Para mí está claro que los conflictos surgidos desde el pasado año en esta región responden a un contenido esencialmente político, con factores que se entremezclan: los de origen interno y los que intervienen desde el exterior. Sin embargo, no se puede pasar por alto la incidencia sectaria o religiosa que influye en los mismos […]
Para mí está claro que los conflictos surgidos desde el pasado año en esta región responden a un contenido esencialmente político, con factores que se entremezclan: los de origen interno y los que intervienen desde el exterior. Sin embargo, no se puede pasar por alto la incidencia sectaria o religiosa que influye en los mismos o que es utilizada para estimularlos o incluso hacerlos estallar. Existen amplios antecedentes históricos en muchos de estos países que dan fe de la utilización de estas características con intereses colonialistas.
En Siria por ejemplo, es evidente que una parte de la población, en mi opinión minoritaria, estaba disgustada con el gobierno de Bashar al Assad y tenía una posición crítica sobre su desempeño, por lo que consideraba falta de democracia, manifestaciones de corrupción, nepotismo, y leyes que, con el argumento de encontrarse desde hacía muchos años en guerra con Israel y tener una parte de su territorio ocupado por éste, propiciaban a veces excesivas medidas de control y represión. Cierta apertura económica de corte neoliberal del actual gobierno facilitó también que creciera la desigualdad y la pobreza, en un país que sin tener grandes recursos, hasta hace pocos años mantenía un sistema que ofrecía un aceptable nivel de justicia social y en muchos aspectos podía servir de ejemplo para otros en la zona. La tolerancia en la práctica religiosa, el acceso amplio a la educación y la seguridad social, y los derechos de la mujer, son algunos de los ejemplos que se pueden citar.
Siria, sin embargo, y aunque no tanto como sucede en Líbano, tiene una compleja composición sectaria en su población, lo cual se refleja en la estructura de poder. Una minoría alawita, variante más bien liberal de la rama chiita del Islam, ocupa la presidencia y algunos de los principales cargos del país. Pero siempre hubo preocupación para evitar discriminación de la mayoritaria población sunnita y de la importante minoría cristiana. Por muchos años existió convivencia y relativa tranquilidad, salvo un brote violento dirigido por la organización Hermanos Musulmanes (sunnita) en la ciudad de Hama en 1982, que fue duramente reprimido.
Pero no se puede desconocer que Siria integra una especie de eje político, por cierto de indiscutido contenido, en mayor o menor medida, antimperialista y antisionista, que si se observa en un mapa, partiendo del poderoso Irán en el este, va ganando terreno en Irak, donde los chiitas también son mayoría y controlan el gobierno central; transita sobre el adyacente territorio sirio; y llega hasta las costas mediterráneas libanesas, donde Hizbulá, al frente de una coalición patriótica integrada por una mayoría chiita, constituye la principal fuerza político militar del país y ya ha demostrado ser capaz de enfrentarse a los sionistas de Israel e incluso derrotarlos. Ellos, apoyados desde Damasco y Teherán, han impedido que en Líbano se constituya un gobierno aliado de Occidente. ¿Es posible negar o desconocer esto?
Este corredor, por llamarlo de alguna forma, de poder chiita, es considerado una amenaza por otros países de predominio sunnita que mantienen objetivos hegemónicos regionales, como Arabia Saudita y Turquía, que en coincidencia con EEUU e Israel, han creado una no tan santa alianza entre el Consejo de Cooperación del Golfo y la OTAN, los cuales ahora están actuando como «de un águila, las dos alas». Son ellos los que apoyan abiertamente la subversión en Siria donde propician la llegada al poder de un gobierno sunnita, posiblemente dirigido por los Hermanos Musulmanes, que ya están en el gobierno en Túnez y Egipto, y constituyen en Jordania la fuerza política más importante y mejor organizada. Ello no significa sin embargo, que en todos estos países la composición sectaria sea exactamente igual, así como tampoco que todos los sunnitas mantengan la misma posición política. Existen también factores políticos en desarrollo, que en determinadas condiciones, podrían superar la influencia sectaria, aunque lamentablemente lo que podría considerarse como fuerzas de izquierda, son aún minoritarias.
En Bahrein, en el Golfo Pérsico y base de la 5ta. Flota estadounidense, país con mayoritaria población chiita, también desde hace tiempo se manifiestan contra la monarquía sunnita. Como parte del trasfondo sectario de esta guerra, en su represión participan tropas del Consejo de Cooperación del Golfo y acusan a Irán de alentar la rebelión. Pero esta situación casi no recibe cobertura por la «gran prensa libre occidental», como tampoco lo hacen con los sucesos en Arabia Saudita, donde una importante minoría chiita, que habita en la principal zona petrolera, al este del país, es frecuentemente reprimida.
Por ello, la guerra contra Siria, independiente de los factores internos que existan, aunque exagerados indiscutiblemente por la enorme potencia de los medios en manos del imperio y del sionismo, es parte de un conflicto mayor, que ya se extiende y toma cuerpo en Irak con los atentados casi diarios contra la población chiita. Grupos terroristas sunnitas, y mercenarios wahabíes, algunos pertenecientes a organizaciones como Al Qaeda, posiblemente financiados y entrenados desde Catar, Arabia Saudita y Turquía, tratan de poner en crisis y derribar el gobierno de mayoría chiita de Bagdad, aliado ahora de Irán y opuesto a la agresión contra Siria. Estos mismos intereses trabajan muy activamente para hacer estallar las contradicciones interlibanesas y liquidar el poder de Hizbulá. El objetivo final es debilitar a Irán y crear condiciones para atacarlo e imponer allí un nuevo Sha.
Los viejos poderes imperiales tienen larga experiencia en explotar las contradicciones y aplicar el famoso adagio de «divide y vencerás». Si no pueden ocupar y dominar totalmente estos países, una segunda opción es sumergirlos en sangrientas guerras internas para evitar que constituyan una amenaza para sus intereses, vinculados al control sobre las más grandes reservas de petróleo y gas del mundo y a la intención estadounidense de mantenerse en el siglo XXI ─proclamado «el nuevo siglo americano»─, como la indiscutible potencia hegemónica en un mundo unipolar.
Aunque la llamada Guerra Fría se supone que concluyó también con el siglo XX, parece que Rusia y China se han dado cuenta que en Washington no todos piensan así y el plan hegemónico incluye reducirlos a potencias de tercera clase. De ahí sus vetos en el Consejo de Seguridad de la ONU, para tratar de detenerlos en Siria.
Ernesto Gómez Abascal es escritor y periodista. Ex embajador cubano en varios países del Cercano Oriente.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.