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Supervivientes de Alepo

El té de Abu Jalid

Fuentes: Al-Jumhuriya English

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.

 

«… Y entonces, Asma al-Asad llega con una bandeja de aluminio de color plateado en la que puede apreciarse un plato de huevos fritos con carne, otro con tomates de un rojo intenso, troceados y espolvoreados con sal, un pan de pita doblado y una taza de té. Y me dice: ‘Abu Jalid, sea mi huésped’. Luego se va y me mira fijamente desde la distancia, llevándose a Sham, su hija, tratando de acallar sus gritos sin éxito. Le tapa la boca intentando cerrársela y le advierte: «¡Para ya… tu padre puede llegar en cualquier momento!». Me sacudo el polvo del mono, cojo a Sham, pronuncio el nombre de Dios y le alabo en sus oídos. Se queda dormida en mis brazos. Devuelvo a Sham a su madre y sigo colocando baldosas en el suelo de la cocina de la casa de Bashar al-Asad

Así es como suelen ser los cuentos de Abu Jalid sobre sus aventuras cósmicas, mientras una muchedumbre de gente del barrio se reúne a su alrededor aparentando creerle con el único propósito de seguir escuchando sus historias.

La mayor parte de los habitantes de esa barriada de Alepo se vieron forzados a desplazarse, en un primer momento, durante las batallas de 2012 para la liberación, tras lo cual volvieron a retomar sus vidas. Después se produjo un segundo desplazamiento a principios de 2014, tras el avance de las fuerzas del régimen hacia la Brigada 80 al este de Alepo, acompañadas de milicias chiíes. El régimen había intensificado horriblemente el uso de bombas de barril, obligando a la mayoría de los vecinos a marcharse después de casi un año de libertad y de mejora en las condiciones de vida. Tras esta oleada de desplazamientos hacia las zonas rurales y Turquía, sólo los gatos seguían allí impertérritos junto a los combatientes del Ejército Libre Sirio. Además, también tuvieron que quedarse quienes no tienen medios para viajar y los que experimentaron el desplazamiento la primera vez, saborearon la humillación de los campos de refugiados y juraron estar dispuestos a morirse de hambre bajo el tejado de sus hogares antes que ser filmados durante una distribución de paquetes de ayuda alimentaria.

«Llenamos bolsas de nailon con agua y las colgamos del techo, para que las moscas nos dejaran en paz. Finalmente, abandonamos nuestros hogares pero allí se quedaron las moscas», me decía un amigo del barrio en un mensaje de WhatsApp.

Mi ciclo de sueño ya no va unido al anochecer o al alba, sino a que haya gasolina en el generador eléctrico. Cuando el generador se queda sin gasolina y se me cae internet, ese es el momento en el que me voy a dormir. Cuando el sol empieza a asomarse, me despierta el sonido del bastón de madera de Abu Jalid golpeando los destartalados muros del callejón.

Abu Jalid suplica a los propietarios ausentes de las casas que vuelvan, mencionando a cada uno por su nombre: «O Juleif, o Abu Husein… Te ruego, en virtud de esta hermosa mañana y del Corán, que vuelvas con nosotros por la tarde». Se dirige hacia mi redacción, se queda a una distancia que estima razonable y pide a Ammar, mi vecino, que me despierte para que pueda informarle de las últimas noticias del mundo.

Abu Jalid había oído decir que los helicópteros del ejército de Asad podían detectar la etiqueta en una camisa de hombre. Este motivo es el que hace que venga a verme antes de las ocho de la mañana, es decir, antes de que los pilotos empiecen con su rutina diaria de bombardear las barriadas liberadas de Alepo. Tiene miedo a que el helicóptero lo localice conmigo, lo que podría provocar el bombardeo inmediato de su casa.

Vuelve a la casa de piedra que construyó con sus manos en su juventud, allá por los años setenta. Aprieta el puño mientras nos narra cómo construyó su casa. Nos hace té con un fuego que enciende utilizando un par de pantalones o algún zapato viejo, suyo o de su vecino. La presión del aire liberada por las explosiones de las bombas de barril ha abierto las puertas de las casas que estaban cerradas, ayudando a Abu Jalid a utilizar los zapatos de las casas vecinas. «¿Por qué entraste en sus casas?», le regañamos suavemente. Contesta de forma sarcástica: «Si volviera, le daría diez zapatos en vez de uno… eso si regresa».

Después de beber el té, Abu Jalid nos relata el cuento de los mencionados pantalones. Cuándo los compró, con qué propósito y por cuánto; o de qué casa salieron esos pantalones, la historia de su propietario y su pasado, cuándo y cómo se trasladaron al barrio y a qué clan pertenecía su esposa.

Bebemos el té bajo el balcón de su casa para que el helicóptero no pueda detectarnos, ya que los pilotos pueden también localizar el brillo de la tetera bajo los rayos del sol. Quienes fueron testigos de las masacres de la década de los ochenta del pasado siglo todavía creen que el régimen de Asad puede escuchar sus sigilosas charlas y conversaciones privadas, y que el asesinato y la ejecución podían basarse en nada más que en pensamientos ocultos.

Abu Jalid recuerda que hace un tiempo, un piloto trataba de bombardear la plaza al-Hawuz en Alepo cuando vio un coche del Ejército Sirio Libre llevando una ametralladora pesada DShK. Tras apuntar hacia el objetivo, se puso a observar un coche civil que llevaba a un grupo de ciudadanos hacia una zona rural, trabajadores que no tenían nada que ver con esta guerra. Pero el coche con la DShK había desaparecido ya. Así pues, antes de apretar el botón del misil, metió «el freno de mano» de su helicóptero y volvió a la base aérea sin bombardear a nadie.

«Tío, ellos no hacen daño a nadie… no lo hacen», dijo en voz alta confiando en que el piloto le oyera y se abstuviera de bombardear su casa. El propósito de todas sus teorías y de las historias que teje en las noches oscuras no es otro que evitar que su casa sea bombardeada.

En aquel entonces, yo solía empezar el día rastreando aviones militares mientras montaba en mi bici. Identificaba la dirección del avión y calculaba la posible proyección de la bomba de barril. Después, llegaba hasta el lugar para fotografiar los cuerpos y hogares devastados. Donde sea que fuera el helicóptero, lo seguía, alzando mi cabeza hacia el cielo no sea que fuera a escapárseme.

Entre los aviones que planean por los cielos de las barriadas liberadas, rastreo al avión que me han asignado. Éramos tres los activistas que trabajábamos para un medio y cada uno tenía su propio avión que rastrear, dependiendo de la distribución geográfica del cielo sobre las barriadas liberadas. Mi turno termina al atardecer, porque a esa hora la memoria externa de mi cámara está normalmente agotada. En mi camino de regreso a casa, compro un sándwich de patata en Sharq Chicken, me lo como y continúo mi camino a través de las calles. Con la luz de una linterna de batería, trato de esquivar los baches causados por las bombas de barril, moviéndome diagonalmente como en «zigzag». Me entretengo con mis gritos que hacen eco contra los muros de las casas abandonadas. Llego a casa, pongo en marcha el generador eléctrico y descargo los videos y fotos en la carpeta del buzón que comparto con la oficina principal del medio.

Las voces de Abu Jalid y Shuayla -su mujer- alivian mi preocupación al descargar los videos.

Tienen una historia de amor extraña. Puede abofetearla en la mejilla derecha sólo para besarla en la mejilla izquierda antes de que la palma de su mano se enfríe de la bofetada. Y se pone a gritarle por no acercarle un vaso de agua para la cena, que consiste tan sólo en un plazo de aceitunas y tomillo con aceite vegetal.

Le recuerda la historia de su matrimonio y de que padres le dijeron: «Cásate con ella y su herencia será tuya».

Ella responde: «Si no hubiera sido porque mi hermano era agente de policía no te habrías casado conmigo». A lo que él contesta: «Pero ahora tu hermano está jubilado… Así pues, puedes irte a casa de tu familia, ya no te necesito».

¿A qué familia se está refiriendo? La mitad de su familia ha muerto y la otra mitad está desplazada sin hogar y ella ha superado ya los sesenta años.

Ammar y yo nos dirigimos a él y le ofrecemos agua. Deja de gritar y nos cuenta una de sus aventuras cósmicas: de cómo entró por error en los ocupados Altos del Golán cuando se equivocó de camino, antes de que el Estado sionista le expulsara hacia Jordania y tuviera que encontrar el camino de vuelta a Siria por tierra.

Cuando me acerco a mi casa, Abu Jaled me aconseja sellar la ventana con una cinta oscura, no vaya a ser que el piloto vea la luz que sale de la habitación. «De esa forma, el piloto supondrá que los vecinos de esta casa están desplazados», intenta convencerme.

Trato de leer los textos de la universidad que aún conservo y que he olvidado desde la liberación de la ciudad en el verano de 2012. Cierro el texto e intento dormirme, pero no hago más que dar vueltas. El sonido de los enfrentamientos en las proximidades de la base aérea militar de Nairab es cada vez más fuerte. Los disparos de una ametralladora Shilka impacta en la pared de la casa de mi vecino. Me escondo de los disparos bajo mis sábanas verdes. Y medito: ¿qué pasará si las sábanas se ensucian en caso de que bombardeen la casa? Mi madre se pondría a gritarme porque las había puesto limpias antes de tener que desplazarse.

Pensar en las sábanas y en el polvo es un mero intento de escapar de los sonidos de la guerra. Tengo en la mano un explosivo casero, hecho con una carcasa de un cartucho Shilka que me regaló Ammar, mi querido vecino. Me suda la mano. No tengo ni idea de cómo usar esta cosa. Continúo ignorando los mensajes de mis padres que me piden que vuelva a Raqqa.

Me pongo a evocar imágenes de mi posible futuro. Pero un extraño golpeteo en la puerta me interrumpe. Voy a abrirla y me encuentro con la mano de Abu Jalid que la empuja hacia dentro. Cierra apresuradamente la puerta tras él y me agarra del hombro con la mano, que parece una vieja corteza de árbol:

«Hijo, estoy solo, la soledad me está matando… mis hijos se han ido… no me dejes solo, te lo suplico.» 

(Traducido del árabe al inglés por Yaser Azayyaat)

Fuente: http://aljumhuriya.net/en/al-jumhuriya-fellowship/abu-khalids-tea

Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y a Rebelión.org como fuente de la misma.