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El uso banalizado de «golpe de Estado»

Fuentes: El Salto

El giro reaccionario en España tuvo un punto de inflexión con el uso distorsionado del término «golpe de Estado». Sin embargo, con memoria e historia es imposible llamar «golpe de Estado» a cualquier cosa.

No deja de ser irónicamente macabro que el Tribunal Supremo calificase al procés independentista catalán de ‘golpe de Estado’ seis días después del aniversario del 18 de julio: el 88º aniversario del golpe de Estado militar y reaccionario de 1936. Golpes de Estado que atravesaron el pasado siglo, desplazando a los pronunciamientos tan frecuentes en la centuria anterior, y que en otras latitudes sin impunidad sistémica, como en Argentina, son caracterizados como ‘golpes cívico-militares’, aunque ahora en el país del Cono Sur afronten momentos de peligroso retroceso en materia de ‘memoria, verdad y justicia’, además de la miseria planificada implementada por el Gobierno de Javier Milei, ganador del balotaje presidencial el pasado noviembre tras una crisis inflacionaria acumulada durante doce años y un endeudamiento sin precedentes con el FMI. 

Por nuestra parte, el de 1936 fue un golpe de Estado cuyo parcial fracaso militar dio lugar a la última Guerra Civil del país. La guerra civil que marcó nuestra historia del siglo XX en la previa de la II Guerra Mundial y dio lugar a una dictadura militar fascistizada y nacional-católica de cuarenta años. Con esta historia, más de cuatro décadas después del final del Franquismo, el Tribunal Supremo denomina ‘golpe de Estado’ al intento de independencia realizado desde las instituciones de la Generalitat, gobernadas por una coalición de partidos soberanistas, a través de un referéndum, el cual lógicamente fue acompañado con medidas de fuerza populosas en las calles, es decir, manifestaciones. 

En el texto que el Supremo remitió al Tribunal Constitucional con objeto de la amnistía, aprobada en el Congreso hace dos meses, los magistrados además declaran a los condenados por sedición, y no por rebelión, como ‘golpistas’. Lo hacen hasta en nueve ocasiones. Quedando así nítida su consideración. Ni rastro del uso intercalado de sinónimos por sus señorías. 

Como se ha señalado desde el primer momento en medios no conservadores o reaccionarios, los  magistrados encargados del texto calificaron el procés como ‘golpe de Estado’ en contraste con la sentencia del propio Supremo que condenó a los líderes independentistas por sedición. Es decir, en contraposición con el fallo del tribunal presidido por Marchena, los magistrados que argumentan la inconstitucionalidad de la ley de amnistía se han adherido, de facto, a la acusación del Fiscal Zaragoza durante el juicio. Una definición de ‘golpe de Estado’, errónea históricamente hablando, de un fiscal que nos tiene acostumbradas a no dejar de mostrar la función que, como cualquier personaje histórico de una época con posición adquirida, cree que juega y quiere jugar en las relaciones de poder y fuerza que existen en un momento concreto y un espacio determinado de esa Historia. Aquí y ahora. 

El Fiscal Zaragoza ha sido un fiel militante de la impunidad franquista a través de la defensa de la aplicación férrea, y por fuera de los principios que rigen el derecho penal internacional, tanto del principio de irretroactividad de la ley que, efectivamente, en el derecho ordinario es una medida de seguridad y un derecho ciudadano fundamental; como de la ley de Amnistía, la última de la Transición política, que fue aprobada en octubre de 1977 por el primer Congreso electo, resultante de la primera votación con libertad política desde las que ganara el Frente Popular en 1936, a partir de la ley para la reforma política, con su leitmotiv “de la ley a la ley”, después de la larga dictadura franquista. Ambas, el principio de irretroactividad de la ley y la ley de Amnistía del 77, han sido aplicadas sobre delitos que por ser de lesa humanidad son considerados, según los Derechos Humanos, de distinta naturaleza y, por ende, ni prescriben ni son amnistiables. 

Sin embargo, en España, las consideraciones del derecho penal internacional no sólo no se han aplicado a los crímenes de guerra -ya tipificados como tales en la década de 1930 cuando se produjeron-, ni a las políticas de exterminio en retaguardia -con cientos de miles de asesinados desaparecidos en fosas comunes-, ni a la represión sistemática legalizada durante el primer franquismo, es decir, no sólo no se han aplicado a todos hechos cometidos con anterioridad al desarrollo del derecho penal internacional post II Guerra Mundial, sino que las denuncias por la represión posterior y, específicamente, por tortura, es decir, por un delito de lesa humanidad, que tuvieron lugar durante el tardofranquismo y la transición, tampoco han prosperado en ningún juzgado del país. 

Todo ello según la posición de un poder judicial basado en esos mismos argumentos repetidos una y otra vez: prescripción, irretroactividad de la ley y delito amnistiado. Un poder judicial que nunca tuvo un corte con los cargos dictatoriales, tampoco en la formación universitaria, y, por ende, no contó con una ruptura en su influencia corporativa, incluyendo las dinámicas de su reproducción burocrática y meritocrática. Cosas de la Historia que nos habla de causas y reproducciones de poder, en paralelo a la organización del Estado de derecho de una democracia liberal y su Carta Magna. Una Constitución con raigambre en la historia y teorías del derecho constituyente sobreviviente a la organización dictatorial que tuvo el Estado durante cuatro décadas, influida por múltiples tradiciones constitucionales de la historia de distintos Estados del continente europeo.

Lo cierto es que, en contraste con la definición usada por el Fiscal Zaragoza durante el juicio al procés, lo que define un ‘golpe de Estado’ dentro de los complejos procesos históricos no es quedar por fuera de la legalidad vigente, como él determinó en una definición sui generis. Es más, por no quedarnos en las complejidades de la Historia, ni del Derecho, y ahora que en el foco local está el preacuerdo entre ERC y PSC para la gestión de los tributos por parte de la Generalitat, el cual ya se ha denominado como ‘golpe fiscal’, y en el foco internacional están las elecciones venezolanas, según la RAE un golpe de Estado es “la actuación violenta y rápida, generalmente por fuerzas militares o rebeldes, por la que un grupo determinado se apodera o intenta apoderarse de los resortes del gobierno de un Estado, desplazando a las autoridades existentes”. Con esta clara y somera definición, a los hechos vividos en Catalunya, cualquieras sean, me remito, como sabemos, sin encontrar rastro de golpe de Estado.

Pues bien, esta última preocupante mención a un ‘golpe de Estado’ en el texto presentado para revisar la constitucionalidad de la amnistía, por parte de magistrados del Supremo, es una secuencia más de un largo recorrido transitado desde aquellas semanas de septiembre y octubre del 2017. Las menciones recientes en la política son un claro poso de la evolución del uso banalizado de ese concepto. Lo vemos en el discurso de Abascal anunciando la salida de Vox de los gobiernos en coalición con el PP: “España es gobernada por un autócrata corrupto”; y en las de Feijóo en una entrevista de Carlos Herrera en la Cope: “nos estamos acostumbrando a vivir en una pseudo-democracia que es la que está intentando imponer el gobierno”. No se refiere el líder del Partido Popular a ensanchar, radicalizar y profundizar la democracia -el gobierno del demos- precisamente, como sabemos por propia experiencia “amordazada”. 

Sin embargo, acostumbradas a calificativos de este tipo desde la llegada de Pedro Sánchez a Moncloa, especialmente a partir del primer gobierno de coalición y profundizadas en el contexto pandémico con fuerza, tanto en el ámbito de los discursos partidarios como de los mediáticos, ha sido la reacción contra la amnistía al procés la que ha popularizado en boca y escritos de fiscales y jueces la calificación de ‘golpe de Estado’, que nació como generalización con la reacción españolista al intento independentista. 

Me gustaría señalar cómo volvía al ruedo discursivo, una vez más, en un contexto preciso reciente: mientras Isabel Díaz Ayuso y Javier Gerardo Milei hacían finalmente un tándem fotográfico entre banderas, y el juez del caso de la supuesta trama rusa del procés, Joaquín Aguirre, procuraba sortear la amnistía en su décimo día en vigor con la imputación del delito de ‘Alta Traición’, antes de que el caso Tsunami por ‘terrorismo’ se cerrara debido a un error burocrático del juez instructor, García-Castellón; entonces, a punto de llegar el verano al hemisferio norte, era Jose María Aznar el que arrancaba la semana insistiendo de nuevo en la banalización del concepto ‘golpe de Estado’, por si alguien se estaba despistando. Y es que aquel último lunes primaveral estábamos a sólo ocho días de la firma para la renovación del órgano de los jueces, después de casi 6 años de manifiesta inconstitucionalidad por la negativa del PP, hecho que ocurría mientras veíamos imágenes de los tanques en el autogolpe boliviano, casi cinco años después del último intento en el país andino.

Así las cosas, lo cierto es que tanto ‘terroristas’ como ‘golpistas’ han pasado de nuevo a ser los clásicos más funcionales, dejando fuera de uso, para tiempos pasados, la acusación de ‘subversivo’. En Argentina —donde tras el golpe de Estado de 1976 se demonizó deshumanizando, con el uso tanto de ‘terroristas’ como especialmente de ‘subversivos’, a los militantes políticos que fueron perseguidos y desaparecidos—, en un contexto de influencias discursivas mutuas entre las derechas de allá con las de aquí en el mes de mayo, Milei ponía en el candelero la acusación de ‘terrorismo’ y ‘golpismo’ sobre manifestantes detenidos en las cargas policiales ordenadas contra la legítima marcha de la oposición en la plaza del Congreso de la nación durante la aprobación de la ‘Ley Bases’ por el Senado argentino. Ecos del pasado sobre detenidos y acusados por la fiscalía que tenían lugar entre gira y tour internacional del líder, el autopercibido como merecedor del Nobel de economía siendo presidente de un gobierno pro-mercado cuyo idilio con las ganancias del sector financiero se acababa a continuación de conseguir la aprobación de la ley, a finales del mes de mayo. 

Con esta influencia mutua ocurrida en las semanas de aprobación de la Ley de amnistía al procés en el Congreso de los diputados, después de su rechazo en el Senado y de su publicación en el BOE, tras unas elecciones catalanas que, pase lo que pase, significaron un cambio de ciclo, podemos tener la perspectiva para afirmar que el centro de flotación de la deformación de la ‘neolengua’ en este país, que dio paso al giro reaccionario, tuvo un punto de inflexión con el uso distorsionado de ‘golpe de Estado’. 

Llevamos años sufriendo la erosión de la banalización en el uso de ‘golpe’ a la democracia, en una variante eufemística que acompaña las malabares intelectuales del ‘golpe posmoderno’ a través de su conexión con importantes análisis sobre las tácticas de los llamados ‘golpes blandos’. Siete años con la preocupación sobre el daño que suponía y supone este reino de la ‘neolengua’ patria. Una preocupación que retornó con potencia a principios del pasado septiembre, cuando comenzaba la presencia del olvido penal del procés en el debate público y recordábamos otro momento histórico desgarrador, presente en la memoria y la historia del siglo XX, un acontecimiento acaecido medio siglo atrás. Se cumplían entonces, el pasado 11 de septiembre, cincuenta años del golpe de Estado cívico-militar en Chile, bajo el mando de Augusto Pinochet. Cincuenta años habían pasado de la implementación dictatorial de su política represiva —la de otro sistema de desapariciones forzadas, torturas y asesinatos—. Un golpe de Estado perpetrado contra la llamada vía democrática al socialismo, el gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende, que afrontaba una profunda crisis económica y social. 

Entonces, en la evocación del pasado septiembre, hace casi un año, pude atrapar un pensamiento: con algo de memoria construida en este presente, tendencialmente veloz, de la posmodernidad ya muy tardía; con memoria construida sobre lo que fueron las múltiples dictaduras latinoamericanas durante el siglo XX; con retales de memoria radical —con raíz— acerca de lo sucedido unas décadas antes en nuestros pagos ibéricos, o incluso sólo con retazos de recuerdo colectivo sobre lo que significaron las represiones a partir de los golpes de Estado en Portugal y, especialmente, aquí, en España (en todos los territorios y no en unos territorios por parte del resto del país), no es posible llamar ‘golpe’ a cualquier cosa.

Porque algo se rebela dentro de una cuando los dolores, desgarros, traumas inenarrables que fueron narrados, que atravesaron a otras y otros —en un viaje vincular en el tiempo o en el espacio— se conocen, han sido escuchados, leídos, pensados, imaginados, rozados, comprendidos en sus causas cuando aún eran vitalidad, acción o lucha, y son deshilachados a través de la banalidad. Cuando ésta coloniza las palabras que los comprenden. Vocablos que, de alguna forma, los contienen para que sean cuando ya no son, para que sean en sus sentidos cuando ya fueron. 

Porque “si uno puede realmente penetrar en la vida de otra época, está penetrando en la propia vida”, dijo T. S. Eliot. Así, cuando esa conexión con la estela del pasado traumático ha ocurrido, por leve y fugaz que haya sido, impacta. Deja una impronta. Y, como resultado, la inflación bizarra de sentidos distorsionados sólo produce rechazo. Una animadversión que aleja la confusión —esa dominadora falaz sobre la que dirigir emociones apegadas a imágenes ficcionales y planas del pasado, convertido en compensación de nuestros egos y frustraciones presentes— en su búsqueda de la clara complejidad. Y es que, con esas memorias e historias elaborando relaciones con el tiempo y en el espacio, es imposible llamar ‘golpe de Estado’ a cualquier cosa. 

Las palabras que encierran relación causal e histórica con todo aquello no pueden ser devaluadas cuando las experiencias y los procesos han dejado su estela colectiva. Cuando han sido comunicados, transmitidos mediante la palabra y elaborados con la reflexión ‘senti-pensante’, como decía Eduardo Galeano. Una reflexión crítica, cepillando la historia a contrapelo. Una reflexión tensa en su elaboración porque como dijo otro escritor rioplatense, David Viñas: “Reflexionar es doblarse, flexionarse dolorosamente sobre sí mismo, en una especie de arcada”. La reflexión y la conexión presentes carecen de asidero sin pasado, en un presente ansioso por llenar vacíos con imperativos mercantilizadores. Pero sólo con pasado nos desdibujamos en la acción presente y se desvanece un futuro inimaginable, que es ocupado por viejos antagonistas renovados.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/extrema-derecha/uso-banalizado-golpe-estado