«Mi preocupación ha sido consolidar lo ya hecho y profundizar en los derechos de los españoles en el exterior». La desfachatez de los responsables políticos, en ocasiones, no tiene límites. Cualquiera que lea unas declaraciones tan aparentemente sentidas tendería a pensar que, durante los dos años en los que Pilar Pin ejerció el cargo de […]
«Mi preocupación ha sido consolidar lo ya hecho y profundizar en los derechos de los españoles en el exterior».
La desfachatez de los responsables políticos, en ocasiones, no tiene límites. Cualquiera que lea unas declaraciones tan aparentemente sentidas tendería a pensar que, durante los dos años en los que Pilar Pin ejerció el cargo de Directora General de la Ciudadanía Española en el Exterior (2009-2011) se ocupó, con devoción, de los intereses de los expatriados españoles.
Sin embargo, precisamente durante el ejercicio de sus funciones se produjo un recorte, sin precedentes, de derechos políticos de los españoles que residen fuera del territorio nacional.
La clave del embrollo se llama Voto Rogado. Se trata de un sistema electoral que no solo resulta moralmente discutible, constitucionalmente dudoso (en estos momentos hay un recurso interpuesto ante el Tribunal Constitucional) y socialmente odiado por el millón setecientas mil personas que lo padecen: en realidad es un precedente políticamente muy peligroso, a medio/largo plazo, para el resto de la ciudadanía española, viva donde viva.
De hecho cabría preguntarse si la introducción del Voto Rogado ha constituido realmente un error (como algunos miembros del PP y del PSOE se han atrevido a insinuar, en voz baja, a lo largo de los últimos meses) o un experimento en el universo relativamente pequeño y controlado de los expatriados.
En realidad, todo depende del lugar hacia el que se mire. Si lo hacemos hacia Estados Unidos, auténtico punto de referencia político del neoliberalismo imperante, hay razones para pensar que podría tratarse de un siniestro ensayo político que, lejos de afianzar y de profundizar la democracia (como está exigiendo la ciudadanía desde hace algún tiempo) tiende, precisamente, a todo lo contrario: a reducir, por vía administrativa, la participación popular.
En la Cámara de Representantes estadounidense, de hecho, en eso está consistiendo la estrategia legislativa de la actual mayoría conservadora, tutelada por el Tea Party: reducir, limitar o dificultar la movilización electoral, sobre todo, la de los sectores más desfavorecidos.
Hay motivos para ello: «Nuestra incidencia en las elecciones se incrementa significativamente cuando la población de votantes se reduce», reconoció hace poco uno de los fundadores del conservador Consejo para el Cambio Legislativo (ALEC), un grupo de presión que ha promovido la mayoría de las disposiciones e iniciativas que están siendo aprobadas en este terreno, en los últimos tiempos, en Estados Unidos.
El problema, visto desde España, es que se trata de una verdad más o menos universal que también nos afecta a nosotros: de hecho, las posibilidades electorales de la derecha siempre han estado directamente relacionadas con el comportamiento de la abstención. Hace poco hubo una prueba fehaciente al respecto: el PP logró una holgada mayoría absoluta gracias a un muy modesto incremento de votos (1,64% del censo) acompañado de un aumento significativo de la abstención (6,7%).
En el exterior, que votó por primera vez en unas elecciones «rogando» el voto, la participación cayó en nada menos que 27 puntos: ¡el cuádruple que en el territorio nacional!
Coincidencia o no, fuera de España el diferencial entre el PSOE y el PP (tradicionalmente favorable al PSOE) descendió en solo tres años, de 13 puntos a 0,7. ¿Exclusivamente atribuible a la crisis?
Pues, para responder, resultaría oportuno preguntarse por la naturaleza de un mecanismo tan aparentemente eficaz para disuadir la participación, como el Voto Rogado.
De hecho ¿de qué se trata realmente?
Pues de una disposición legal que obliga a los votantes a solicitar (de hecho, a rogar) a la autoridad electoral, antes de cada elección, que les permitan votar. Fuera de España esto complica enormemente las cosas porque a las dificultades inherentes al sistema exterior de sufragio, ahora hay que añadirle una petición administrativa que el interesado tiene que realizar por escrito y enviarla por correo postal.
Los hechos ya han demostrado que cuando la gente se acuerda de realizar la mencionada solicitud, los papeles no suelen llegar a tiempo.
¿Hacen falta pruebas?: en las pasadas elecciones uno de cada dos solicitantes del voto se quedó sin poder sufragar.
Dicha medida, como ya se ha insinuado, ha perjudicado enormemente a la izquierda. En principio cuesta creer que el PSOE, en una situación política como la que estaba en 2011, se aviniera por la buenas a emprender una reforma que (al estar regulada por la Ley Electoral, que es orgánica) necesitaba de la aprobación de dos tercios de los diputados y por consiguiente del concurso favorable del PP que, precisamente, era el partido más beneficiado.
Resulta complicado conocer a ciencia cierta el contexto real en el que se tomó esta decisión aunque no hace falta ser muy perspicaces para comprender que la fragilidad del PSOE en la última legislatura fue extrema y que el PP muy bien pudo forzar esta decisión a cambio de quién sabe qué apoyo a qué medida o a qué recorte impuesto, muy probablemente, por los mercados financieros.
Todo esto, obviamente, es especulación y trastienda, pero elocuente trastienda. De hecho, los estrategas electorales conservadores -ya lo han demostrado en repetidas ocasiones- suelen saber lo que hacen y cómo lo hacen. Hasta hace poco se trataba, sobre todo, de conquistar el poder. Para ello era necesario desactivar feudos electorales tradicionales de la izquierda como el exterior…
¿Y ahora que la derecha ya tiene el poder? Pues se trata de conservarlo. Antaño, durante los años de Aznar, la estrategia del PP consistió en endeudar a la gente para acentuar, casi instintivamente, sus rasgos más conservadores. Ahora, en plena crisis, esa ya no constituye una opción. ¿Qué hacer?
Se trata solo de una hipótesis de trabajo, no de una conclusión demostrable pero es muy probable que, considerando los vientos que soplan en Estados Unidos y el aparente experimento que se ha realizado en el exterior mediante la introducción del Voto Rogado, las estrategias electorales -más que de la derecha, de la oligarquía financiera que la teledirige- estén empezando a no limitarse a promover la abstención por vías indirectas (complicando o denigrando la política y lo político) sino por vías directas: mucho más expeditivas, contundentes pero, sobre todo, eficientes.
¿Asistiremos entonces en los próximos años, en la propia España, a complicaciones administrativas del voto, en lugar de a reformas de la Ley Electoral como la que propusieron recientemente, por ejemplo, los indignados?
Es muy posible. De hecho la introducción -hace algunos años- de la Ley de Partidos; la más reciente imposición, a los partidos extraparlamentarios, de una recogida de firmas para poder presentar sus candidaturas electorales o la también reciente propuesta del PP de la Comunidad de Madrid de subdividir la Autonomía en circunscripciones mayoritarias que eliminarían, de golpe, casi todo atisbo de proporcionalidad constituyen otros tantos inquietantes precedentes de por dónde pueden haber empezado a ir, sigilosamente, los tiros.
En este sentido, la experiencia nos demuestra que las peores reformas son las que arrancan desde la periferia del sistema y poco a poco, se dirigen hacia el centro. Recuérdese, sí no, por dónde y cómo comenzaron los recortes económicos que ahora mismo están haciendo trizas el bienestar social ,pero sobre todo la relación de fuerzas sobre la que éste se asentaba: la derecha apunta y la socialdemocracia termina disparando. Es un hecho.
Sin embargo ¿por qué habría de convertirse el PSOE en colaborador necesario, incluso de estas reformas limitadoras de la participación electoral, aun estando en la oposición?
Pues por dos razones fundamentales: por una parte porque, como ya se ha apuntado, al estar protegidas las regulaciones electorales por un carácter orgánico, para su reforma suele ser necesario construir un consenso amplio, y por ende lograr el acuerdo favorable de dos terceras partes de los órganos legislativos. En otras palabras: Hay que tener en cuenta al PSOE porque la derecha, con todo y mayoría absoluta, no puede tomar estas decisiones sola.
En dicho marco se atisba un problema hasta hace poco inédito: el pasado 20-N, al parecer, el PSOE perdió algo más que legitimidad de gobierno. Según los especialistas, en muchas zonas del país (sobre todo, en aquellas gobernadas por la derecha) comenzó a perder, también, legitimidad opositora.
La cuestión ahora es: ¿por qué no recuperarla a golpe de negociar con la derecha (menos) representatividad a cambio de (menos) participación? Al fin y al cabo, en la reciente reforma constitucional (introducida con calzador en menos de un mes y sin consultar a la ciudadanía) ya hubo trapicheos muy oscuros entre las cúpulas de los dos grandes partidos que, incluso, se hicieron a espaldas de la mayoría de los diputados de base, socialdemócratas o no.
La triste realidad es que si otras opciones electorales (a la izquierda e incluso a la derecha del PSOE) comenzaran a crecer de forma sostenida a su costa, éste podría verse tentado a apoyar una medida así. Estrategia y supervivencia.
Ese, sin duda, sería un escenario aterrador para aquellos que reivindican un incremento de la representatividad del sistema, pero no por ello un escenario imposible. ¿Se terminará imponiendo? Está por ver: la legislatura que ahora comienza puede terminar transformando, mucho más que otras anteriores, nuestra realidad política circundante. La ofensiva neoliberal en este momento arrecia y la derecha empieza a atreverse, incluso, con los tabúes hasta ahora más intocables. Por eso, dependiendo de lo que ocurra, la reciente introducción del Voto Rogado en el exterior podría convertirse en un hecho aislado o, al contrario, en un peligroso precedente.
Por todo ello, que nadie se duerma u olvide: otro (aberrante) mundo no es tan imposible y la vía electoral suele ser la más expeditiva e inamovible para concretarlo; la que asentaría con sutileza, pero también con una firmeza política inusitada, la contrarreforma socioeconómica actualmente en marcha.
Recuérdese, en este sentido, la corrosiva aseveración que realizó, hace poco, el filósofo esloveno Slavoj Zizek: «el matrimonio entre capitalismo y democracia se está acabando». No queda mucho que decir.
Juan Agulló es sociólogo y periodista español, especializado en estudios transnacionales, residente en México. [email protected]
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