
La filósofa estadounidense elige tres citas de nombres significativos para dar comienzo a su trabajo: Mahatma Gandhi, Martin Luther King y la propia Angela Davis. «El legado (de la no violencia) no es individual, sino colectivo, de una enorme cantidad de gente que se mantuvo unida para proclamar que nunca se rendirían ante las fuerzas del racismo y de la desigualdad». Aunque esta declaración pueda parecer ligeramente a contramano del posicionamiento que sostenía hace cincuenta años, la sintonía es evidente. Ambas posiciones se conectan como una continuidad de un estado de situaciones en las que no se verifican mejoras sustanciales no solo en términos de «calidad de vida», sino en la garantía misma del derecho a vivir esa vida. Una idea de la vida que, en la concepción negra, ha estado siempre asociada a la idea de duelo.
Mucho antes de aquellas décadas de 1960 y 1970, caracterizadas por una combinación de «revolución, autodefensa y Black Power», empujadas por un amplio arco anticapitalista y pacifista, la comunidad afroestadounidense ya planteaba que, para comprender por qué sus vidas valían menos que otras, debía prestarse atención a la forma en la que las vidas negras son tratadas al momento de la muerte. En tal sentido, la comunidad afro hacía referencia a una forma de «neutralización» y «negación» del dolor en sus vidas por parte de la sociedad racista. A su vez, la misma comunidad hacía explícita la forma en la que se naturalizaba un proceso de descarte de la población negra. Este proceso iba acompañado de la falta de justicia en relación a los asesinatos, pero también de un relato social y cultural destinado a convencer a los propios negros de que sus vidas «valen menos».
A partir de estos procesos, Judith Butler analiza una de las respuestas de la población negra: la de la «no violencia», considerándola la única filosofía válida para superar el racismo y las desigualdades estructurales.
Manifiesto comunitario
La fuerza de la no violencia es un libro que nace vencido y, sin embargo, resulta imprescindible. Hace equilibrio entre la suerte y la desgracia del momento en el que vio la luz. Que su publicación se produzca bajo la renovación de esta tensión racial lo enriquece y le aporta perspectivas. Propone, aun sin que esa sea la búsqueda primaria, un ejercicio sociocultural que se produce paralelamente a su lanzamiento.
Butler se refiere a la no violencia en un contexto que le permite establecer un diálogo con las desigualdades estructurales expuestas por la pandemia de covid-19. El vaivén entre lo analítico y lo coyuntural es el gran acierto que el azar temporal le otorga a este libro de Butler, llevándolo hacia la posición de un manifiesto que concilia una defensa de la no violencia ante un contexto de colapso de los sistemas de cohesión y la emergencia de nuevas y mayores desigualdades. De cara a ese panorama desalentador, la autora entiende (con gran sentido de la supervivencia) que la vinculación social —en la que ubica como base el derecho al duelo y la puesta en valor de la vida del otro— es el camino a recorrer para el desarrollo de la «no violencia». Una «no violencia» que no es pacifismo, sino una política concreta que requiere, en ocasiones, de lucha con agresividad.
Ahí donde todos hablan pero pocos dicen, donde se grita mucho y se discute poco, la filósofa ofrece preguntas que mayoritariamente elige no cerrar. Butler se dispone a guiar un recorrido que termina construyendo un gesto político: invita a desaprender el sentido común propio para aprender juntos una nueva manera de habitar nuestro lugar en el mundo. Un mundo que se modifica vertiginosamente, que nos trastoca con pandemias, pero cuya dirección parece clara. Sabemos hacia donde gira este mundo. En ese gesto político que abre el signo de interrogación en lugar de poner un punto final, Butler es una máquina de hacer las preguntas correctas para este tiempo que nos toca vivir. Y lo que hace correctas a cada una de esas preguntas es la razón que las concibe: vivimos en sociedades que mayoritariamente rompieron la noción de comunidad. ¿Cómo se sigue, cómo se repara y cómo se sostienen demandas políticas, sociales y culturales cuando la idea de comunidad está rota?
El malestar en la generalización
Aunque Butler advierte que para pensar la no violencia es necesario definir los límites propios de la violencia, afirma, a la vez, que la tarea reviste un carácter prácticamente imposible. Las desigualdades impiden tomar una medida única del concepto de «violencia». Desoyéndose a sí misma, se sumerge en una exploración de ideas que la empujan a un laberinto y a caer, en más de un pasaje, en una especie de «papismo». Los tramos en los que el libro se envicia en su dinámica y pierden fortaleza se producen cuando la agudeza deviene en cierta ingenuidad, cuando esas preguntas y el manifiesto que las contiene se visten de estudio cultural y la referencia a la violencia cobra una figura abstracta.
A medida que transcurren las páginas, la autora se focaliza tanto en la idea de la no violencia, en desarticular los argumentos de la autodefensa y en exaltar su condición no pasiva que desestima ubicar, nominar, ponerle cara, canales y voces a la violencia, materializarla. Porque hay certeza en decir que el racismo es el corazón del capitalismo, pero hay ingenuidad en creer a esta altura que sin capitalismo no habría racismo, ya no, o no por lo menos mientras siga habiendo generaciones criadas y formadas bajo racismos estructurales, institucionales y constitucionales. ¿Cómo se quiebra una herencia de este tipo en un mundo de comunidades rotas? Esto no constituye un problema menor. Pensar la violencia, el capitalismo, el racismo y la diversidad de conflictos sociales de manera despersonalizada puede contribuir a profundizar las desigualdades —aquellas que, como hemos dicho, se hacen visibles en el caso de la comunidad negra en el tratamiento de la muerte—.
Los valiosos autores a los que se aferra Butler pueden ser, de hecho, parte del problema. La dejan en falta cuando expone sus ideas con la voracidad de este tiempo. Resulta llamativo que cite con ligereza a Frantz Fanon, a Martin Luther King y Angela Davis, que se dedicaron a pensar estos entramados e hicieron de la agresividad de la no violencia un arte. Y aunque en general la ausencia de pensadores racializados es llamativa, dado que se trata de un libro atravesado por estas tensiones y demandas, es aún más la ausencia de Stokely Carmichael, tal vez quien mejor graficó la forma en la que operan las violencias estructurales e institucionales, incluso cuando los propios sectores violentados las alimentan una vez que acceden al poder. Su incorporación podría haber sido valiosa para mejorar, actualizar y agudizar las propias preguntas que Butler se realiza.
La fuerza de la no violencia, logra, sin embargo, poner sobre la mesa urgencias que se pierden de vista en los microclimas: urgencias reales y concretas que nos exigen mejores lecturas diarias, es decir, mayores riesgos y mejores preguntas; esas que no se responden con certezas sino con la formulación de una demanda que tiene en claro no solo el destinatario, sino el móvil que lo hace el destinatario indicado. Entonces, «¿qué es lo que nos lleva a cada uno a preservar la vida del otro?».