Benito Pérez Galdós falleció en Madrid la madrugada del domingo 4 de enero de 1920. En las horas siguientes, visitaron su casa numerosas personalidades, como el ministro de Instrucción Pública o su amiga, y a veces rival, la escritora Emilia Pardo Bazán, y por la tarde los teatros suspendieron las funciones. La capilla ardiente fue […]
Benito Pérez Galdós falleció en Madrid la madrugada del domingo 4 de enero de 1920. En las horas siguientes, visitaron su casa numerosas personalidades, como el ministro de Instrucción Pública o su amiga, y a veces rival, la escritora Emilia Pardo Bazán, y por la tarde los teatros suspendieron las funciones. La capilla ardiente fue instalada en una dependencia céntrica del Ayuntamiento que, según los cronistas, sería visitada por unas treinta mil personas. La fría tarde del lunes, una muchedumbre acompañaría al cortejo fúnebre los 5 kilómetros que separan la Puerta de Alcalá del cementerio de la Almudena, situado entonces en el extrarradio de la ciudad.
Aquejado de una hemiplejía, desde 1905 tenía dificultades motoras para escribir, y pese a las precauciones que había tomado con sus ojos, como procurar trabajar sólo con luz natural y tratarlos con colirios, y pese a que se sometió a varias operaciones, ya en 1912 había perdido la vista por completo. Todas estas circunstancias no doblegaron su carácter de escribidor incesante. Los últimos años, Galdós dictaba sus textos a su secretario.
Ciego, hemipléjico, afectado de aterosclerosis, prematuramente envejecido, era un anciano alto y encorvado que caminaba arrastrando los pies. Con el bigote amarillento a causa de la nicotina, ataviado con gafas negras, la mano derecha apoyada en un bastón y la izquierda colgada del brazo del lazarillo de turno, el escritor parecía estar convirtiéndose en uno de esos tipos populares que pueblan sus novelas. De unos pocos años antes, cuando aún podía caminar solo por las calles, procede una anécdota que se ha contado decenas de veces y de la que existen varias versiones de testigos «presenciales», demasiados como para que todos pudieran estar en el mismo sitio a la misma hora. Se cruzó Galdós, en la calle de la Montera, con una prostituta de la que había sido cliente y que le guardaba rencor, pues a su paso la mujer, con los brazos en jarras, le interpeló: «¡Si no fueses una gloria nacional!»
Pero la anécdota no sólo es verosímil, sino también coherente con la existencia de Galdós. Casado tan sólo con su literatura, solterón en una sociedad hipócrita que toleraba la prostitución pero marginaba a las prostitutas y que, sobre todo, no toleraba el escándalo, se sabe que el acaudalado escritor era sometido con frecuencia a chantaje por parte de sus ocasionales amantes. Mantuvo también varias relaciones amorosas estables. Entre sus queridas se cuentan Concepción Morell, actriz de teatro frustrada, y la viuda Teodosia Gandarias, su última compañera sentimental. Años antes, a principios de los noventa, tuvo una hija con Lorenza Cobián, mujer de extracción humilde a la que conoció en uno de sus primeros veraneos en Santander. Nunca reconoció legalmente a su hija María, aunque sí en privado. Cruzó con ella una abundante correspondencia y contribuyó a sus gastos de manutención hasta que ésta se casó.
Pero en su correspondencia personal, Galdós firmaba con una sencilla «B.», indicio de su celo por guardar las apariencias y de no dejar rastro de su vida privada. Si yo ahora hago referencia a ella es por un solo motivo, para destacar dos rasgos predominantes de su personalidad: su compromiso excluyente con la creación artística y su acatamiento de la convencionalidad, de las formas, en el terreno de las costumbres. En cuestiones de moral pública, Galdós era un hombre de su tiempo.
Los homenajes y distinciones de los cuales fue objeto el escritor en las dos últimas décadas de su vida, la colocación de una escultura en El Retiro en 1919, su candidatura en varias ocasiones para el premio Nobel, que estuvo a punto de conseguir en 1915, o el número especial que le dedicó en 1907 la revista dirigida por el novelista valenciano Vicente Blasco Ibáñez, no consiguieron disipar la niebla que se había ido extendiendo a su alrededor. Una nueva generación de escritores, la del 98, se estaba adueñando, si no del favor de los lectores, sí de la vanguardia literaria y la iniciativa en el terreno de las ideas. Pío Baroja, que había publicado La busca en 1904, presentaría El árbol de la ciencia en 1911. Valle-Inclán ya había entregado sus cuatro Sonatas entre 1902 y 1905 y comenzó su trilogía de las Comedias bárbaras en 1907. Uno caminaba por los senderos de un realismo incisivo y crítico, otro había bebido la llama azul del modernismo, pero frente a la literatura llana
y detallista, testimonialmente realista y ferroviaria de Galdós, ambos estaban poseídos por una pasión y un ruido con los cuales ya se subían al avión del siglo XX.
La cumbre de la popularidad y la influencia intelectual de Galdós se alcanzó probablemente en 1901. El estreno de Electra en el Teatro Español de Madrid, el 30 de enero, fue el principio de una bola de nieve política que rebasaría las expectativas culturales que cabía depositar en la obra por sus méritos literarios. El argumento, que sólo guardaba vagas reminiscencias de la clásica tragedia griega, era un alegato a favor de la libertad amorosa, contra los matrimonios impuestos y el poder secular de las órdenes religiosas. El amor de la joven Electra y del científico Máximo acabará triunfando pese a las intrigas del retrógrado Pantoja, que había conseguido ingresar a la muchacha en un convento. Durante la representación, Galdós fue ovacionado por el público, espoleado a su vez por una claque organizada por él propio autor y protagonizada por el exaltado Maeztu, que desde el paraíso del fondo de la sala lanzó gritos contra los jesuitas. Al término de la función, casi de madruga
da, unas quinientas personas entusiastas acompañaron a Galdós por la calle hasta su oficina en la calle de Hortaleza.
Los periódicos amanecieron con artículos de los escritores del momento, en su mayoría elogiosos. Días después, una concentración obrera en apoyo de la obra a las puertas del teatro, en la plaza de Santa Ana, acabaría en trifulca con la policía. En los meses siguientes, las representaciones se sucedieron en numerosos puntos de la geografía española, siendo boicoteadas en unos casos y respaldadas en otros. En capitales como Bilbao, la orquesta ejecutó La Marsellesa y el Himno de Riego.
El éxito de Electra no fue ajeno al clima político previo, que finalmente acabaría con el gobierno tambaleante de Azcárraga, al que sucedería en el cargo de presidente del consejo de ministros el veterano liberal Sagasta. Además, el caso real de Adelaida de Ubao, una muchacha que, como la Electra ficticia, ingresó en un convento, había dividido a la opinión pública los meses anteriores. Según unos, la novicia había ejercido su libre voluntad; otros, la mayoría, apoyaban a la familia, que acusaba a un jesuita de haberla sugestionado con sus ejercicios espirituales. A finales de 1900, los tribunales dictaron que el convento no podía retener a la novicia; por lo tanto, el día del estreno los espectadores estaban preparados para hacer una lectura apasionada de Electra . Pocos casos son tan representativos de cómo el entorno condiciona el éxito o el fracaso de una obra, pero también de cómo, a diferencia de nuestra época, en los albores del siglo XX la literatura y, en general, el
arte estaban imbricados con el acontecer político. La cultura no era sólo la espuma generada por las fuerzas de la sociedad. Como una música de fondo, también marcaba y alteraba su pulso y su temperamento.
Galdós, autor de cinco mil artículos, una veintena de obras de teatro y más de setenta novelas, no merece ser recordado sólo por Electra , que despojada de su contexto, desnuda, aparece como una obra menor. Otros escritos nos pueden resultar más cercanos por su temática, como el drama del desempleo vivido por el cesante Villaamil y retratado en Miau , novela de 1888. Los centenares de páginas de Fortunata y Jacinta , de 1886-1887, ocupan ya un lugar destacado en la literatura universal, e indirectamente, en la historia reciente de la televisión. Escrita en la madurez intelectual de sus cuarenta años, con la seguridad del escritor que ya ha conocido el éxito popular y la tranquilidad del profesional, Galdós desplegaría en Fortunata y Jacinta todos sus conocimientos y recursos para componer un fresco de la vida pública del Madrid de la época y de la vida privada de sus gentes.
Capítulo aparte merecen los Episodios nacionales . Leí la primera serie en la adolescencia. El escritor Juan Ignacio Ferreras, en su ensayo sobre los Episodios , ha analizado y explicitado su estructura, formada por dos líneas paralelas. Esta estructura se mantendría sin cambios sustanciales desde el segundo episodio, La corte de Carlos V , hasta el principio de la quinta serie, casi cuarenta años después, cuando un Galdós dubitativo parece perder el pulso. Una línea paralela está trazada por los acontecimientos históricos oficiales, y la otra, por los hechos novelescos, de modo que la primera condiciona a la segunda sin que ambas nunca lleguen a tocarse. Digamos que mientras una familia peleaba por la sucesión al trono, otra hubiera podido pelear por la heredad de una finca. ¿No se convertían así las vidas corrientes de las personas corrientes en una especie de reflejo en el que sólo se cambiaban ropas, paisaje de fondo y marco? ¿O, por el contrario, no eran las vidas de los
personajes oficiales el reflejo de un clima popular? De hecho, en la lectura de los episodios no me cautivaban tanto los sucesos relatados como su estilo, su simplicidad moderna: el dibujo escueto de un campo de batalla, un personaje o una situación. Estos cuarenta y seis volúmenes, publicados entre 1876 y 1912, y que sólo su enfermedad le impedió aumentar, bastarían para justificar su vida de escritor.
¿Qué movió a Galdós a escribir tal cantidad de novelas? Al contrario de lo que suele creerse, la cantidad no deriva sólo del tiempo dedicado. Hay estilos y proyectos que ya prescriben la abundancia y otros que la inhiben. Pienso que en toda creación que valga la pena existe, de modo más o menos implícito, un «porqué» y un «gracias a», o un propósito y unas condiciones que lo hacen posible. No es el Galdós como figura pública, escritor profesional y político liberal, lo que ahora abordo, sino su obra, a la que dedicó su vida. En su enorme producción, que siempre está a un nivel alto y a veces altísimo, destaca como conjunto su uniformidad e incluso su monotonía, una monotonía que es sinónimo de constancia y de fidelidad, de aplicación permanente de unos mismos recursos para exponer las mismas preocupaciones y de apego a unos paisajes recurrentes. La repetición formal de los Episodios encuentra su equivalente en las novelas independientes, de modo que también ellas parecen ser
las entregas de una vasta novela. Una y otra vez tropezaremos con la misma crisis. Los personajes de Galdós quieren amar, quieren soñar, con una pasión refrenada, comedida y humilde, a veces hipócrita, que casi pide perdón por manifestarse, pero los prejuicios y la restrictiva moral dominante acabarán por frustrarlos: es el ingeniero que no consigue que doña Perfecta corresponda a su amor. Si Galdós, confundido, inquieto, se hubiera visto constreñido a buscar nuevas formas de narrar para abordar nuevos temas y enfoques, hubiera sido quizá el autor exquisito en que se convirtió su contemporáneo Tolstói, pero no hubiera sido Galdós.
Se ha dividido su obra, a efectos críticos, en tres etapas, pero yo díría que podrían reducirse a una sola: su estilo se va limpiando de resabios barrocos y haciéndose más eficiente, más claro y directo; posteriormente absorbe e integra el naturalismo sin que eso produzca una ruptura. Respecto al contenido, poco a poco va perdiendo la tendenciosidad de sus primeras obras y va profundizando en la comprensión de sus propios personajes. Sobre todo, dos obsesiones permanecen a lo largo de su obra y la impregnan: la cuestión nacional y la cuestión clerical; y frente a ellas, dos tomas de postura: el nacionalismo liberal y el anticlericalismo, propios del Sexenio Revolucionario (1868-1873) que vivió en su juventud, precisamente en la época de sus primeros escritos y de su maduración como escritor, y a cuyo ideario se mantuvo fiel durante toda su vida. Sólo en las primeras décadas del siglo XX pareció dudar entre el liberalismo y el emergente y disciplinado socialismo del partido de
Pablo Iglesias, que ya intentaba encontrar respuestas a conflictos que el liberalismo o eludía o gastaba en fuegos de artificio. De hecho, esta época de vacilaciones en su identidad política coincidirá con su declinar literario.
Galdós no era un ensayista brillante. Él mismo, en el discurso de recepción de su sillón en la academia de la lengua en 1897, reconocía haber «consagrado su vida entera a cultivar lo anecdótico y narrativo» y estar «privado casi en absoluto de aptitudes críticas». Cuando explica que la novela es una mera imagen de la vida y que su arte no consistía más que en «reproducir los caracteres humanos … todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea, y el lenguaje…», está restando como crítico lo que había sumado como narrador. Si la narrativa de Pérez Galdós, un siglo después, sigue latiendo, no es porque reprodujera la realidad, sino porque fue capaz de estructurarla, articularla y convertirla en material inteligible para el lector. Es todo el siglo XIX el que parece abrirse paso con torpeza sobre las dos patas, algo rígidas, del nacionalismo liberal y del anticlericalismo.
Que más de un siglo después sigan siendo la cuestión nacional y la cuestión clerical dos fracturas principales de la sociedad y la política españolas da que pensar acerca de nuestra evolución histórica y confiere plena vigencia a la literatura de Galdós. No parece injusto diagnosticar que en las dos cuestiones el liberalismo no acertó con la fórmula adecuada. ¿Fracaso del liberalismo o pervivencia de las corrientes subterráneas del absolutismo? Hoy día ambas cuestiones siguen abiertas, aunque probablemente sea más a causa de la rigidez institucional que de la iniciativa ciudadana. El mecano de las instituciones es conservador por naturaleza. De otro modo no podría explicarse que mientras la mayoría de los ciudadanos da la espalda a las falsas soluciones aportadas por los nacionalismos uniformizadores, tanto los periféricos como el centralista, los políticos sigan alimentando una dialéctica que en nada mejora nuestros problemas reales. Tampoco podría entenderse que mientras la
mayoría ya ha interiorizado las virtudes del estado laico y la libertad religiosa, que implica también la libertad de no practicar ninguna religión, mantengan su vigencia unos acuerdos firmados hace casi treinta años entre un estado democrático constituyente y un estado teocrático, la Santa Sede, cuya organización no ha experimentado cambios de fondo desde la Edad Media. La sociedad española ya no es el monolito esculpido por Franco y por el Opus Dei en los años cuarenta y cincuenta. Sin embargo, tampoco alberga sentimientos de un anticlericalismo militante, politizado. Esto se debe al hecho de que para la mayoría de los cristianos liprepensadores, los católicos no practicantes y los ateos, en nuestra vida cotidiana la influencia del clero es irrelevante. Sólo desde el desconocimiento de la realidad española es posible plantear el resurgimiento de una sociedad confesional, asentada en unos principios que pueden encontrar cobijo en la democracia, pero no pretender alzarse so
bre los valores propios de ésta y de la ciencia.
No era ése el estado de cosas imperante en el siglo XIX, dominado casi en su totalidad por las fuerzas conservadoras. Quienes combatían a Galdós desde el integrismo católico, solían ignorar su religiosidad. Incluso escritores e intelectuales tradicionalistas como Pereda, que además era amigo suyo, confundían a veces anticlericalismo con antirreligiosidad. La confusión no se hallaba en los textos de Galdós, muy influido por el krausismo en sus años de juventud. Esta doctrina filosófica, que se pretendía continuadora de Kant, conjugaba religiosidad con ciencia positiva y abogaba por un estado laico, auténtico garante jurídico de la libertad religiosa frente al estado absolutista y confesional tradicional, en el que la práctica religiosa era una imposición. En esto el krausismo coincidía con los presupuestos del liberalismo decimonónico, que recogió el testigo de la Ilustración y la Revolución Francesa. De la influencia y perdurabilidad de esta corriente de pensamiento krausista
baste recordar la fundación de la Institución Libre de Enseñanza, impulsada por sus herederos intelectuales, una de las más interesantes experiencias de la malograda modernidad española.
La confusión entre ambos conceptos, anticlericalismo y antirreligiosidad, se hallaba en realidad en quienes, desde presupuestos tradicionalistas, siempre confundieron religiosidad con mito, mito con ritual, ritual con doctrina moral particular y doctrina moral con política y legislación. En esto, como en tantas otras cosas, se diría que a las lecciones de la historia sólo asisten unos pocos. Las lecciones del siglo XIX están en Galdós, su mejor divulgador.