Estos días, en varias ciudades andaluzas y en otros lugares del Estado español y del mundo, se están produciendo concentraciones y marchas de solidaridad con dos pueblos que están siendo ferozmente reprimidos: el palestino y el saharaui.
Al primero, el Estado sionista de Israel le niega su derecho a constituirse como estado según las resoluciones de Naciones Unidas, mientras continúa creando colonias en su territorio para fragmentar este y realiza una política de terrorismo bélico contra ciudades como Gaza, que no tienen apenas capacidad de respuesta. Al segundo, la ambición expansionista del majzén marroquí interrumpió, en otoño de 1975, su proceso de descolonización con la invasión militar que ocupó la mayor parte de su territorio, produciendo el exilio de decenas de miles de saharauis a campamentos «provisionales» en el desierto argelino y sometiendo a continua represión a quienes permanecieron en sus casas.
Ambos casos presentan indudables equivalencias y son las mismas las complicidades internacionales responsables de la perduración de la injusticia. Pero, para nosotros, la solidaridad con los saharauis no es solo resultado de la empatía con quienes luchan por sus derechos colectivos sino que posee también otra vertiente que es preciso subrayar: la existencia de una deuda que es de justicia saldar porque España es la directa responsable de la situación en que se encuentra ese pueblo. Es preciso recordar que en 1975 se había iniciado ya, por mandato de Naciones Unidas, un proceso de descolonización que habría de culminar en un referéndum para la independencia. La que había sido durante décadas una «provincia» española, incluso con procuradores en las «Cortes» franquistas -intento grosero de maquillar su realidad de colonia- caminaba hacia su constitución como estado. Entonces, en los días postreros del dictador Franco, se produjo la invasión marroquí y el Ejército español recibió la vergonzosa orden de evacuar el Sáhara, dejando totalmente desamparada a la población autóctona, gran parte de la cual no tuvo otra opción que huir a través del desierto, bajo bombardeos con napalm, hasta cruzar la frontera argelina e instalarse en campamentos de refugiados que ya duran más de 45 años.
La ocupación se trató de legalizar mediante los Acuerdos de Madrid -ilegales de acuerdo al Derecho Internacional- en los que España entregaba la parte norte del territorio a Marruecos y la parte sur a Mauritania (aunque esta rehusaría a él años más tarde). Una cruenta guerra tuvo lugar hasta 1991 entre el bien pertrechado Ejército marroquí y el Frente Polisario. Marruecos tuvo que levantar un muro de más de dos mil kilómetros de longitud para garantizar su expolio de recursos naturales -fosfatos, pesca y otros- hasta que, en aquella fecha, bajo el auspicio de Naciones Unidas, se logró un alto el fuego que contenía el compromiso de celebración del referéndum. Jamás tuvo lugar este, porque Marruecos lo ha impedido, a la vez que acentuó la presión sobre otros países para que fuera reconocida su soberanía sobre el Sáhara, en la que insiste a pesar de las sucesivas resoluciones en sentido contrario de los Tribunales Internacionales y de la ONU. Nunca consiguió ese objetivo en África pero sí viene contando con el apoyo de Francia y también de Estados Unidos, para los cuales Marruecos, a pesar de no ser una democracia, fue un fiel peón en el tablero de la guerra fría y lo sigue siendo hoy para sus intereses. El pago a esta fidelidad es doble: apoyo al régimen semifeudal y corrupto marroquí -que hace pocos meses establecía relaciones con Israel a instancias de Trump- y negación de sus legítimos derechos al pueblo saharaui.
En el caso español, los sucesivos gobiernos desde la Transición han tratado de ignorar el hecho fundamental de que el estado español continúa siendo legalmente la potencia administradora del territorio y, por tanto, no puede adoptar una actitud pasiva ni equidistante respecto al problema. Y ello, a pesar de constatar que esta ambigüedad ni siquiera garantiza que Marruecos se abstenga de presionar -más bien de chantajear- cuando así lo considera, sea reactivando el contencioso de Ceuta y Melilla o sea, como ahora, utilizando a la emigración como arma, a pesar de que son miles de millones de euros los que recibe anualmente de la Unión Europea para que controlarla.
La sociedad civil andaluza siempre ha sido solidaria con el pueblo saharaui. Buena prueba de ello son los miles de niños provenientes de los campamentos que han pasado veranos acogidos por familias en muchos de nuestros pueblos y ciudades y el alto nivel de la ayuda humanitaria a los campamentos. Pero, ahora, la solidaridad debe ser más abiertamente política porque ese pueblo no puede esperar más para que cese su sufrimiento y se reconozcan sus derechos. Hora es ya de presionar con firmeza al Gobierno y a los partidos políticos para que actúen conforme a lo que es no solo justo y decente sino en la línea de la legalidad internacional. Esta es hoy la solidaridad más eficaz.
Isidoro Moreno. Catedrático emérito de Antropología.