Traducido para Rebelión por J. M. y revisado por Caty R.
Mucho antes de la ley de ciudadanía, la cuerda no era más que una malla de apoyo rota para la protección de los derechos humanos en Israel.
La lucha de quienes defienden al Tribunal Supremo de Justicia contra los que quieren eliminarlo, debe detenerse ahora. Ya basta de autojustificación, basta de esta mascarada, en la que nos imaginamos que estamos tratando de proteger el último faro de la justicia y el último bastión de la democracia israelí. No sólo cayó todo punto para defender -la batalla de última hora ya ha fracasado- sino que tampoco ya se justifica. No hay más razones para defender una institución que se expidió en el rechazo vergonzoso de la petición en contra de la enmienda a la Ley de ciudadanía. Un tribunal que veta esta enmienda nacionalista y racista, que discrimina a los ciudadanos árabes de Israel únicamente sobre la base de su origen étnico, que en nombre de la seguridad está dispuesto a negar los derechos básicos y a destruir las vidas de miles de familias israelíes, con el falso uso de la seguridad para tratar de encubrir su racismo. Es una institución que ya no debemos defender. Tomó su nombre en vano, y su defensa es engañosa porque miente para parecer una institución por la cual vale la pena luchar. Es mejor decir la verdad: no es el guardián del sello de la democracia y los derechos humanos en Israel. La derecha la puede seguir demoliendo a sus anchas, se trata sólo de la demolición de ruinas.
Vamos a hablar claro: se trata de desplazamiento de población, no hecho por el ejército, tampoco por los colonos o la extrema derecha. Se trata de la expulsión bajo la égida de la ley y con el sello de la aprobación del Tribunal. El fallo de los jueces en Jerusalén significa desmembrar a miles de familias israelíes cuya madre o padre será expulsado. Vladimir se pueden casar con Yana, pero Mohammed no puede casarse con Sana.
Entre las muchas justificaciones y pretextos que encontró la mayoría de sus integrantes, dijo el juez Eliezer Rivlin «el daño es por un objetivo digno», y para el juez Hanan Melcer se trata de «una ley que protege la seguridad del Estado». Se destaca el razonamiento diabólico de la jueza Miriam Naor: «La protección no implica la realización de la vida familiar específicamente en Israel». ¿Y adónde irá la gente de esta tierra originaria de Taibeh o Nazaret? ¿Y por qué deberían irse?
La tinta utilizada para la ley de entrada a Israel aún no está seca y ya Israel continúa con su limpieza étnica mediante la ley de ciudadanía. Así pues, nuestro campamento permanecerá impoluto. Y ¿a quién deberíamos agradecer y bendecir? A nuestro tribunal de «izquierda y liberal».
En el baile de mascaras de la defensa del Tribunal Supremo, una de ellas se destaca como particularmente engañosa, la de la presidenta del Tribunal Superior Dorit Beinisch, benefactora de la justicia que votó en contra de la sentencia vergonzosa. Pero la mano que se levantó en contra de esa ley -luego se supo- postergó la decisión hasta ser reemplazada por otra jueza que luego se opondría a ella, Ayala Proccacia, a su retiro. Beinisch quiso comer su pastel y dejarlo entero, aparentar ser una ilustrada sin encender aún más la ira de la derecha en contra de su tribunal. Beinisch entiende las limitaciones del poder, dicen sus partidarios, y se dio cuenta de que no podía tirar demasiado de la cuerda para que no se rompa.
Pues bien señora Presidenta, la cuerda, de hecho, se ha roto. Un tribunal que se neutraliza con sus propias manos y abusa de su poder por temor a sus enemigos, no es un tribunal. Mucho antes de la Ley de ciudadanía, la cuerda no era más que una red de apoyo rota para a la protección de los derechos humanos en Israel, en particular, siempre y cuando estos derechos no se enfrentaran contra el dios de la seguridad, que el tribunal adora casi servilmente. La decisión sobre la Ley de Ciudadanía sólo puso ahora el sello final de aprobación para la finalización de la farsa.
Por supuesto, las trompetas de la derecha, vitorearon la decisión: «Un buen viento está soplando en la corte», dijeron, que es suficiente para entender que un viento diabólico sopla a través de ella.
Después de la grotesca demonización de la «planificada horda invasiva», y el peligroso terror de la familia Ajaji, ella de la Galilea y él de Tulkarem, después de la campaña de justicia por propia mano -«todo el mundo lo hace»-, haciendo caso omiso vilmente de la diferencia esencial entre extranjeros y nativos de esta tierra -el soberano y la población ocupada- donde ambas partes son miembros de un solo pueblo, el Alto Tribunal cumplió con los fanáticos del miedo y del terror de la demografía, aplastando los derechos de las minorías en Israel. Y ahora, ¿quiénes somos nosotros para quejarnos del musgo que crece en la roca, de los Danons y los Levins, cuando los árboles de cedro, que puede que nunca fueron cedros, se han incendiado?