Traducido para Rebelión por Marwan Pérez y revisado por Caty R.
La época abierta de los grandes imperios cedió el paso a la era de la hegemonía imperial encubierta, pero ahora el edificio se desmorona.
Por lo menos abiertamente no ha habido declaraciones de Washington ni de Tel Aviv -los gobiernos que más tienen que perder en el desarrollo de la revolución egipcia- sobre la intervención militar. Esta moderación es más una expresión de la cordura geopolítica que de la moral postcolonial, que permite que se den algunos cambios, al menos temporalmente, dentro del orden político establecido.
Y sin embargo, por medios vistos y no vistos, los actores externos, y especialmente Estados Unidos -con una genuina mezcla estadounidense de presuntas y paternalistas prerrogativas imperiales-, buscan modelar y limitar el resultado de este extraordinario levantamiento del pueblo egipcio, sumido desde hace mucho tiempo en un cautiverio subvencionado por la dictadura cruel y corrupta de Mubarak. El rasgo más definitorio de esta diplomacia liderada por Estados Unidos es la conveniencia de gestionar la crisis, así el régimen sobrevive y los manifestantes regresan a lo que perversamente se denomina «normalidad».
Me sorprendió mucho que el presidente Obama afirmase tan abiertamente su autoridad para instruir al régimen de Mubarak sobre la forma en que debía responder a la sublevación revolucionaria. No estoy sorprendido por el esfuerzo -me sorprendería la ausencia del mismo-, sino por la falta de cualquier señal de timidez imperial ante un orden mundial que se supone que clama por la legitimidad de la libre determinación, la soberanía nacional y la democracia.
Y casi igual de sorprendente fue el fracaso de Mubarak al fingir en público que tal interferencia no es aceptable -incluso cuando a puerta cerrada escuchaba con sumisión y actuaba en consecuencia-. Esta interpretación teatral geopolítica del amo y su sirviente sugiere la persistencia de la mentalidad colonial por parte de ambos, del colonizador y de sus colaboradores nacionales.
El único mensaje verdadero post-colonial sería uno de deferencia: «Permanecer a un lado y aplaudir». Las grandes luchas transformadoras del siglo pasado implicaron una serie de desafíos en todo el sur global para deshacerse de los imperios coloniales europeos. Pero la independencia política no acaba con los métodos más indirectos de control, y aún insidiosos, destinados a proteger los intereses económicos y estratégicos. Esta dependencia dinámica significaba para los líderes políticos sacrificar el bienestar de su propio pueblo en aras de servir los deseos de sus amos coloniales -no reconocidos-, o sus sucesores occidentales, los Estados Unidos, en gran medida desplazando a Francia y el Reino Unido en Oriente Medio después de la crisis de Suez de 1956. Y estos sirvientes post-coloniales de Occidente serían autócratas bien remunerados, investidos con virtuales derechos de propiedad sobre la riqueza indígena de su país y mantenidos con capital extranjero. En este sentido, el régimen de Mubarak era el niño del póster del éxito post-colonial.
Los ojos occidentales liberales están tan acostumbrados que no se dan cuenta de los patrones internos de abuso que fueron parte integral de ese éxito de la política exterior -y si de vez en cuando algún periodista intrépido lo menciona se le ignorará, y si es necesario se le desacreditará con el sambenito de «izquierdoso»-. Y si esto no desvía las críticas se nos recordará, por lo general con una sonrisa condescendiente, que la tortura y similares se dan por supuesto en el territorio cultural árabe, una realidad a la que los extranjeros informados se han adaptado sin ninguna molestia.
En realidad, en este caso, dichas prácticas fueron muy convenientes; Egipto actúa como uno de los lugares de interrogatorios de esas prácticas insidiosas de «entrega extraordinaria extrema», por la cual la CIA transporta a los «sospechosos de terrorismo» para que los acojan países extranjeros que ofrecen voluntariamente herramientas e instalaciones de tortura. ¿Es esto lo que se entiende por «una presidencia de los derechos humanos»? La ironía no debe pasar por alto que el enviado especial del presidente Obama al gobierno de Mubarak durante la crisis fue nada menos que Frank Wisner, un estadounidense con un linaje de la CIA de los más notables.
Debe haber claridad sobre la relación entre este tipo de Estado post-colonial que sirve a los intereses regionales de EE.UU. -en cuanto al petróleo, Israel, la contención del Islam, evitar la proliferación no deseada de armas nucleares- a cambio del poder, los privilegios y la riqueza entregados a una pequeña y corrupta élite nacional que sacrifica el bienestar y la dignidad de la población nacional en el proceso.
Una estructura semejante en la era post-colonial, en la que la soberanía nacional y los derechos humanos se infiltran en la conciencia popular, sólo puede mantenerse mediante la construcción de altas barreras de miedo, reforzadas por el terrorismo de Estado, destinadas a intimidar a la población para que no persiga sus metas y valores. Cuando estas barreras no cumplen su misión, como ha ocurrido recientemente en Túnez y Egipto, a continuación la fragilidad del régimen opresor brilla en la oscuridad.
Entonces el dictador puede que huya por la salida más cercana, como Zine El Abidine Ben Alí en Túnez, o es abandonado por su entorno y sus amigos extranjeros y así se puede engañar al desafío revolucionario con un acomodo prematuro. Este último proceso parece representar una de las últimas maniobras de la élite del palacio de El Cairo y sus partidarios en la Casa Blanca. Sólo el tiempo dirá si las furias de la contrarrevolución van a ganar un día posiblemente a tiros y latigazos o quizá por medio de gestos tranquilizadores de reforma que se convierten en promesas irrealizables, cuando no se reconstruye totalmente el antiguo régimen. Irrealizables porque la corrupción y las grandes disparidades de riqueza en medio de un empobrecimiento masivo sólo se pueden mantener, después de la plaza Tharir, volviendo a imponer un gobierno opresor. Y si no es opresor, entonces no podrá soportar por mucho tiempo las demandas de derechos, de justicia social y económica, y la justa causa de la solidaridad con la lucha palestina.
Aquí está el quid de la ironía ética. Washington es respetuoso de la lógica de la libre determinación, siempre y cuando converja con la gran estrategia de EE.UU., y es ajeno a la voluntad de la gente cuando su expresión se percibe como una amenaza a los señores neoliberales de la economía mundial globalizada o a las directrices estratégicas que tanto gustan a los planificadores del Departamento de Estado y el Pentágono.
Como resultado de ello es inevitable este tira y afloja de Estados Unidos, que intenta nadar y guardar la ropa celebrando el advenimiento de la democracia en Egipto, quejándose de la violencia y la tortura del régimen tambaleante, mientras hace lo que puede para manejar el proceso desde el exterior, lo que significa poner obstáculos para un cambio genuino y muchos más a una transformación democrática del Estado egipcio. Presentar al principal contacto de la CIA y leal a Mubarak Omar Suleimán para presidir el proceso de transición en nombre de Egipto parece un plan apenas disfrazado para lanzar a Mubarak a la multitud mientras que la estabilización del régimen que presidió durante más de 30 años continúa.
Esperaba una mayor sutileza por parte de los gestores de la geopolítica, pero tal vez su ausencia es un signo más de la miopía imperial que tan a menudo acompaña a la decadencia de los grandes imperios.
Es notable que la mayoría de los manifestantes, cuando los medios de comunicación les preguntaron por sus razones para correr el riesgo de morir y sufrir la violencia por estar en las calles egipcias, respondieron con variaciones sobre las frases: «Queremos nuestros derechos» y «queremos la libertad y la dignidad». Por supuesto el desempleo, la pobreza, la seguridad alimentaria y la rabia por la corrupción, los abusos y las pretensiones dinásticas del régimen de Mubarak, ofrecen una infraestructura comprensible para la ira que sin duda alimenta el fuego revolucionario. Pero son los «derechos» y la «dignidad» los que parecen flotar en la superficie de esta conciencia política que se ha despertado.
Estas ideas, en gran medida alimentadas en el invernadero de la conciencia occidental y después exportadas inocentemente como un signo de buena voluntad, como el «nacionalismo» un siglo antes, inicialmente pueden pensarse sólo como movimientos de relaciones entre pueblos, pero con el tiempo esas ideas dieron lugar a los sueños de los oprimidos y las víctimas -y cuando el inesperado momento histórico llegó por fin, estallaron en llamas-. Recuerdo haber mencionado hace diez años que los radicales de Indonesia en Yakarta hablaban de cómo su participación inicial en la lucha anticolonial se vio estimulada por lo que habían aprendido de sus maestros coloniales holandeses sobre el ascenso del nacionalismo como una ideología política en Occidente.
Las ideas pueden difundirse con una intención conservadora, pero si más adelante se consignaron en nombre de las luchas de los pueblos oprimidos, tales ideas renacen y sirven como bases de una nueva política emancipadora. Nada ilustra mejor este viaje hegeliano que la idea de «libre determinación», en un principio proclamada por Woodrow Wilson después de la Primera Guerra Mundial; Wilson fue un líder que buscaba, sobre todo, mantener el orden en el que creía, en cumplimiento de los objetivos de los inversores extranjeros y las empresas, y no tenía quejas de los imperios coloniales europeos. Para él la libre determinación no era más que un medio conveniente para tramitar la separación permanente del Imperio Otomano a través de la formación de una serie de estados étnicos.
Poco podía imaginar Wilson, a pesar de las advertencias de su secretario de Estado, que la libre determinación puede servir a otros dioses y convertirse en una poderosa herramienta de movilización para derrocar el régimen colonial. En nuestro tiempo, los derechos humanos han seguido un camino similar de liquidación, a veces no son más que una bandera de propaganda para apartar a los enemigos durante la Guerra Fría, a veces son una protección conveniente contra la identidad imperial y a veces la base del celo revolucionario, como parece ser el caso en la inacabada y permanente lucha por los derechos y la dignidad que tiene lugar en todo el mundo árabe en una variedad de formas.
Es imposible predecir cómo se jugará este futuro. Hay demasiadas fuerzas en juego en circunstancias de «incertidumbre radical». En Egipto, por ejemplo, se cree que el ejército tiene la mayoría de las cartas, y que cuando finalmente se decida su peso determinará el resultado. ¿Pero esta sabiduría convencional es sólo un signo del poder del realismo que domina nuestra imaginación?, ¿y finalmente el agente histórico son los generales y sus armas y no la gente en las calles?
Por supuesto se han difuminado las presiones dado que el ejército podría simplemente haber tratado de seguir la corriente poniéndose del lado de los ganadores una vez que el resultado estuvo claro. ¿Hay alguna razón para confiar en la sabiduría, el juicio y la buena voluntad de los ejércitos -no sólo en Egipto, cuyos comandantes deben sus cargos a Mubarak- sino en todo el mundo?
En Irán el ejército se hizo a un lado y un proceso revolucionario transformó el edificio del gobierno corrupto y brutal del Sha. La gente prevaleció un momento sólo para que su extraordinaria victoria no violenta fuese arrebatada por un movimiento contrarrevolucionario posterior que sustituyó la democracia por la teocracia.
Hay pocos casos de victoria revolucionaria, y en esos pocos casos es aún más raro llevar adelante la misión revolucionaria sin interrupción. El desafío consiste en sostener la revolución frente a los proyectos contrarrevolucionarios que son casi inevitables, algunos puestos en marcha por quienes formaban parte del movimiento inicial unificado contra el viejo orden, pero ahora decididos a apropiarse de la victoria para sus propios fines. La complejidad del momento revolucionario requiere la mayor vigilancia por parte de aquellos que ven la emancipación, la justicia y la democracia como el motor de sus ideales, porque habrá enemigos que tratarán de tomar el poder a expensas de la política humana.
Una de las características más impresionantes de la revolución egipcia hasta el momento ha sido el extraordinario espíritu de no violencia y solidaridad mostrado por los manifestantes que se congregaron, incluso ante las reiteradas provocaciones sangrientas de los «baltagiyya» enviados por el régimen. Esta ética se negó a dejarse desviar por las provocaciones y sólo podemos esperar, contra toda esperanza, que cesen esas provocaciones y las mareas contrarrevolucionarias se desplomen al sentir la inutilidad de asaltar la historia o finalmente hagan implosión por la acumulación de los efectos corrosivos del largo abrazo a una ilegitimidad permanente.
Richard Falk es profesor emérito de la Cátedra Albert G. Milbank de Derecho Internacional en la Universidad de Princeton y Profesor Visitante Distinguido de Estudios Globales e Internacionales en la Universidad de California, Santa Bárbara. Es autor y editor de numerosas publicaciones que abarcan un período de cinco décadas, la más reciente es la edición del volumen International Law and the Third World: Reshaping Justice (Routledge, 2008). En la actualidad cumple su tercer año de un mandato de seis años como Relator Especial de Naciones Unidas sobre los derechos humanos palestinos.
Fuente: http://english.aljazeera.net/