El ‘reventa’, pero inmobiliario Los aficionados al fútbol andan revueltos estos días con la aparición de los ‘reventas’ en el tramo final de la Liga. El ‘reventa’ es un tipo que merodea por los estadios, que opera de modo clandestino, siniestro, despreciado por la sociedad. Su actividad conocida es comprar muchos billetes para un partido […]
Los aficionados al fútbol andan revueltos estos días con la aparición de los ‘reventas’ en el tramo final de la Liga. El ‘reventa’ es un tipo que merodea por los estadios, que opera de modo clandestino, siniestro, despreciado por la sociedad. Su actividad conocida es comprar muchos billetes para un partido muy demandado, reducir de manera artificial la oferta y especular con los precios de las entradas que revende a aquellos aficionados que desean ver el partido. Desde un punto de vista moral, la propia sociedad le considera un estafador porque es un tipo que se infiltra en medio de una operación a la que no le aporta nada-un partido de fútbol- para robar un poco a todas las partes sin ser necesario para el bien común, ni para el espectador ni para los clubes de fútbol. Incluso está perseguido por la ley. El fútbol, como vemos, está muy bien defendido por la legislación y la policía que persigue a estos tipos, como anunciaron estos días los clubes.
Mantenga ahora, lector, la misma posición ética sobre el siguiente asunto, y es que media España debería avergonzarse de estafar a la otra media con sus operaciones inmobiliarias como si fueran ‘reventas’ a las puertas de un estadio que, en este caso, es el suelo de todo un país, bastante más público que el fútbol. Está aprobado socialmente -y amparado legalmente ante la dejadez de todas las Administraciones Públicas- el gesto de millones de españoles que, sin ser constructores ni usuarios de la vivienda, se compran un segundo o tercer piso para convertir el futuro hogar de otros en un negocio propio al que sacar tajada especulando en el mercado urbanístico -un mercado que debe ser limitado, acotado y finito, como el propio planeta- como si fuera la grada de Marcador de Balaídos. «Lo compro para invertir», dice el caradura especulador que sabe que cada euro de beneficio suyo es un euro robado al comprador siguiente. A estos tipos que son legión nadie les dice nada ni se les retira el saludo por hacernos a todos un poco más pobres, más ausentes del coliseo inmobiliario, a pesar de que la propia Constitución, en teoría, concede más importancia y derechos al acceso a la vivienda que al derecho a entrar en un campo de fútbol. Y si el fútbol es de interés general, imagínese una vivienda construida sobre un planeta que es de todos. Por más vueltas que le he dado, no encuentro ni una sola razón, ni una sola, para pensar que el ‘reventa’ de entradas comete un hecho peor que aquel que compra un piso para hacer un negocio y no para habitarlo.
Veamos otro ejemplo -un poco más complejo- sobre la degradación moral en la que progresa y se hace fuerte el mercadeo inmobiliario. Con el tiempo, buena parte de los ciudadanos aprendimos que las radios de los coches se robaron por miles en los años noventa porque había personas, por miles, que las compraban a precio de ganga aún sabiendo que eran productos robados. Hoy podemos convenir en que era más inmoral la acción del comprador que la del ladrón, porque el primero induce al segundo -salvo excepciones, mucho más desesperado- a delinquir. En definitiva, que en determinados delitos se pueden observar más culpables de los que aparecen a simple vista. Sucede -es la condición humana, evitando culparse- que el límite entre lo aceptable y lo que no lo es lo determina cada persona en función de su capacidad para actuar de modo inaceptable. Sucede del mismo modo para definir al especulador. Todo acto cometido por otro que vaya más allá de ese límite particular se considera inaceptable. Y así sucesivamente. Es un principio egoísta e intolerante que resulta mayoritario entre la población. Por eso la moral colectiva, un acuerdo tácito y cambiante, necesita de amplias mayorías para evolucionar (o de la presión ideológica de una minoría dominante). Con la corrupción urbanística sucede lo mismo: empezamos a buscar culpables a partir de aquel límite que nos salva a nosotros. Por este motivo está aceptado socialmente que un abogado o un camarero, que no son promotores, compren un piso con la única intención de revenderlo sin habitarlo para ganar dinero encareciendo un producto a costa del que venga detrás. Cuando se hace con las almejas y los percebes, a esta acción le llamamos furtivismo. En su momento, el furtivismo marisquero estuvo aceptado entre la población costera, y sólo cuando la mayoría lo consideró inmoral se optó por declararla ilegal. ¡ay del turista al que se le ocurra hoy llevarse unas almejitas de una playa de Arousa, que vuelve a casa con un perdigonazo! Pero el negocio inmobiliario, que se basa en la manipulación de un suelo inicialmente público, es una fuente tan grande de codicia que nadie le echa el freno. Y la moral colectiva, que pretende tajada, pone el listón de la inmoralidad en el gran promotor y no en sus propias acciones.
Este artículo no trata de los detalles de operaciones urbanísticas puntuales que incumplen un artículo concreto de una norma legal, sino que propone una reflexión anterior, más básica, prístina, sobre el modelo urbanístico que nos atropella a tanta velocidad que no tenemos tiempo de ver que su interior es falso. Por eso le hago a usted, lector, una propuesta: le libero de leer mis próximos dos o tres artículos a cambio de prestar a este una atención mayor, un tiempo extra de reflexión sobre el suelo público.
En relación con lo público y lo privado, nos hemos acostumbrado a una progresiva pérdida de espacios de uso y propiedad colectivos. Lo grave es que todos los cambios de propiedad del suelo van en el sentido de privatizarse, nunca en dirección contraria, pues no se ha visto en ninguna parte, jamás, que una urbanización privada costera acabe por ser entregada al Estado para convertirse en un pedazo de monte virgen. Es la ley física de la entropía pero en ladrillo: la tendencia es siempre a perder propiedad pública. Nuestra sociedad habitó en tiempos un planeta común, de propiedad colectiva, pero a cada paso se va convirtiendo en una miríada de pequeñas propiedades privadas que acaban por conformar un planeta. El que no posee, el que no tiene, es cada vez menos ciudadano porque tiene cada vez menos espacio de convivencia. Suena como a Huxley pero es adónde vamos. No nos damos cuenta de que cada vez que un pedazo de costa o de monte se recalifica para construir, un pedazo de planeta deja de pertenecer al colectivo, deja de ser ‘nuestro’ planeta. Si pensamos en estos términos -en el sentido de pedazo colectivo de planeta- nos costará más aceptar que alguien se apropie de un espacio que era de todos, y que esto se pueda prolongar durante generaciones, casi con sensación de eternidad. El país, en el sentido de la tierra pública que nos une y a la que tenemos derecho por el hecho de existir, es cada vez más pequeñito a pesar de su apariencia en los mapas. Mucho habría de exigir el Estado, en nuestro nombre, como contraprestación para consentir este atropello temporal. Y más todavía ante otra novedosa y sútil forma de robar suelo público, que es practicar rellenos de tierra sobre el mar para atender intereses privados. O privatizar directamente la lámina de agua para usos particulares, que es lo que sucede con algunos puertos deportivos ilegales. Nos hemos acostumbrado a todo esto, a evolucionar hacia el ciudadano/propietario privado y estamos enterrando el ciudadano/propietario público. Es que nos estamos quedando sin sitio.
La segunda reflexión vuelve a las primeras líneas. Hasta hace bien poco, los grupos humanos creaban sus leyes en función de sus códigos morales, más o menos acertados pero más o menos consensuados. Cuando un acto que afectaba al grupo -como robar, matar, etc- se consideraba inmoral, se decretaban leyes que impedían estos desvíos que perjudicaban el bien común, había un acompañamiento entre la moral común y las leyes. Hoy se ha producido un fenómeno extraordinario, y es que por vez primera lo moral y lo legal van por caminos separados en todo aquello que se refiere al mercado. Existe tanta presión y está tan interiorizada la inviolabilidad del mercado, que somos capaces de encajar en la conciencia hechos que sin embargo consideramos inmorales. La práctica totalidad de la ciudadanía considera inmoral un determinado nivel de opulencia obscena pero lo acepta como un dogma de fe si está aprobado por la ley del mercado. Nadie aceptaría que se legislase a favor de apuñalar al vecino, pero somos incapaces de prohibir por ley un determinado tipo de enriquecimiento aunque lo consideramos consensuadamente inmoral. Todos consideramos inmoral la visión a la vez de dos fotografías de dos habitantes del planeta: uno que se muere de hambre real y otro que se levanta 500 millones de euros en una operación especulativa. Nos repugna a casi todos, nos parece inmoral a la abrumadora mayoría, pero somos incapaces de relacionar este ánimo ético con la posibilidad de legislar para evitarlo. Nos parece inmoral que un pueblo costero de tres mil habitantes vaya a ser invadido por cinco mil nuevas viviendas en primera línea pero creemos que no podemos impedirlo con argumentos legales. Se pueden proteger los intereses del universo futbolístico pero un ser humano deja de tener derechos -deja de tener interés- ante el cuento chino del mercado del ladrillo.
Sería muy fácil culpar al Estado y a los sucesivos gobiernos de permitir esta situación y traicionar la moral colectiva -es cierto, la Administración es la principal culpable- pero el Estado no es más, por lo general, que una representación proporcional de lo que merecemos los ciudadanos, sobre todo los que codician repartirse un pedazo del pastel comprando un piso para ‘invertir’.