A sesenta años del nacimiento del Estado de Israel, el sionismo ha sido bien estudiado. No es el caso de la identidad palestina, construida, a pesar de otros nacionalismos árabes, en base a sucesivos fracasos. El éxito de Israel contrasta con la irresolución de la «cuestión palestina», sometida a los avatares de la descolonización del […]
A sesenta años del nacimiento del Estado de Israel, el sionismo ha sido bien estudiado. No es el caso de la identidad palestina, construida, a pesar de otros nacionalismos árabes, en base a sucesivos fracasos. El éxito de Israel contrasta con la irresolución de la «cuestión palestina», sometida a los avatares de la descolonización del siglo XX.
En términos generales, los nacionalismos israelí y palestino tienen varias similitudes: fueron ideados por elites alejadas de la zona anhelada; se formaron en un contexto colonial; cristalizaron en ausencia de una estructura estatal y vieron como potenciales ciudadanos a poblaciones diseminadas en diásporas y muy disímiles entre sí. En su gran mayoría, israelíes y palestinos fueron -y son- refugiados, desplazados, migrantes y/o sobrevivientes; personas que han padecido o ejercido de alguna manera la violencia o la discriminación a la largo de sus vidas.
El sionismo, una de las variantes del nacionalismo judío que homologó a las diversas judeidades en la idea de un ser israelí, es un caso bien estudiado. Pero recién ahora se está comenzando a investigar y a entender desde un punto de vista académico la otra cara de la misma moneda: ¿quiénes son, qué creen ser, y cómo son vistas esas personas que se denominan «palestinos»? Este retraso se debió en primer lugar a la dificultad de Occidente por entender las múltiples identidades y superposiciones de lealtades que se presentan en casi todos los nacionalismos de los países árabes. Para los ciudadanos occidentales, con una larga tradición de sistemas estatales que fomentan y sostiene identidades (escuelas, museos, fechas patrias, etc.) es difícil entender que para un palestino su identidad es mucho más compleja, móvil y simultánea (árabe en algún contexto, musulmán o cristiano en otro, de Naplús o de Jaffa, y finalmente palestina). A su vez, hasta fines de los años ’60, cuando se diluyó la idea del pan-arabismo, el concepto de un Estado-Nación en el mundo árabe también había sido visto con temor y sospecha, como una más de las imposiciones del colonialismo europeo. El auge relativamente reciente de un nuevo pan-islamismo (otra fuente poderosa de representación), mucho más radical y anti-occidental, aún se encuentra en plena evolución en el mundo árabe.
Otro factor importante es haber entendido la historia del nacionalismo palestino como un subproducto o una simple reacción -y por lo tanto, menos legítima- de una de las más poderosas y efectivas narrativas nacionales: el sionismo-israelismo. La primera ministra israelí, Golda Meir, supo decir: «no hay nada que pueda entenderse como palestinos… ellos nunca han existido».
Por ejemplo, en un kibutz del norte de Israel, adolescentes judíos de todo el mundo juegan a ver quién sabe más de «israelidad». Cuál es el nombre del nuevo ministro de Defensa, cuántos escaños tiene la Knesset, qué equipo de Tel Aviv ganó la última final de básquet, y cuántos y cuáles son los países que limitan con Israel. Alguien responde «cuatro: Líbano, Siria, Jordania y Egipto», y todos aplauden esta respuesta. Pero otros no, y menos aun los palestinos, quienes han padecido una de las mayores políticas de «no existencia» o de «obliteración» de la historia.
Lo fascinante de la narrativa palestina fue que logró afianzarse casi exclusivamente en hacer del fracaso una fuente constante de identidad, haciendo de la derrota una victoria. En ese sentido, el nacionalismo palestino no es menos real o más ficticio que cualquier otro tipo de nacionalismo, pero sí podría decirse que pudo desarrollarse «a pesar» de los otros nacionalismos de la región, especialmente del israelí y del jordano.
Política de la negación
Al igual que todos los nacionalismos que se generaron en Medio Oriente durante el siglo XX, el palestino fue un producto de la injerencia extranjera. Paradójicamente, casi todos los procesos de descolonización estuvieron basados en las ideas de independencia, libertad y autodeterminación, influidas por el proceso de modernización al que se vieron arrastrados los pueblos colonizados. Así, el Mandato británico sobre Palestina significó un arma de doble filo, ya que a la par del control y la explotación, también representó una unificación política y administrativa sin precedentes. El sistema secular y centralizado del Mandato desarticuló ciertas lealtades religiosas y sectarias tradicionales, modelando y asentando las bases para el posterior desarrollo de un pensamiento nacional moderno. Al mismo tiempo que los británicos acentuaban y perpetuaban el antiguo sistema de patronazgo, clientelismo y favoritismo entre los árabes, la administración moderna generaba nuevos actores, necesidades y marginalidades que constituían un desafío para las nuevas elites palestinas.
Como todas las sociedades de estructura tradicional de Medio Oriente, los árabes de Palestina se vieron sumergidos en el gran vendaval de cambios que produjeron las fuerzas políticas y económicas de la modernidad de principios del siglo XIX, y la consolidación del mercado mundial y del capitalismo. Los profundos procesos de politización y control administrativo articularon una suerte de islam secularizado, que también involucraba en forma muy activa a los árabes cristianos, los primeros en entrar en contacto con las nociones europeas de nacionalismo y patriotismo en las escuelas misioneras o a través de otros contactos con europeos (1). Esto comenzó bajo el Imperio Otomano y se profundizó con las administraciones de Inglaterra y Francia en la zona.
Pero al caso palestino se le sumó un factor ausente en todos los otros procesos de construcción nacional del mundo árabe: una doble amenaza. El proceso «natural» de explotación, saqueo y dominio imperial se vio acompañado por una colonización judía, altamente modernizada en los cánones europeos, que competía por el mismo espacio geográfico y por los mismos factores de producción.
El nacionalismo palestino no es una simple reacción al proceso de construcción sionista de un Estado judío, pero sin él su evolución hubiera sido sumamente diferente. Los sionistas hicieron de la política de negación de la población autóctona uno de sus lineamientos ideológicos. La consigna «un pueblo sin tierra para una tierra sin pueblo», así como una política económica que excluía la mano de obra árabe a favor de un «trabajo judío» redentor, son tan sólo algunos ejemplos.
Por otro lado, Inglaterra mantuvo durante todo su mandato sobre Palestina una evidente política de favoritismo hacia los judíos, ya que dentro de la lógica de «civilización o barbarie» que guiaba al Imperio no había dudas cuál de estas dos comunidades debía ser civilizada y cual no. Un claro ejemplo de esto fue cuando Inglaterra tomó posesión del Mandato sobre Palestina tras el desmembramiento del Imperio Otomano, luego de la Primera Guerra Mundial. Una modificación de su Estatuto incluyó la aprobación de permitir un asentamiento judío en la zona (declaración de Balfour), pero aclarando que esto no debía perjudicar a las otras poblaciones «no judías». La población autóctona era definida por la negativa, pese a que los árabes representaban casi el 90% de la población del Mandato. El historiador israelí Ilan Pappé explica así esta falsa paridad: «Si los británicos hubieran llevado a cabo elecciones democráticas para representantes y autoridades locales, como hicieron en Egipto o en Irak, el carácter árabe de Palestina jamás hubiese sido puesto en duda» (2).
Durante ese período, la idea de una identidad particular palestina era compartida por una elite muy reducida de profesionales árabes urbanos, muchos de ellos cristianos, educados en escuelas de carácter europeo y favorecidos por la prosperidad del dominio del Mandato. Pero la gran mayoría de la población palestina se encontraba en el macizo central montañoso, conocido hoy como Cisjordania, y veía su tradicional vida campesina de fellaheen cada día más complicada por la colonización judía.
Esta pauperización persistente del interior montañoso del país contrastaba con el auge de la planicie costera, cuya pujante economía se orientaba al voraz mercado europeo, y donde comenzaba a delinearse asimismo una clase social de jóvenes trabajadores árabes marginados, desclasados y desempleados, los shabab. El conflicto comenzaba a perfilarse en sus múltiples facetas: autóctonos contra foráneos, ricos contra pobres, campo y ciudad, modernidad versus tradición… árabes contra árabes.
Esta segmentación dentro de la misma sociedad palestina era fomentada por los británicos en su política de «divide y reinarás» favoreciendo y potenciando las lealtades locales de los pueblos y de los clanes en detrimento de un incipiente sentimiento nacional palestino.
Un pueblo sin líderes
Antes de la Primera Guerra Mundial existía una identidad arraigada que cementaba en términos pre-nacionales a la población con la región: una percepción de Palestina como lugar sagrado para musulmanes y cristianos, como centro de peregrinaje y de codicia para los europeos, dentro de una tradición política de patriotismo local. Esta identificación con el pueblo o la aldea nunca ha desaparecido del todo en las múltiples identidades árabes de la zona, a tal punto que muchos de los palestinos de los campos de refugiados aún siguen identificándose con los lugares de donde fueron expulsados sus padres o abuelos, pese a que jamás hayan estado allí y que muy probablemente ya ni siquiera existan.
Pero varios cambios políticos producidos en las décadas de 1920 y 1930 impondrían un fuerte viraje de adaptación y de reorganización identitarios en la región para todas las colectividades árabes. Durante la Primera Guerra Mundial, Inglaterra venció a los turcos otomanos en Medio Oriente gracias al apoyo de los rebeldes árabes, a quienes prometió como contrapartida la creación de un gran Estado árabe independiente. Sin embargo, los acuerdos con los franceses tenían prioridad. En 1920, Francia expulsaba de Damasco al rey Faysal, poniendo fin al sueño de una «Gran Siria» (Siria, Jordania, Líbano y Palestina), al que muchos de los incipientes nacionalistas palestinos adherían con fervor. Dos años después, los ingleses pusieron en práctica lo que se puede considerar la primera división de Palestina, creando un gobierno de beduinos hashemitas semi autónomo, pero funcional a los intereses de Londres, al otro lado del río Jordán.
Así, donde antes no había casi diferencias, ahora existían fronteras, pasaportes, visas, monedas y aduanas. Donde antes había una población árabe casi indiferenciada, ahora había sirios, transjordanos y judíos. Los árabes de Palestina, tanto urbanos como campesinos, se vieron por primera vez solos y ante una colonización judía que creció de 12.500 personas en 1932 a 66.000 en 1935, cuando se intensificó la huída de la Alemania nazi.
Entre 1936 y 1939 se produjo una revuelta espontánea -similar a la ocurrida en la última década con las dos Intifadas– compuesta básicamente por campesinos y marginados de los centros urbanos, conocida como la Gran Revuelta árabe de Palestina, y que tomaría por sorpresa a la pequeña elite de dirigentes palestinos (sólo un 9% participaron, y menos de un 5% digirió acciones armadas o de guerrilla) (3).
El levantamiento, si bien fue disparado por los desafíos y las inequidades ante el creciente enclave judío en el Mandato, tuvo una orientación abiertamente antibritánica, ya que la Corona era responsable directa de ese desequilibrio. Pero en su etapa final terminó siendo una verdadera guerra civil entre palestinos (4). La revuelta puso en serios aprietos a la administración del Mandato, que desplegó más tropas en la pequeña zona de Palestina que en todo el subcontiente indio.
A pesar de obtener una restricción limitada de la migración judía por parte de Londres, la revuelta resultó en un fracaso total desde el punto de vista palestino: la represión británica, una de las más brutales de todas sus colonias, dejó un saldo de 5.000 muertos (10% de los varones adultos), entre 15 y 20.000 heridos y la casi total desaparición y destierro de los líderes urbanos y dirigentes campesinos. A su vez, ratificó para los británicos la imposibilidad de ejercer el mandato por mucho tiempo más bajo esas condiciones, mientras que para los judíos constituyó la certeza de que no habría posibilidad alguna de evitar el conflicto con los árabes. Este fue el primer paso para la militarización de la sociedad judía, que tras la revuelta mantendría a más de 15.000 personas entrenadas en la disciplina militar y con experiencia en la logística del combate.
Durante la revuelta, los líderes campesinos palestinos obligaron a usar en las «zonas liberadas» la kafiya (el pañuelo negro y blanco que diferenciaba a los campesinos de las montañas de la elite ciudadana, que usaba el fez o sombrero redondo otomano), posteriormente utilizado como símbolo por excelencia de la identidad palestina. Como explican los historiadores Baruch Kimmerling y Joel Migdal: «En el momento en que la política británica estaba tomando decisiones cruciales para el futuro de Palestina, los palestinos se encontraron a sí mismos sin los grupos que habían definido hasta entonces su sociedad, que habían modelado el movimiento nacional, o que habían sido los portavoces de sus asuntos locales e internacionales. La dirigencia había comenzado un exilio que duraría hasta hoy» (5).
Otra de las características que perdurarían por mucho tiempo fue que, a partir de ese momento, los británicos dejaron de negociar directamente con los palestinos y comenzaron a tratar el conflicto local a través de los gobiernos árabes de los países vecinos. La representación palestina se encontró entonces ante un vacío de líderes, que fue llenado con árabes no palestinos. Esto sería una constante en varias etapas de la historia palestina, en las cuales las elites dejaron en manos «extranjeras» varios elementos cruciales de su destino. Como ejemplo, la «opción jordana» (una posible solución con Israel a través de la mediación de Amman), recién finalizó en 1988, cuando Jordania dejó de reclamar la soberanía sobre Cisjordania.
De derrota en derrota
Cuando Naciones Unidas, inaugurando una línea política de resolución de conflictos a través de la división -India-Pakistán, Corea, Vietnam, etc.- decidió la creación de dos Estados, uno judío y otro árabe, en el territorio de la Palestina británica, la suerte ya estaba quizás echada. El historiador israelí Benny Morris denominó al período que va de 1937 y 1948 «la neutralización política y militar de los árabes de palestina» (6). En 1947, cuando llegó el momento de luchar para llenar el espacio de poder dejado por los ingleses, los palestinos ya eran un pueblo derrotado, con una marcada desventaja frente a la estructura casi estatal y muy bien organizada de los judíos.
Ese año, gran parte de los 1,3 millones de árabes de Palestina se convirtieron en refugiados y/o se vieron afectados por la primera guerra árabe-israelí.
En 1948, siguiendo un arreglo tácito entre el rey de Jordania y el gobierno judío, las tropas jordanas invadieron la margen occidental del río Jordán, conocida como Cisjordania, y núcleo central de lo que debería haber sido el Estado de los árabes de Palestina. Por su parte Egipto se apoderó de la franja de Gaza. Para los israelíes, 1948 fue el año en que los judíos ganaron la «Guerra de la Independencia» y crearon el Estado de Israel. Para los palestinos, fue el año de la Nakba (El Desastre), el año que perdieron Palestina y su sociedad fue devastada.
Entre 1948 y 1964, cuando se creó la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), muchos llegaron incluso a creer que los palestinos habían desaparecido del mapa político como actores independientes, e incluso quizás como pueblo. Sin embargo, la derrota del ’48 inauguraría una nueva cultura del refugiado y de la dispersión conocida como Ghurba, la fantasía de un Paraíso Perdido, de una vida pueblerina apacible volatilizada; la de ser simples víctimas de una conspiración internacional. Esto sería un nuevo factor que redefiniría a los múltiples fragmentos de la comunidad palestina: los refugiados en los campos de Naciones Unidas; los que fueron «jordanizados»; los que permanecieron en Cisjordania, o los que se transformaron en palestinos-israelíes.
Esta traumática y prolongada experiencia los identificaría con la visión común de una realidad de sufrimiento en el exilio y de un destino de redención y justicia puesto en el retorno al Paraíso Perdido. Como aclara el historiador Rashid Khalidi: «lo que ahora los palestinos comparten es algo mucho mayor de lo que los separaba: todos han sido desposeídos, ninguno es dueño de su destino, todos están a merced de autoridades hostiles, distantes y frías. Si hasta 1948 la población árabe de Palestina no había estado segura de su identidad, ahora la experiencia de la derrota, de la privación y del exilio garantizó que ellos supieran muy pronto lo que significa su identidad como palestinos» (7). Así quedó inaugurada una nueva narrativa histórica que haría de toda derrota o error un triunfo y, en cierta medida, absolvería a los palestinos y a sus dirigentes de cualquier tipo de responsabilidad sobre su propio destino. La imagen recurrente de esta nueva etapa es la del sumud; el que resiste.
A partir de ese momento las colectividades palestinas dispersas y fragmentadas se vieron ante el desafío de forjar estructuras institucionales representativas, pero siempre sometidas a poderosas fuerzas centrífugas o de «despalestinización». Las dos primeras son las que afectaron al casi 80% de la población palestina que permaneció, de alguna u otra manera, dentro de los límites de la Palestina del Mandato.
Los palestinos israelíes fueron sometidos a un férreo sistema de «judaización», de control y de cooptación. Con una evolución marginal dentro de la sociedad israelí, en cierta medida lograron articular, a través del Partido Comunista Israelí, la idea de ser parte de la causa palestina, pero siempre dentro de su intento por alcanzar todos sus derechos dentro de la sociedad israelí (8).
Por su parte, Amann pondría en práctica durante sus casi 20 años de control en Cisjordania un fuerte aparato para evitar el nacionalismo palestino y «jordanizar» a los palestinos, que forman casi un 75% de la población total del reino hashemita.
Pero el gran reservorio identitario será preservado en las particulares características de la sociedad de los campos de refugiados. Una nueva generación de palestinos será formada a través del patronazgo de Naciones Unidas, en donde un sistema educativo que en 1980 cubría a casi el 95% de los niños y empleaba en su gran mayoría a palestinos, generará una nueva clase dirigente altamente politizada, dinámica y con una gran noción del poder de la educación y los medios como factores de concientización. Al universo simbólico palestino de desarraigo, resentimiento y desesperanza, se agregarán la imagen del fedayin, el guerrero mártir, así como la posterior representación del shahid o niño de las piedras de la primera Intifada. A su vez se irá formando en la diáspora palestina en los países árabes una clase dirigente de profesionales que logrará, con el tiempo, canalizar políticamente a las sociedades de refugiados.
La construcción de la unidad
Cuando en 1968 el grupo Fatah de Arafat, una de las tantas organizaciones guerrilleras que luchaban por la causa palestina, toma la dirección de la Organización de Liberación Palestina (creada por la Liga Árabe y por el presidente egipcio Nasser como una fachada para enfrentar indirectamente a Israel y también testear el compromiso del «britanizado» rey de Jordania con la causa del panarabismo), comenzará la institucionalización definitiva de la identidad palestina.
Varios fueron los factores que hicieron de Fatah-OLP el único representante de los Palestinos. El primero, la presentación de una plataforma política lo suficientemente amplia y difusa como para aglutinar al amplio abanico de actores y estamentos de las comunidades palestinas: desde ricos comerciantes en Jordania hasta guerrilleros maoístas en el Líbano, pasando por paupérrimos refugiados en Gaza, estudiantes universitarios en El Cairo o campesinos en Cisjordania. El segundo, ser la primera organización en tener como prioridad única y particular la liberación de Palestina y el retorno de los refugiados, idea a contracorriente de la gran unidad árabe del momento.
Pero, paradójicamente, el gran catalizador y homogenizador de la identidad palestina sería la victoria israelí de 1967 en la «Guerra de los Seis Días»; la humillación y la evidente ineficiencia de los gobiernos árabes. Tras la invasión de Gaza y Cisjordania (llamada por los palestinos la Naksa, La Tragedia), los israelíes pondrían nuevamente a la gran mayoría de la sociedad palestina bajo una misma unidad administrativa, tras dos décadas de separación. Un año después de la derrota del ’67, la OLP, con la ayuda del ejército jordano, logró derrotar a los israelíes en un enfrentamiento en un campo de refugiados: en la «batalla de Karama» la OLP logró el reconocimiento y la adhesión de casi todas las colectividades palestinas.
La historia palestina seguiría su curso con importantes fluctuaciones (acuerdos de paz; reconocimiento de Israel; declaración de independencia; aceptación de un Estado sólo en Gaza y Cisjordania; creación de Estados dentro de Estados en Jordania y Líbano; apoyo a Saddam Husein; Intifadas; surgimiento del islam político, etc.) pero ya no habría dudas de qué es ni quiénes son los palestinos.
Pero hablar de «Catástrofes» y «Tragedias» -sin duda las hubo para los palestinos- es también entender la historia como un desastre natural que simplemente acontece, libre de cualquier tipo de responsabilidad y dimensión humana. Los palestinos existen, pero lo que aún no queda tan claramente definido, más allá de su narrativa «quijotesca» o su panteón de heroicas derrotas, es la «dimensión» que tendrá su identidad. Les queda el desafío de demostrar que, así como han dado un claro ejemplo de la posibilidad de estructurar una identidad no «a pesar» sino «gracias a» los intentos de evitar y silenciar el surgimiento nacional, también son capaces de mostrar cómo y qué implica construir un nuevo país en el mapa del siglo XXI. A.C. © LMD ed. Cono Sur
Notas
1. Dos de los diarios más importantes que fomentaron el nacionalismo palestinos, Filistin y al-Karmil, fueron fundados, dirigidos y escritos mayoritariamente por árabes palestinos cristianos.
2. Ilan Pappé, A History of Modern Palestine, Cambridge Univesity Press, Londres, 2004.
3. Bayan Nuweihid al-Hout, «The Palestinian Elite during the Mandate Period», Journal of Palestine Studies, nº 9, Berkeley, 1979.
4. Baruch Kimmerling y Joel Migdal, Palestinians: The Making of a People, New York Free Press, Nueva York, 1993.
5. Ibid.
6. Benny Morris, The Birth of the Palestinian Refugee Problem 1947-1949, Cambridge University Press, Londres,1987.
7. Rashid Khalidi, Palestinian Identity, The Constructions of Modern National Consciousness, Columbia University Press, Nueva York, 1997.
8. Joseph Algazy, «El traumatismo persistente de los árabes-israelíes», Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, octubre de 2005.
Este artículo ha aparecido en la edición en español de Le Monde Diplomatique de mayo de 2008.