Tras el intento del, por lo menos confuso, golpe militar contra el presidente turco Tayyip Recep Erdogan, el 15 de julio último, el presidente Erdogan no ha hecho más que desorientar a sus socios, adversarios, enemigos y a quienes pretenden anticipar sus intenciones. Nadie sabe bien que se esconde detrás del violento giro político que […]
Tras el intento del, por lo menos confuso, golpe militar contra el presidente turco Tayyip Recep Erdogan, el 15 de julio último, el presidente Erdogan no ha hecho más que desorientar a sus socios, adversarios, enemigos y a quienes pretenden anticipar sus intenciones. Nadie sabe bien que se esconde detrás del violento giro político que ha dado a partir del «golpe» que muchos catalogan de autogolpe.
En un espeluznante ejercicio de realpolitik, el presidente Putin se vio obligado a acordar un cese de hostilidades con el Sultán, que parece desde el golpe o autogolpe ha rediccionado sus intereses y lealtades.
Ha utilizado el golpe para limpiar de opositores todos los estamentos estatales, la purga se centralizó particularmente en los seguidores del Hizmet, (Servicio) el movimiento de su archi enemigo y ex compañero de correrías políticas, el teólogo y multimillonario Fethullah Gülen, ahora autoexiliado en los Estados Unidos. Además, Erdogan se ha quitado de encima a los laicos del ejército aunque muchos nada tuvieron que ver con la intentona.
En las horas del golpe se ejecutó un gran ejercicio operacional de los elementos más retrógrados de su partido, el Adalet ve Kalkınma Partisi AKP (Partido de la Justicia y Desarrollo), que decapitaron a varios soldados ya rendidos y tiraron sus cabezas al Bósforo. Además de castigar a todo aquel transeúnte que no se demostrase plenamente devoto del Sultán, en las horas del golpe.
Su visita a Moscú del 9 de agosto, primera gira tras el golpe, ha reactivado una relación que pasó por momentos más que delicados tras el derribo del bombardero ligero ruso Su-24 por parte de Ankara, cuando se encontraba operando sobre territorio sirio contra los ejércitos invasores.
El acercamiento a Moscú, y también a Irán, no solo responde a intereses económicos, aunque lo económico entre Moscú y Ankara tiene un peso fundamental. Hay que recordar que Rusia ha impuesto sanciones económicas a Turquía, tras el derribo del Su-24, que equivalen a unos 10 mil millones de dólares al año. Además de la reactivación del proyecto del gasoducto Turk Stream, de 1100 kilómetros entre el consorcio ruso Gazprom y la estatal turca Botas, que había sido acordado en diciembre de 2014, con una capacidad de 63.000 millones de metros cúbicos anuales y que llegaría hasta Ipsala en Grecia, junto a la construcción, por parte de Moscú, de la central nuclear de Akkuyu, en el sur de Turquía. Y el regreso del poderoso turismo ruso a Turquía, uno de los más importantes para el país del que se perdió este último año un 93%.
Todo había sido suspendido tras el derribo del bombardero y las denuncias del presidente ruso Vladimir Putin, acerca de los negociados de las empresas de Erdogan y el Estado Islámico con el petróleo que el Califa Ibrahim bombeaba desde los territorios ocupados tanto en Siria como en Irak.
Obviamente, en las conversaciones entre Putin y Erdogan no ha estado ausente la guerra en Siria y la cuestión Kurda, en la que el sultán está comprometido hasta las pestañas.
Más allá del trágico apoyo de Turquía a todo aquel que fuera a combatir contra Bashar al-Assad, Ankara hoy está dispuesta a cerrar la frontera turca a las operaciones del Estado Islámico, siempre y cuando se contengan a los kurdos con los que el Sultán no está dispuesto a negociar nada.
Y ha refirmado esa vocación con los bombardeos de la aviación y la artillería contra posiciones de las Unidades de Protección Popular (YPG), la milicia del principal partido kurdo de Siria, en las cercanías de Manbij, gobernación de Alepo, y también se encontrarían efectivos de la rama siria del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), cuyo capitulo en Turquía representa el mayor enemigo del Sultán, a quienes combaten desde hace décadas en el sureste de su país. Como para cumplir con Putin, Erdogan también ha atacado a Estado Islámico en la ciudad siria de Jarablus, desde donde se habían lanzado varios disparos de mortero contra la localidad turca de Karkamis.
El ataque turco se produce tras el atentado en la fiesta de casamiento de la ciudad de Gaziantep (Turquía), donde un niño suicida se habría inmolado, arrastrando a la muerte a unas cincuenta personas. Atentado que se atribuyó Estado Islámico.
No es el amor, sino el espanto.
Sin duda, el cambio de dirección de Erdogan responde casi absolutamente a la sentencia borgeana, de ser totalmente cierto el enfriamiento de relaciones entre Ankara y Washington y la noticia de que Estados Unidos estaría trasladando su arsenal nuclear de Turquía a la base de Deveselu, en Rumanía, a unos 600 kilómetros de la península rusa de Crimea. Según la declaración oficial es por el temor de que este armamento, unas 50 bombas atómicas B-61, que serían reemplazadas por las nuevas B-61-12, que se encuentran en la base de Incirlik, próxima a la frontera Siria, tendría que quedar a resguardo de no caer en manos de los terroristas, además de considerar por parte del Departamento de Estados la posibilidad de un conflicto interno en la propia Turquía, por lo que dicho armamento pudiera perderse en un posible descontrol político y militar.
La visita del vice presidente estadounidense, Joe Biden, el funcionario de más alto rango el país después del golpe, se ha parecido en mucho a un control de daños. Washington sabe que la frialdad del Sultán se debe en mucho al apoyo de los Estados Unidos a las fuerzas kurdas que combaten en Siria e Irak al Estado Islámico. Cualquier tipo de fortalecimiento o reconocimiento a las organizaciones kurdas, para Erdogan, es un ataque directo a Turquía y mucho de su coqueteo con Moscú y Teherán está cargado de ese condimento. Ankara quiere tener a los kurdos sirios lo más lejos de su frontera y ha actuado en consecuencia, por lo que las quejas del amparo de Estados Unidos a Gülen, no deja de ser una puesta en escena, lo que quiere Erdogan es que Estados Unidos suelte la mano a los kurdos y punto.
Más allá de nuevos amigos y enemigos, Erdogan, con el apoyo de los Hermanos Musulmanes, quienes han tomado, ahora sí, un importante protagonismo en la vida política turca, continúa su marcha hacia la recreación del Imperio Otomano.
El último miércoles 24, con gran pompa, inauguró el tercer puente sobre el Bósforo, que se convierte en el puente de suspensión más alto del mundo, su torre central es más alta que la Torre Eiffel y cuenta con una longitud de 1,4 kilómetros y un ancho de 59 metros, con capacidad para 8 carriles y dos líneas ferroviarias de alta velocidad.
Su nombre es sobrecogedor para la historia turca, el Sultán Selim I Yavuz, (el Severo) quien extinguió el Sultanato Mameluco de Egipto y conquistó nada menos que los dos sitios más sagrados del Islam, la Meca y Medina. Una de las batallas más importantes en las que participó Selim I fue de Marj Dābiq, donde venció a los mamelucos en el norte de Alepo, justamente 500 años atrás, el 24 de agosto de 1516.
Erdogan, con gran regocijo, presentó la obra como una muestra más del orgullo turco, al que apela constantemente y mucho más después del último golpe. Miles de sus seguidores asistieron a la inauguración con banderas turcas donde se había impreso la cara de Erdogan.
Turquía aspira ahora a convertirse en la nación líder del mundo musulmán o por lo menos del sunismo, su pavoneo tanto con Rusia como con Irán no deja de tener ese condimento de gran nación que no tributa pleitesías a nadie incluidos su histórico socio, los Estados Unidos. Erdogan, como una mula molesta, está haciendo fuerza por emerger en la gran sonrisa sardónica de las naciones importantes del mundo, convirtiéndose otra vez en un imperio.
Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central.
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