Las primeras preguntas acerca de la situación en Egipto, surgen inevitables: ¿se ha contagiado Egipto de Túnez? ¿Llegará Egipto a una situación similar a la que vive Túnez hoy? Pocas horas antes de que este viernes 28 de enero comience a permitirnos dar una respuesta a la segunda pregunta, tras el fin de la oración […]
Las primeras preguntas acerca de la situación en Egipto, surgen inevitables: ¿se ha contagiado Egipto de Túnez? ¿Llegará Egipto a una situación similar a la que vive Túnez hoy? Pocas horas antes de que este viernes 28 de enero comience a permitirnos dar una respuesta a la segunda pregunta, tras el fin de la oración principal de la semana y el comienzo de la nueva jornada de movilizaciones, conviene concentrarse en la primera pregunta.
Mientras que en Túnez nadie esperaba que se produjera esta intifada que tal vez acabe en revolución muchos, dentro y fuera de Egipto, nos sorprendimos durante décadas de que no llegara en el mayor país de Oriente Medio, ahora tan próximo. Una docena de años bastaron para que se confirmara que Hosni Mubarak, en el poder desde 1981, había accedido a él para instaurar su propio régimen, en continuidad con el de Sadat (1970-1981). Un sistema pluripartidista controlado, diseñado para cooptar a las élites políticas desafectas al régimen de Sadat mediante la atribución de algunos escaños en el Parlamento y el consentimiento de una libertad de expresión aislada de la mayoría de la sociedad había conseguido previamente instilar la idea de que podría producirse una «apertura democrática». En 1993, sin embargo, Hosni Mubarak se hacía elegir presidente por tercera vez, y se había quedado ya, por primera vez (1990), sin su oposición de decorado en el Parlamento, ante la constatación por parte de aquella de que sería el régimen, y no las urnas, quien repartiría el pastel electoral.
A principios de los años 90, no obstante, se había consolidado ya otra intifada, la armada del islamismo que no compartía la vía pacífica y burguesa de los Hermanos Musulmanes, y de quienes por ello habían sufrido las prisiones y las torturas del régimen aperturista. Durante algo más de media década, la virulencia y radicalidad de esa intifada, que acorralada por el aparato represivo del régimen y por sabe Dios qué cálculos e influencias, acabó orientándose hacia los turistas y a personalidades civiles muy comprensivas con el régimen (Farag Fuda, Naguib Mahfuz), tuvo el efecto de mantener en la parálisis a los sectores de auténtica oposición de izquierdas y liberales, e incluso a los Hermanos Musulmanes.
Sofocada la revuelta, y unas cuantas elecciones legislativas y presidenciales de por medio, a los sectores de oposición les llevó 7 u 8 años en torno al eje del cambio de siglo levantar la cabeza para ver el bosque y organizarse un poco. Entretanto el gobierno, por fin, había dado un buen empujón al proceso de liberalización económica tantas veces negociado con las instituciones financieras internacionales.
La situación se hizo propicia para iniciar una nueva etapa y formas de oposición cuando el proceso de liberalización económica comenzó a hacer aflorar disensiones en el régimen de Mubarak, y cuando dicho proceso y el signo de los tiempos comenzaron a facilitar el flujo de información y comunicación a través de los canales de televisión por satélite, la aparición de prensa no oficialista (ni del Estado ni de los partidos permitidos), y finalmente de la extensión de Internet y de otros medios de comunicación digitales.
La oposición en Egipto en los años 80 y 90 había procedido casi siempre de las clases medias depauperadas. Únicamente a mediados de los 80 se habían producido importantes pero muy escasas protestas laborales en los grandes conglomerados industriales del Estado. Sólo un pequeño sector de las clases populares, tanto rurales como urbanas, se habían involucrado en la confrontación con el poder atraídas por los mensajes islamistas, tanto de los Hermanos Musulmanes como de imanes y proselitistas radicales. Las clases medias activas políticamente se encontraron, sin embargo, encerradas en diversos compartimentos en los que se les dejaba cierta libertad: los unos en el reducido sistema político diseñado por el régimen y en sus medios de comunicación, los otros en los colegios profesionales sometidos a permanente vigilancia, los terceros en la semiclandestinidad de los Hermanos Musulmanes pendularmente reprimida y tolerada por el régimen. El objetivo de éste era que esos compartimentos funcionaran como válvula de seguridad convenientemente aislada del grueso de la sociedad y que los diversos sectores de la oposición continuaran viéndose separados por la disyuntiva islamismo-laicismo más que por la divisón entre conservadores y progresistas. Únicamente las organizaciones de derechos humanos que proliferaron desde la segunda mitad de los 90 trascencían estas divisones.
Dentro de las clases medias, un factor de contención muy importante era la dependencia económica de gran parte de éstas con respecto al Estado. Esto era así, de forma particular, en el sector de la producción cultural e intelectual: la mayoría de los periodistas e intelectuales trabajaban para el gran aparato de edición, comunicación y educación estatales creado por el naserismo, y sus posiciones se veían muy condicionadas por esta situación. Por un lado dependían económicamente del Estado, que no dudaría en utilizar los mecanismos de retribución y castigo que se pueden imaginar. Al igual que sucedía con todos los empleados estatales -incluidos los obreros industriales-, si dentro del aparato del Estado la situación económica era mala y en permanente deterioro, fuera de él era bastante peor. Por otro lado, el régimen aparentaba escuchar a los politizados, aunque la ecuación, como decía el intelectual de izquierdas Mahmud Amin al-Alam en 1993, fuera la de un «liberalismo Hyde Park»: «nosotros podemos decir lo que queramos y el gobierno puede hacer lo que le dé la gana».
En este marco, y en el de la economía rentista de Egipto (Canal de Suez, recursos petrolíferos, turismo, remesas de los trabajadores extranjeros), los conflictos, sobre todos los económicos, se gestionaban con una relativa mano izquierda: el régimen distribuía poco bastante igualitariamente, y dejando a los muy pobres (entre un 10 y un 20% de la población) y a los ricos aparte, el grueso de la población se movía entre un cierto acomodo y la pobreza tras medio siglo trufado de golpes de Estado (1952), guerras (1956, 1967, 1973), magnicidios (Sadat, 1981), terrorismo (años 80 y 90), y siempre represión, más o menos activa o difusa.
En el año 2003 se introdujo en la escena política egipcia un hecho cualitativamente significativo a pesar de la limitada dimensión cuantitativa que alcanzaría. Comenzaron a producirse manifestaciones callejeras, al grito de ¡Basta! (Kifaya), que se orientarían por primera vez a cuestionar radicalmente el régimen político y a quien lo dirigía, Hosni Mubarak y ya, también, a su hijo Gamal. Lo más sorprendente, y digno de análisis, es que el régimen egipcio permitiera estas manifestaciones. Sin cuestionar la sinceridad de quienes promovieron esas manifestaciones, en mi opinión su tolerancia se inscribía en el marco de la búsqueda de un nuevo decorado para un cambio de régimen en douceur. La que se revelaría, pese a todos los desementidos, como voluntad incuestionable de situar a Gamal Mubarak como candidato a la sucesión respondía no sólo al celo de un viejo padre que se ocupa del futuro de sus retoño, sino también a la necesidad de encontrar un recambio que satisfaciera a las nuevas élites socioeconómicas del régimen. Este es el hecho que persistentemente se ignora en los medios de comunicación occidentales: Gamal Mubarak es el candidato de los grandes empresarios y hombres de negocios del sector privado, que hasta entonces se habían beneficiado del régimen y colaborado con él en una posición de inferioridad con respecto a las élites burocráticas y del ejército que habían dirigido los regímenes de Nasser, Sadat y Mubarak hasta entonces. Los potentados relativamente jóvenes del sector privado beneficiado de una liberalización cleptocrática querían consolidar su imposición a la «vieja guardia» y dar una imagen más «moderna» y renovada a su hegemonía en el gobierno del país. Pero todo ello sin correr riesgos, amparándose en el poder presidencial y en la búsqueda de un apoyo popular que oponer al aparato burocrático.
La lucha interna en el régimen, junto con la ambigüedad de los Estados Unidos y la Unión Europea, que buscaban posicionarse ante la sucesión distribuyendo juego entre el candidato liberal alternativo, Ayman Nur, los Hermanos Musulmanes y el nuevo régimen que surgía en torno a Gamal Mubarak, llevaron a las sorprendentes elecciones legislativas de 2005. Ya en el año 2000 las elecciones, condicionadas por la relativa sujección a unas normas de juego exigidas por el Tribunal Constitucional, habían retrasado el acceso de los hombres de Gamal al poder, derrotados muchos de ellos como candidatos oficiales del Partido Nacional Democrático por los disidentes de éste, marginados y apartados de las listas. En 2005, el respeto aún más acentuado a esas normas del juego electoral, y sin duda un pacto alcanzado con los Hermanos Musulmanes para permitirles presentarse a un 25% de los escaños, dieron pie a una situación singular: las elecciones fueron muy limpias en su primera fase (un tercio del país), comenzaron a ser «controladas» en la segunda, y acabaron ferreamente maniatadas en la tercera. El resultado: casi un 25% de los escaños para la oposición, el grueso para los Hermanos Musulmanes y poco más de un tercio para los candidatos oficiales del partido en el gobierno. El resto fueron para los «disidentes electorales» de aquél, reintegrados luego a la disciplina del partido, retrasando una vez más la imposición de Gamal Mubarak y su nueva guardia.
La interpretación más frecuente del resultado de los comicios de 2005 es que el régimen de Mubarak en su conjunto quiso mostrar a todos, dentro y fuera del país, que la única alternativa al poder constituido era la de los Hermanos Musulmanes. Yo añadiría que no se contó con que la división dentro del régimen, que llegó a facilitar mediante alianzas la consecución de escaños por los «Hermanos», reforzaría hasta tal punto los previsibles buenos resultados de aquéllos. Fuera esto lo que fuera, lo cierto es que tras 2005 el régimen egipcio volvió a imponer un grueso candado a las posibilidades de alternancia (cambios en la constitución, alejamiento de los jueces del control de las elecciones), dando la última vuelta a la llave en las legislativas de noviembre-diciembre de 2010, en las que se ha excluido casi totalmente a la oposición del Parlamento y Gamal Mubarak y su nueva guardia han impuesto, por fin a sus parlamentarios. Sin embargo han sucedido muchas otras cosas en estos últimos 7 u 8 años.
Dos elementos fundamentales en la nueva ecuación política en Egipto que han llevado a la situación actual son las protestas laborales y la irrupción de los jóvenes de las clases medias en la política a traves de nuevas formas de organización vehiculadas por las llamadas «nuevas redes sociales» y las «nuevas tecnologías». Desde poco después del cambio de siglo Egipto ha vivido un rosario de protestas laborales desconocido en las décadas anteriores. En 2004 las grandes protestas de los trabajadores industriales de las empresas estatales y ex estatales del Delta del Nilo pusieron la mecha que las incrementaría exponencialmente, ante los éxitos conseguidos por aquellos, facilitados por el temor del régimen a su gran número, y a que la protesta laboral se uniera a la protesta política. Desde entonces hasta 2011, no pasaba una semana sin que se produjeran decenas de protestas de mayor o menor tamaño, trasladadas recientemente a las principales instituciones de la capital (Parlamento, ministerios), donde se producían concentraciones toleradas. Los intentos de crear organizaciones sindicales y una coordinación ajena al sindicato vertical habían comenzado a dar sus frutos, pese a la represión. En 2010 los tribunales dieron la razón a quienes demandaban la necesidad de actualizar el irrisorio salario mínimo fijado desde hace décadas en 35 libras (unos 7 dólares). El gobierno propuso 400 libras. Los que lo demandan exigen 1.200. No obstante, los trabajadores en general, y los industriales en particular, siempre habían rechazado adscribirse o ser adscritos a fuerzas o corrientes políticas organizadas, a pesar de la histórica vinculación de sus líderes no oficiales con el naserismo o la izquierda socialista, que han intentado incansablemente en estos años ayudarles a forjar una alternativa sindical.
Los «jóvenes de Facebook y de Twiter» irrumpieron en la política nacional con fuerza y amplitud de miras, liberados por las nuevas tecnologías de los asfixiantes condicionantes de la tela de araña de la política tradicional pasado y sus divisiones. Su primera gran acción fue convocar por Facebook una huelga general, algo inédito desde los años 40, el 6 de abril de 2008, en solidaridad con los trabajadores industriales de Mahal.la al-Kubra y sus reivindicaciones. La huelga fue un éxito, porque nadie fue a trabajar, aunque no lo hicieran por miedo a las contundentes medidas represivas que anunció el régimen, presa a su vez del miedo a los trabajadores (la población), mucho más que a los «jóvenes de Facebook». No es de extrañar qure la intifada actual haya sido convocada y desencadena por esos jóvenes, que desde entonces se llaman «Jóvenes del 6 de abril».
Ahora que ha pasado «el viernes de la ira», resulta evidente que el grueso de la población ha esperado agazapada durante estos cuatro días a que el valor de estos jóvenes les fuera haciendo perder progresivamente el miedo. La inmensa mayoría tiene sus razones (miseria, torturas, corrupción) para detestar al régimen de Mubarak, pero lo conocen y saben quiénes son sus amigos. Aquél y éstos, obsérvese la sincronización, además del contenido de las palabras de Mubarak y de Obama, han puesto toda la carne en el asador en sus discursos del viernes 28. El discurso de Obama es crucial, pues es una señal al ejército egipcio. El jefe del Estado Mayor egipcio, Sami Anan, se encuentra en Washington desde el miércoles 26 para unas conversaciones «concertadas previamente». Fuentes de los servicios secretos israelíes, según informa en su web el canal Al-Yazira el mismo 28 de febrero, han indicado que el propio ministro de Defensa egipcio, Mohammad Husein al-Tantawi, se habría desplazado también a Washington. El ejército egipcio tiene ante sí la oportunidad de no traicionar a su pueblo, de seguir siendo pueblo, como lo era cuando en 1952 dió el golpe de Estado que derrocó al rey extranjero, y cuando en 1956 afrontó la agresión de Francia, Inglaterra e Israel para consumar su independencia y ser dueño de su recursos naturales y de su país.
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