La soldado norteamericana Lynndie England que torturó a varios prisioneros iraquíes tratándolos literalmente como a perros ha sido condenada a tres años a pesar de que dice seguir siendo «una patriota estadounidense». El caso es extremo pero pone sobre la mesa una vez más la paradoja de la que había escrito Simone de Beauvoir hace […]
La soldado norteamericana Lynndie England que torturó a varios prisioneros iraquíes tratándolos literalmente como a perros ha sido condenada a tres años a pesar de que dice seguir siendo «una patriota estadounidense».
El caso es extremo pero pone sobre la mesa una vez más la paradoja de la que había escrito Simone de Beauvoir hace tiempo en El segundo sexo. Se refería la feminista francesa a que la de por sí muy dificultosa incorporación de las mujeres a la vida pública se hacía a menudo abrazando los códigos y valores masculinos. Y se preguntaba si valía la pena liberar al segundo sexo al precio de tener que parecerse al primero.
La discriminación de las mujeres es todavía evidente incluso en los países más avanzados, lo que justifica y obliga a realizar políticas de igualdad radicales en todo el mundo para ir aliviando lo más pronto posible la manifestación más palmaria de la injusticia social. Basta comparar los salarios, las tasas de empleo y paro, los niveles educativos y culturales, los perfiles de la pobreza, la escasez de mujeres electas para cargos públicos… para convencerse de que, a pesar de los esfuerzos realizados en algunos Estados, aún estamos muy lejos de alcanzar lo que debería ser por naturaleza: la igualdad de hombres y mujeres a la hora de tomar decisiones y ejercer las responsabilidades de la vida social.
Por eso creo que todas las medidas de discriminación positiva están justificadas y que las críticas que a menudo reciben esconden, en realidad, posturas androcéntricas que sólo sirven para consolidar la desigualdad y la injusta segregación que padecen la mayoría de las mujeres en nuestro mundo. La prueba de ello es evidente: cuando no se adoptan hay más desigualdad.
Sin embargo, la presencia de las mujeres en los espacios públicos de decisión y responsabilidad no implica solamente erradicar la discriminación, algo en sí mismo positivo, sino que, además, puede llevar implícito que la sociedad se impregne definitivamente de los valores liberadores que las mujeres han desarrollado durante siglos en el espacio familiar o privado.
Los hombres hemos ocupado históricamente el espacio público en donde se resuelve el poder y donde se decide excluyentemente sobre los asuntos sociales. Los valores que predominan en ese ámbito son consecuentes con la lógica de dominación que allí predomina: el economicismo, la fuerza, la dominación, la violencia, la cultura del éxito…. O, como llama expresivamente Riane Eisler, el código de la Espada.
Mientras tanto, las mujeres han estado confinadas en el espacio privado reduciéndose su papel social a producir unos valores de uso como el amor, la protección y el cuidado, la salud, el equilibrio, … que son mucho más importantes que los de los hombres para la vida pero que no se convierten en mercancías y que, por tanto, no pueden conferir ni poder, ni éxito, ni dominio en una sociedad masculinizada. Es más, ni siquiera se trata de valores que interese visibilizar porque los comportamientos sociales que se subrayan y valoran son aquellos que tienen que ver con la competencia y el éxito y no con la entrega solidaria o la generosidad. Y por eso, las propias mujeres terminaron por ser invisibles para la sociedad masculina, aunque no así entre ellas mismas, afortunadamente.
En todas las culturas, las mujeres han sido las que han podido mantener los equilibrios sociales y personales esenciales y las que han logrado la armonía que requiere la vida humana. Por el contrario, los hombres nos hemos empleado en el poder, en la guerra y en la búsqueda constante del beneficio. Esto último siempre es notorio y bien visible, mientras que el equilibrio y la armonía, casi por definición, apenas si se ven.
El problema que reconocía Beauvoir es que la promoción de la mujer a los espacios públicos y su mayor protagonismo social no necesariamente implica que se estén difundiendo los valores de la feminidad.
A pesar de que las mujeres tienen una capacidad innata para imponerse en condiciones distintas a las que le son impuestas, lo cierto es que cuando entran en el mundo de lo público y lo mercantil se encuentran sometidas a una enorme tensión como resultado de la doble función que asumen. Lo que está ocurriendo es que se está facilitando la incorporación de las mujeres al espacio público pero imponiéndoles las condiciones que casi obligan a que su comportamiento se ajuste a los códigos de la masculinidad: competitividad, dominación, violencia y ausencia de emocionalidad. Se establece que las mujeres que hacen política, que intervienen en negocios, que actúan como profesionales en cualquier tipo de actividad social deben dejar de ser mujeres en el sentido de renunciar a los valores femeninos. Dice Riane Eisler que a los hombres que no asumen la masculinidad como expresión de violencia o prepotencia se les considera «demasiado blandos o afeminados». Ahora, se facilita la presencia pública de las mujeres pero se tiende a considerar que solo están «preparadas» aquellas que asumen convenientemente los códigos masculinos de comportamiento social.
Desgraciadamente, eso es lo que está provocando que cada vez sea más frecuente que las mujeres compitan ferozmente entre ellas en el mundo laboral o político y que, con mucha frecuencia, el principal obstáculo que encuentren en su camino sea la actitud masculinizada de otras mujeres.
El problema lógicamente radica en que no basta con promover una igualdad sexual mecánica sino que ha de lograrse que vaya acompañada de nuevas prácticas sociales, de una nueva masculinidad (y no de la asunción femenina de la dominante) y de una reconstrucción de lo social compartida por hombres y mujeres.
El filósofo francés Edgar Morin utilizaba una expresión que me parece preclara. Los seres humanos, decía, hemos de aprender a dominar el dominio. Por eso es necesario acompañar las indispensables políticas contra la discriminación sexual con la extensión de los valores alternativos a la masculinidad dominante.
La igualdad es un valor deseable en sí mismo y ha de lograrse sin más entre mujeres y hombres. Pero lo que de verdad constituiría una transformación sustancial de nuestras condiciones de existencia sería algo más que ser simplemente iguales. Lo que en realidad necesitamos es ser distintos: sustituir la lógica del poder por la ética de la felicidad, las soluciones violentas por la resolución pacífica de los conflictos, la competencia por el cuidado y la solidaridad, y la imposición a la fuerza por la razón del amor. Es lo que han hecho siempre las mujeres en el ámbito privado. El reto es que nos enseñen a que lo hagamos todos en cualquier ámbito de la vida social y el peligro, que para ser iguales asuman la masculinidad dominante y dejen de hacerlo.