Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
[Escena de Yo, cocodrilo, de Fred Marcellino (Michael Di Capua Books, 1999)]
Bibi se paseó tranquilamente. Se contoneó. Habló libremente, al parecer sin que lo guiase ningún texto. Hizo irreverentes círculos con sus dedos. Calificó al grupo de diplomáticos y pasantes reunidos frente a él de actores en «un teatro del absurdo». Modeló orgullosamente su grueso manto de indiferencia mientras tildaba a las Naciones Unidas de «casa de muchas mentiras». Por cierto, las Naciones Unidas son muy capaces de presentar lo falso como verdadero, Bibi gesticuló, seguro de sí mismo, de que podían llegar a declarar que el sol se pone por el oeste.
Al darse cuenta de que el sol, en efecto, se pone por el oeste, Bibi se apartó tranquilamente del precipicio retórico y se puso a lo que había venido, a decir la verdad: la verdad sobre Israel, la verdad sobre un Estado palestino, y la verdad sobre la civilización.
Por si fuera poco, informó al público de que acababa de depositar una ofrenda en el memorial del 11 de septiembre; se emocionó profundamente. Pasó a presentar a la Asamblea General su idea filosófica de los desafíos que enfrenta el mundo ilustrado por parte del otro ignorante. Los que estaban preocupados de que los ocho meses de revuelta popular en Medio Oriente significaran el primer clavo en el ataúd de las de las superficiales, esencialistas, lecturas del difunto Samuel Huntington se sintieron reconfortados. Bibi aseguró al mundo que Occidente y Oriente siguen en su camino hacia un inevitable choque de civilizaciones. Haciéndose eco de Huntington, Bibi recordó a su audiencia que la Guerra Fría se acabó (¡gracias por noticia!) como la idea misma de política, reemplazada, explicó, por la contienda religiosa. La fea cabeza del verdadero enemigo mortal, la «malignidad» que amenaza a la civilización tal como la conocemos no es otra que la del «insaciable cocodrilo» del Islam militante.
¿Habían embotado a tal punto los años la capacidad de Bibi de conjurar creativamente la encarnación monstruosa del otro? ¿Un cocodrilo? ¿De verdad?
Bibi persistió. Excavó. Insufló aire a los cadáveres figurativos de la década del 11 de septiembre. Saltando del choque de civilizaciones a la permanentemente retardada ubicación de «condición final» de las fronteras jamás declaradas de Israel, Bibi pasó a desenterrar el viejo argumento de la «ambigüedad constructiva» sobre la Resolución 242. Explicó (para aquellos de nosotros que no hayamos seguido este absurdo debate desde 1967) que la resolución de las Naciones Unidas especifica la retirada israelí de «territorios» no de «los territorios». Pertrechado de esa manera con el arma poderosa de un artículo definido Bibi, como muchos antes que él, justificó la negación del inalienable derecho de los palestinos a la autodeterminación que ahora dura todo un siglo.
Bibi se remitió a continuación a sus predecesores, haciéndose eco de Abba Eban ese día en 1967 cuando el ministro de Exteriores israelí declaró:
En resumen, había peligro para Israel por dondequiera se mirara. Su elemento humano se había movilizado apresuradamente. Su economía y su comercio tenían un pulso débil. Sus calles estaban oscuras y vacías. Había un aire apocalíptico de peligro inminente. E Israel enfrentaba solo al peligro.
Bibi resucitó la idea de una isla del miedo; un «pequeño país, rodeado de gente que había jurado destruirlo y armada hasta los dientes por Irán».
Luego llamó tranquilamente a Cisjordania, «Judea y Samaria», sin la cual, imploró: «Israel tiene solo nueve millas de ancho… Es aproximadamente dos tercios de la longitud de Manhattan. Es la distancia entre Battery Park y la Universidad Columbia». Después de extender la mano a egipcios, jordanos, iraníes, libaneses, sirios, e incluso a los palestinos, Bibi se dedicó a desacreditarlos: «Y no olvidéis que la gente que vive en Brooklyn y Nueva Jersey es mucho más agradable que algunos de los vecinos de Israel».
Bibi no pronuncio la palabra «sionismo» en ninguna parte de su discurso de cuarenta minutos. Mientras hacía picadillo la «injusta condena» a Israel por parte de la ONU, definió indirectamente el sionismo como la «antigua ansia de mi pueblo de restaurar nuestra vida nacional en nuestra antigua patria bíblica».
Lo que está amenazado es esa vida nacional, esa «antigua ansia» explicada por Bibi. «Simplemente no queremos que los palestinos traten de cambiar el carácter judío del Estado». Por lo tanto, el ansia palestina (de los últimos sesenta y tres años) de restaurar su vida nacional en su patria y convertir en realidad el derecho al retorno es, en el discurso de Bibi, una «fantasía» a la que «queremos que los palestinos renuncien».
Lo más sorprendente en el desempeño de Bibi no fueron su arrogancia ni su condescendencia. No fue su compromiso confiado e inexorable con políticas expansionistas que han desarraigado, ocupado, oprimido, encarcelado y lo seguirán haciendo, y el intento de obliterar a los palestinos. Ni siquiera fue la convicción en los gestos y la retórica de que solo hay dos Estados que importan en el mundo: EE.UU. e Israel. Nada de esto es nuevo.
Lo más sorprendente fue la flácida vacuidad de la ideología de Bibi. Cuando dijo: «en Israel la paz nunca languidece», lo que quiso decir es que el sionismo, o así lo espera, nunca languidecerá. Pero su desempeño frente al mundo personificó precisamente ese languidecimiento. Es verdad que los miembros del Congreso de EE.UU. se pusieron obsequiosamente de pie y aplaudieron cuando Netanyahu se acongojó por los «dolorosos compromisos» de hacer «la paz» con los palestinos ya que: «En Judea y Samaria, el pueblo judío no es un ocupante extranjero». Pero la Asamblea General no fue tan servil.
Por cierto, Mahmud Abbas fue superior a Bibi en su argumentación y en la recepción que obtuvo. No tuvo nada que ver con carisma, una cualidad de la que jamás se podrá acusar a Abbas. Tuvo que ver con palabras. Abbas presentó el lenguaje de la oposición palestina. Al presentar las palabras: apartheid, limpieza étnica, el muro de separación racista, él, aunque solo sea de forma momentánea, calificó el proceso de Oslo como lo que es: una intensificación de la ocupación israelí que ha pulverizado la tierra y la sociedad palestina. Utilizó las mismas palabras que críticos y organizadores han empleado contra la Autoridad Palestina, su papel como subcontratista de la ocupación israelí.
Pero Bibi usó palabras viejas. Y cayeron de plano. Su aplomo, su fariseismo y su indiferencia estaban tan maduros que no recurrió a ideología o argumentos. En su desdén por la opinión internacional estuvo obsoleto y fuera de compás. Declaró la muerte de la política precisamente cuando la gente en todo el mundo (incluidos sus propios ciudadanos) sale a las calles exigiendo justicia social y económica. Pero tal vez sean esos ciudadanos los que tengan más culpa de la flacidez de la retórica de Bibi, porque no encuentran palabras para oponerse a la ocupación.
Los intentos de Bibi de continuar la vieja tradición israelí de presentar a un David fervoroso contra un Goliat árabe-musulmán-palestino muy malvado no lo llevaron a ninguna parte en las Naciones Unidas. Al contrario, el público quedó con la imagen de ese cocodrilo maligno y su insaciable apetito. Por cierto, cuesta imaginar a alguno de los predecesores de Bibi ofreciendo un anillo viejo de dos mil años con su nombre grabado como evidencia para apoyar los últimos cien años de colonialismo.
Sherene Seikaly es profesora asistente de Historia en la Universidad Americana en El Cairo y coeditora de Arab Studies Journal. Fue asociada post doctoral Qatar en la Universidad Georgetown (2007-2008) y asociada post doctoral en el Programa Medio Oriente en Europa en el Wissenschaftskolleg zu Berlin (2008-2009). Sherene es cofundadora de Jadaliyya Ezine.
Fuente: http://www.jadaliyya.
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