Tras el «boom inmobiliario» y la burbuja especulativa, cuyo pinchazo está en el origen inmediato de la actual crisis económica, llega la resaca. Y también sus efectos dramáticos en forma de paro y exclusión. Inmersos en la vorágine de la crisis, pocas voces han alertado sobre el diseño y las raíces franquistas del modelo urbanístico […]
Tras el «boom inmobiliario» y la burbuja especulativa, cuyo pinchazo está en el origen inmediato de la actual crisis económica, llega la resaca. Y también sus efectos dramáticos en forma de paro y exclusión. Inmersos en la vorágine de la crisis, pocas voces han alertado sobre el diseño y las raíces franquistas del modelo urbanístico español vigente en los últimos años.
José Manuel Naredo y Antonio Montiel constituyen dos excepciones en el páramo de la autocomplacencia. En su libro «El modelo inmobiliario español y su culminación en el caso valenciano» (Icaria 2010), el reputado economista y el profesor de Ciencia Política de la Universitat de València, explican cómo el modelo inmobiliario de nuestros días arranca y toma cuerpo durante la dictadura de Franco, de manera que el periodo democrático supone únicamente la consolidación de un modelo ya prefigurado.
«Un cuarto de siglo después de muerto Franco -afirma Naredo- si algo quedó atado, y bien atado, fueron la política de vivienda (con la hegemonía absoluta de la cultura de la propiedad) y la práctica del pelotazo inmobiliario»
Los años del «desarrollismo» franquista (desde mediados de los 60 hasta mediados de los 70 del siglo pasado) marcan un decisivo punto de inflexión y sientan las bases del paradigma. En esta década ya se habla de «pelotazos urbanísticos» (antecedente de la «cultura del pelotazo»), en un contexto donde cada vez es más frecuente la obtención de pingües plusvalías a partir de reclasificaciones de suelo al margen de los planes generales.
Naredo sitúa en «los años del desarrollo» la primera ola de «urbanismo salvaje» en el litoral, un proceso de urbanización sin precedentes (el parque de viviendas aumenta en esos años un 40%) y la demolición o reedificación de los edificios de los cascos históricos. Fenómenos, todos ellos, que se consolidarían en décadas posteriores.
A esta «fiebre del ladrillo» no son ajenas las clases dominantes, que, al calor de las reclasificaciones de terrenos, se embarcaron en jugosos procesos de acumulación de capital. Se amasan grandes fortunas. Según José Manuel Naredo, en esta época «se consolidaron las grandes empresas inmobiliario-constructivas propias de la oligarquía franquista que hoy permanecen en pie; y surgieron otras nuevas al calor de las influencias, y las plusvalías, de índole más local».
El franquismo también prioriza un modelo inmobiliario basado en la propiedad de la vivienda, en detrimento del alquiler. Pasados los años, éste será uno de los rasgos esenciales del paradigma español. En buena medida la dictadura defendía un régimen de propietarios por razones ideológicas. Éste aseguraría la «paz social» y crearía «gente de orden» atada a su hogar, como afirmaba el arquitecto falangista José Luis de Arrese, primer ministro de la Vivienda franquista en 1957.
Esta apuesta de la dictadura por un régimen de propietarios propició nuevas reclasificaciones de suelo para la construcción de viviendas (libres o de protección oficial) y más plusvalías urbanísticas para los promotores. El modelo sufrió un drástico vuelco que se acentuaría años después: si en 1950 el 50% del stock de viviendas se encontraba en régimen de alquiler, en 2001 la cifra se redujo al 11%.
Más aún, entre 2003 y 2005 -los años centrales del boom inmobiliario de la democracia- el número de viviendas construidas en el estado español superó la suma de las realizadas, durante el mismo periodo, en Reino Unido, Alemania y Francia. España es actualmente el país con más viviendas por habitante de la Unión Europea.
«Un continuismo digno de mejor causa permitió, no sólo cambiar la cultura de alquiler a favor de la propiedad, sino convertir a España en líder europeo en este campo y hacer del negocio inmobiliario la verdadera industria nacional», concluye Naredo. La dictadura dejó «atada y bien atada» la herencia de su modelo urbanístico.
Después de 1975, muerto Franco, ¿Qué hizo posible la continuación y maduración del paradigma? Diversos factores entre los que Naredo destaca la «refundación oligárquica del poder». En otras palabras, una transición política que no rompe con la dictadura y garantiza la supervivencia de sus elites. Esta explicación sirve para el mundo de los negocios, en general, y asimismo para el sector inmobiliario.
Pocos personajes ejemplifican este fenómeno como David Taguas, quien pasó directamente de jefe del gabinete económico del presidente del gobierno, Rodríguez Zapatero, a presidir la patronal de las grandes constructoras (Seopan), cuya conexión con los poderes económicos imperantes durante el franquismo ofrece pocas dudas. «La relación entre economía y poder hace que, en España, más que hablar de neoliberalismo hubiera que hablar de neofeudalismo o, tal vez mejor, de neocaciquismo», señala el economista.
El final del franquismo y la formalización de la democracia tampoco modificaron el valor de los Planes Generales, en muchos casos «papel mojado». Las «marañas legislativas» impulsadas por los gobiernos autonómicos hicieron posible que proliferaran las reclasificaciones al margen de plan y los «pelotazos» (la aprobación en 1994 de la Ley Reguladora de la Actividad Urbanística en el País Valenciano constituye uno de los ejemplos más claros).
Naredo se refiere al triunfo de las «operaciones» y los «megaproyectos». Abundan los ejemplos: la doble recalificación de los terrenos de la antigua y la nueva ciudad deportiva del Real Madrid, que permitió al club extraer plusvalías millonarias; la operación Valdeluz, en la nueva estación del AVE de Yebes (Guadalajara); la operación residencial el Quiñón en Seseña (Toledo) y toda suerte de «parques temáticos» promovidos y financiados por entidades públicas o cajas de ahorros.
En el modelo español, concluye Naredo, «el negocio inmobiliario se basa, sobre todo, en la posibilidad de añadir varios ceros al valor de los terrenos por el mero hecho de hacerlos urbanizables». Según el economista y estadístico, una estimación moderada de las plusvalías asociadas a los «desarrollos» de suelo comprometidos en la región de Madrid, permite cifrarlos en 200.000 millones de euros, a precios de 2005.
Un último factor se hacía necesario para que la hegemonía del ladrillo y el cemento fuera absoluta: la financiación abundante y barata. Ésta llegó con el ingreso del estado español en la Unión Europea, lo que propició unas condiciones excepcionalmente favorables para generar burbujas inmobiliarias. La primera, entre 1986 y 1992, al calor de la entrada de capitales por el ingreso en el mercado común. Tras la resaca de los festejos del 92, y tras un breve periodo de atonía inmobiliaria, se disparó de nuevo la euforia. El euro, los bajos tipos de interés, las hipotecas a largo plazo, las expectativas de grandes plusvalías y la fiscalidad favorable contribuyeron a un nuevo boom.
El pinchazo de la burbuja ha hecho quebrar el modelo. Las consecuencias económicas (endeudamientos y desequilibrios que están en el origen de la actual crisis), ecológicas (en los años centrales del boom España se convirtió en el quinto país del mundo en consumo de cemento, muy por encima de Francia y Alemania) y sociales (en forma de paro, frustración, empobrecimiento y miedo) han descubierto la gran impostura de este gigante inmobiliario con pies de barro.
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