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El Yo y la ESO

Fuentes: Rebelión

Yo no sé si el ser humano busca por naturaleza el saber en otros sitios, pero, desde luego, en la educación secundaria no. De hecho, de verdad que me sorprende escuchar a compañeros/as profesores/as de secundaria quejarse de que sus alumnos/as no tengan por naturaleza nada de amor al saber, como si se sorprendieran de comprobar que los/as humanos/as no somos los/as únicos/as que tropezamos dos veces en la misma piedra o de que hay males que no vienen por ningún bien, por más que sean cosas que uno/a lleva toda la vida oyendo.

Bueno, tampoco quiero exagerar. Seguro que habrá alguno/a que busque el saber. Pero lo de que sean todos/as y, sobre todo, lo de que sea por naturaleza, creo que está claro que no, sobre todo si entendemos por “naturaleza” lo que normalmente entendemos por naturaleza y si entendemos por “saber” lo que normalmente entendemos por saber, al menos en secundaria.

En ese caso habría que decir que lo que se entiende por “naturaleza” en secundaria es más bien algo a lo que llaman allí “la ESO”, y que se parece mucho a “el Ello” de Freud, pero sin un Superyó para que te lo reprima, porque tú eres, precisamente, quien lo tienes que reprimir, y además eso es lo que haces la mayor parte del tiempo: estar ahí venga de reprimirlo y reprimirlo –usando para ello todos los grados de violencia que te permite la legislación vigente–, y realizar así esa función que el Estado te ha puesto ahí para que realices, la de estatizarla, poner y mantener en su sitio a la ESO, y tenerla, más o menos, sujeta de hecho.

Aunque siempre haya algunos/as que ya vienen más estatizados de casa, o incluso que parecen genéticamente más estatizables (y a veces piensas en por qué no se podría simplemente clonarlos), está claro que esos/as no llegan ni siquiera a la media estadística, y al final es increíble la cantidad de tiempo que pasas solamente haciendo eso: mandando callar, sentarse, levantarse, callarse, despertarse, callarse, responder, no responder o no agredirse verbal o físicamente a la ESO, y tratando de convertirlos/as en animales sociales viables, que es algo que tampoco vienen siendo por naturaleza.

De hecho los/as maestros/as y profesores/as son actualmente la primera línea a la hora de ejercer el monopolio de la violencia legítima detentado por los Estados modernos. Por ejemplo cuando yo, en uso de mi poder como autoridad pública, le ordeno a un/a alumno/a que se siente o que se quite la gorra, o que salga de clase, no soy más que el extremo de un largo látigo al que, de hecho, tendría que enfrentarse ese/a alumno/a en caso de no hacerme caso, y que pasaría por la intervención de la Jefatura de estudios y el Equipo directivo, la Policía local y nacional (que podrían usar ya la fuerza en su contra) y que llegaría a los Grupos de operaciones especiales o al Ejército y al empleo de artillería pesada y misiles tácticos si fuesen necesarios para contrarrestar la violencia ilegítima de sus actitudes de resistencia. De manera que él o ella, y yo, sabemos que el Estado, a las malas, siempre acabará por imponer sobre él o sobre ella su poder y por quitarle al final la puta gorra de la cabeza (o la cabeza que haya debajo)…

Sin embargo, en nuestro caso no se trata sólo de que estabulemos o estaticemos a nuestros/as alumnos/as y les/las mantengamos sujetos/as de hecho, sino de convertirles también en sujetos/as de derecho, es decir, en unos/as sujetos/as capaces sujetarse a sí mismos/as y de contenerse y mantenerse ellos/as solos/as dentro de unos límites, pero de unos límites que están hechos sólo con líneas de tiza o de tinta o que flotan en el cielo como los meridianos y los paralelos.. Se trata por tanto de convertirles en seres “reglamentados y registrados y domados y diplomados, y pervertidos, y deprimidos”; “criaturas del Estado” –como decía Thomas Bernhard en, precisamente, Maestros antiguos—. Seres capaces de servir al Estado, como súbditos/as, pero también, se supone, como legisladores/as (empezando por sí mismos/as).

“El Estado soy yo”, puede decir ya cualquier alumno/a que finaliza su Educación secundaria obligatoria o su FP Básica (o cualquiera que no está en una institución psiquiátrica o penitenciaria) —entendiendo por “Estado” no una una instancia teológica o metafísica más o menos malosa dirigida por la CIA y Fumanchú, sino eso en algún lugar de lo cual todos/as nosotros/as “estamos” cuando nos relacionamos de una forma digamos normalizada con los/as demás y, por lo tanto, cuando nos conformamos e incluso cuando incorporamos, literalmente, cuando encarnamos, esa normalización de tal modo que rija y limite y controle nuestras acciones no desde fuera, como la violencia física o la coacción, sino desde dentro, como la represión en Freud.

Y aquí es donde está empieza el lío, porque a diferencia de la estatización que sólo exige dar un paso atrás y reaccionar obedeciendo una orden, aunque sea para evitar un latigazo o una multa, la estatalización requiere dar un paso adelante, realizar una acción, un acto inequívoco que nos ponga en un compromiso de tal manera que no permita mantener intacta la discrepancia, que inflija un doblez, una mancha imborrable, una tacha, una arruga en el rostro ideal del nuestro narcisismo adolescente, una cicatriz que deje una huella permanente como la de un tatuaje o un pearcing o una escarificación, en lugar de borrarse al día siguiente como el sello de una discoteca. Y eso es algo que sólo se puede hacer por un motivo: porque se quiere.

Uno/a puede ser estatizado a la fuerza y mantener intacto su deseo –como Sade encerrado en la Bastilla o como un/a adolescente castigado en su cuarto trolleando por las redes o emporrado/a y dormido/a en el pupitre del final de su clase— pero, en cambio, no se puede obligar a nadie a estar en el Estado si no quiere. No es que no se deba o que esté muy mal, es que no se puede en absoluto.

Hay una diferencia radical entre un/a hereje o un/a mártir al/la que se quema en una hoguera, y que te sigue maldiciendo y escupiendo a la cara su deseo mientras se abrasa vivo/a, y uno/a que confiesa, o se arrepiente públicamente. Giordano Bruno, por ejemplo, no aceptó el marco de referencia de la astronomía antigua avalado por la Iglesia y le quemaron en la plaza como Dios manda. En cambio Galileo acabó retractándose –aunque luego saliera diciendo por lo bajinis lo de “e pur si muove”– y todo se quedó en un arresto domiciliario. Pero a qué ya no es lo mismo. La diferencia está en que quien se retracta, quien se disculpa, quien confiesa o quien firma, lo ha hecho, porque ha querido. Aunque sea por que ha querido que no le torturasen o le matasen o le dejasen sin empleo. Porque ha querido, en último término, estar o seguir estando donde está, y por tanto, mal que le pese, se ha convertido, se ha pervertido y registrado y reglamentado y se ha transformado en una “criatura del Estado”. No ha dado, simplemente un paso atrás para evitar un golpe, ha tenido que adelantarse y pronunciar una fórmula, realizar un ritual, consumar una delación o firmar una confesión o un arrepentimiento queriendo. Es su voluntad, no su cuerpo, lo que se ha quebrado, lo que se ha humillado ante un Dios o un Régimen o una Realidad o un marco de referencia astronómico, económico, métrico o monetario al que, con su acto voluntario —por insincero y fingido que sea— ha demostrado querer más que a su propio deseo de otro, y en el cual ha invertido así, su deseo, volviéndolo hacia sí mismo/a y clavándolo profundamente en su carne por debajo de su propia piel –como en La colonia penitenciaria de Kafka–, grabándolo en sí mismo/a y en los esquemas y en los reflejos y en las reglas que rigen esa relación normalizada con los/as otros/as en la que se ha puesto. Mediante ese bautismo, o ese rito de paso, o esa primera traición pragmática a nuestro sueño narcisista o romántico o idealista, tal y como lo llevamos a cabo no cuando nos callamos o nos sentamos o nos quitamos la gorra, sino cuando levantamos la mano para intentar contestar bien a una pregunta pedorra, cuando hacemos unos deberes absurdos, o estudiamos para aprobar un examen o sacar buena nota en una asignatura que nos importa un pito, es entonces, cuando firmamos ese contrato con el que entramos a formar parte del Estado. Y es eso, precisamente, lo que no se puede, en términos absolutos, obligar a hacer a ningún/a alumno/a de la ESO, a menos que él o ella quiera.

Y el caso es que yo por lo menos, o por lo menos yo solo, no creo que sea capaz de hacer que quiera, de hacer que quiera contener o desviar ese torrente de deseo desorganizado en que consiste su Ello (o su ESO, en nuestro caso), y que sólo busca inocentemente múltiples formas de pervertirse, para lograr que se invierta sólo en aquellas no ya social sino académicamente aceptables, para que puedan llegar así a sublimar esa radical insatisfacción y ese profundo malestar que esto ha de producirle en el plano deseante, en un aéreo e inasible valor de cambio como el del trabajo bien hecho, el poder —en cualquiera de sus formas—, o la contemplación teórica o estética (dependiendo de la región en la que se acabe orbitando).

Esa labor titánica y hasta heróica es, precisamente, la que, según la mitología freudiana, tiene que llevar a cabo un Superyó. Un Superyó que, sinceramente, no sé si tengo que ser yo, o cualquier otro/a de mis compañeros/as de secundaria, pero que, desde luego, no podemos ser ninguno/a de nosotros/as solos/as. Más bien lo que me parece es que seguir exagerando el papel de los/as profesores/as en ese proceso, o lo que pueden influir en él asignaturas como los valores o la ética de cuarto, puede ser un poco frustrante para los/as pobrines/as que llegamos aquí creyéndonos capaces de enderezar con la sola fuerza de nuestros sólidos principios ético-cívicos a esa ESO, a golpe de argumento y entusiasmo iluminista, y nos encontramos a menudo, no digo en todos los casos, pero sí en bastantes ocasiones, chocando violentamente con, digamos, el equivalente educativo del principio de realidad: con que sólo somos un yo (o un reducido claustro de yoes y yoas) lidiando con unas fuerzas cuyo dinamismo y poder deseante por un lado y represivo por el otro frecuentemente nos supera hasta el punto de llegar a producirnos quemazones más o menos serias en nuestros propios egos.

A menudo son incluso los propios padres-madres-tutores/as-legales quienes nos exigen que cumplamos nosotros/as con ese papel de Superyoes de sus hijos/as, y nos reprochan que no seamos capaces de estatalizar a esa ESO, o por lo menos a la parte de ella que les toca, olvidando —por qué en el fondo todo el mundo lo sabe, pero prefiere no recordarlo para poder así huir del trauma de tener que hacerse responsable de otros seres humanos mientras se siente incapaz de serlo ni de sí mismo/a, que sufre todo/a padre/madre-tutor/a legal, etc. un poco responsable— que, como ocurre en el proceso de formación del sujeto psíquico según el freudianismo y otras creencias derivadas de la moral judeo-cristiana, los procesos que realmente importan y que realmente dejan marcas e infligen esas heridas internas y profundas en la carne de nuestro ser biopolítico o políticopatético, tienen lugar siempre fuera o más allá de los focos de nuestra conciencia o, en este caso y por seguir con la analogía, de las limitadas luces y los pobres recursos de la educación formal o de la instrucción pública que impartimos en los centros de secundaria.

Su verdadero origen son cosas que suceden, como el pecado original, en un tiempo anterior y fundacional que está antes de nuestro propio pasado —de lo que le está pasando ahora a ese yo que somos cuando estamos ya en la ESO— . Es el tiempo de nuestros/as ante-pasados/as (cómo decía alguien), de aquellos/as que pusieron a los/as unos/as arriba y a los/as otros/as abajo, a los/as unos/as a la izquierda y a los/as otros/as a la derecha, a los/as unos/as delante y a los/as otros/as detrás, e instituyeron a Walt Disney como orto de la paideia, y pusieron a las princesas y a los futbolistas en el polo sur y norte (repectivamente) de un mundo en el que estamos ya desde que nacemos, y cuyos sentidos empezamos ya a interpretar y a interiorizar en los más pequeños movimientos de cejas o en los más diminutos rictus de la boca o tonos de voz de nuestros/as superhéroeso superheroínas o supervillanos/as favoritos/as. Esos microdesprecios o minireconocimientos son los que se nos clavan hasta lo más hondo y nos talan y nos modelan. Cualquier padre o madre mínimamente consciente ha asistido a la escenificación de esta tragedia cósmica de un niño o una niña de tres años que llega del cole poseído/a por la hybris de una mochila de Frozen como la de la cursibully de su clase, o unas medias oficiales del Atleti como las que lleva el niño más macarra y más gilipollas de todo el parque. Y se ha preguntado qué pecado ha cometido su pobre critaturita para tener que cargar con esa cruz. Por qué ese ser inocente, que jamás ha visto una película de Disney en casa ni un partido de fútbol, y al que sólo se le han leído cuentos progres y enrrollados de Olga de Dios o poemas de Homero, ha de heredar todos los pecados del mundo, y viene a casa con esa marca del mal grabada en la frente, con esos deseos de matar a su madre o acostarse con su padre o lo que sea, como si se tratase de un destino del que no podemos hacer nada para que escape, un destino del que parece que cuanto más hagamos para separarle/a (prohibiéndole tener Barbies, zapatillas Nike o armas automáticas –por lo menos de verdad— en casa, etc.) más le estamos arrojando (cómo si fuera una selfullfilling prophecy). Por que el caso es que cuanto más lo reprimamos más estamos atizando su deseo, y más nos separamos nosotros/as mismos/as de ese escenario mítico, perdiendo aún más nuestro propio prestigio y protagonismo al no servir ni siquiera como facilitadores, quedando reducidos al coro trágico paterno-maternal-profesoral que se limita desde su sensatez y moderación a chillar su escándalo y sus lamentos ante la ropa, los videojuegos, los tik-toks, los prejuicios e insensateces y las chorradas que hacen nuestros hijos/as-alumnos/as, y viendo lo que le espera al héroe/heroína sin poder hacer nada para evitarlo, para librarle/la de ese sufrimiento, para alejar de él/ella ese cáliz que parece destinado/a a tener que beber hasta las heces.

Todo eso tiene que ver con cosas que ni siquiera recordamos, porque empezaron a pasar antes de que nosotros/as aprendiéramos a recordar. Cosas que nos hicieron o dejaron de hacer nuestros padres y madres, tíos y tías o nuestros/as maestros/as, o nuestros/as amigos/as, o vecinos/as o mascotas y que hicieron que se convirtieran para nosotros/as en el lugar por el que salía y se ponía el Sol, en el origen de sistema de referencia o de valores y de todo aquello en lo que empezamos a ver el sentido, y en lo que empezamos a invertir nuestro deseo para obtener más (más deseo o más sentido, ya que según esta lógica son tan irreductibles e inseparables como la masa y la fuerza de la mecánica). Esos son los auténticos superhéroes/heroínas y/o supervillanos/as que engendran a nuestro Superyó, los/as que nos encontraríamos si pudiésemos recorrer realmente su genealogía (y no sólo míticamente), esos/as cuyo verbo se ha hecho carne en nuestra carne y hace que habitemos entre los/as otros/as como habitamos.

Tampoco estoy diciendo con esto que nosotros/as los profesores/as no podamos también contribuir a ese proceso de estatalización como lo hacemos al de estatización, pero con frecuencia no más de lo que un/a pobre psicoanalista puede contribuir a la salud mental o a la normalización de un/a paciente al/la que ve unas pocas horas por semana y del/la que su propia realidad laboral y vital le/a obliga a desentenderse desde el momento mismo en que suena el timbre y se acaba la consulta o la clase. Cualquiera de estos/as profesionales sabe lo poco que puede hacer para lograr cualquier cambio si el/la propio/a sujeto/a no pone de su parte mucho más de lo que nunca podrá poner él o ella y, más aún, si las circunstancias familiares, o laborales, o sociales de ese/a paciente no cambian radicalmente. De manera que saben que la verdadera receta, en muchos casos, no deberían ser unos antidepresivos, o unos ansiolíticos o unas clases de yoga, sino un cambio de pareja, de jefe o de planeta. Sii esa libido sigue cayendo como una piedra una y otra vez por la misma pendiente, o si prefiere seguir filtrándose y fluyendo por las infinitas venillas y raicillas de la vidilla perversa y polimorfa de la adolescencia, no habrá profesional capaz de lograr que la carne se haga lógos o viceversa.

O a lo mejor es que lo que hace falta es un/a santo/a o un superhéroe o una superheroína de verdad, que sí puedan lograr esa conversión, porque esa es su misión y para eso han venido a la Tierra. Y de verdad que yo creo en la existencia de esos seres capaces de cambiar la naturaleza misma de las personas (si la tuvieran) y de transubstanciar hasta a la propia ESO y hacer de ella una criatura luminosa de mirada fija en lo sublime (para bien o para mal). Hasta he sido alumno y conozco a algunos de esos seres y he sido testigo de sus milagros y doy aquí fe y testimonio de ellos. Pero lo que pasa es que me siguen pareciendo pocos/as. Y no sé si dan para llenar todas las vacantes (incluidas todas las de interinos/as y las de media jornada y las itinerantes y demás).

Es verdad que la alternativa a la santidad o al heroísmo militante es, como siempre, un poco más fea y más tristona, pero quizás no es algo completamente absurdo. Ahora bien, supone ver la educación no únicamente como un proceso de conversión, de transformación substancial como la que se lleva a cabo mediante la inculcación de unos hábitos virtuosos y el desarrollo de un carácter (un ethos –un modo de comportarse o de actuar—) capaces capaces de formar en la juventud una naturaleza secundaria o una segunda naturaleza que no sólo coincide con la socialmente exigida y la académicamente deseable, sino también con la auténtica naturaleza esencial de esos seres que, en el fondo, son también seres humanos/as y que no es, por tanto, para ellos/as sino aquella misma que “regía ya de antemano según ellas/os mismas/as” –como diría Aristóteles—. Identificar el objetivo de la educación como la formación de ese ethos contemplativo o académico, y este último como una “naturaleza” aunque sea una “segunda naturaleza”, como hacemos muchos/as profesores/as, sobre todo al comienzo de nuestra carrera, nos obliga a considerar el saber y hasta la humanidad como algo reservado para aquellos/as que comparten con nosotros/as un modo de ser, una esencia o una naturaleza susceptible de ser transformada de esa manera —por ejemplo los varones adultos libres, moderadamente acomodados y griegos, en el caso de Aristóteles, o los/as alumnos/as buenecitos/as, aplicados/as, respetuosos/as, en nuestro caso —, mientras que el resto –quienes no sean susceptibles alcanzar esa naturaleza— serán naturalmente, otras cosas, pero no seres humanos; serán, por ejemplo, esclavos/as por naturaleza, como los/as bárbaros/as, o sirvientas por naturaleza, como lo eran las mujeres para Aristóteles y como lo son para nosotros/as esos/as a los que acabamos enviando a la FPB.

Una naturaleza es algo que sólo puede adquirirse por nacimiento o a través de un cambio sustancial. De modo que tendremos que considerar y al resto como sustancialmente diferentes.

Si seguimos considerando que todo ser humano por naturaleza (sustancialmente) ha de buscar el saber, y a demás el “saber por el saber” como si eso fuese lo más valioso y digno de ser buscado del mundo mundial y como “lo más divino que hay nosotros”/as como decía el Filósofo, quienes no aspiren por naturaleza a ese saber y no identifiquen la felicidad con la contemplación íntima de lo verdadero –como nosotros/as–, simplemente no serán humanos/as (como dice literalmente Aristóteles en la Ética a Nicómaco cuando afirma que si tuviésemos que admitir que la búsqueda de la diversión y de los placeres sensibles u otro tipo de bienes pueden también llegar a constituir el fin último de la vida humana, entonces “tendríamos que considerar humanos hasta a los esclavos” (o a la ESO), porque evidentemente ellos/as pueden llegar a pasárselo mucho mejor que nosotros/as sus amos.

Si no queremos que nos pase eso, no tendremos más remedio que dejar de esencializar y substancializar esa naturaleza académica y pasar a considerarla, en cambio, en términos mucho más formales, y ver entonces la actividad educativa y ese proceso de estatalización que se lleva a cabo a través suyo, fundamentalmente, como una “naturalización”, igual que hacemos con la ciudadanía o la nacionalidad de un país en las sociedades democráticas. La obtención de la nacionalidad por este medio, la “naturalización”, se lleva a cabo actualmente en muchos países, incluida España, simplemente comprobando que el sujeto en cuestión cumple con una serie de requisitos meramente formales: 10 años de residencia legal en el país, hablar la lengua oficial, suficiente grado de integración en la sociedad española, etc. , y garantizando también que se cumple el más importante de todos: como condición sine qua non para obtener esa nacionalidad, se exige además la manifestación explícita del acatamiento de nuestros valores, llevada a cabo en un rito de reconocimiento de nuestros símbolos y de adhesión, al menos a la letra, de las leyes fundamentales del Estado (como en la jura de bandera o en la promesa de fidelidad al ordenamiento constitucional). Evidentemente no se exige ni se podría exigir la convicción profunda o la sinceridad de ese acto, pero sí que sea voluntario, que pueda considerárselo como realmente fundado en la voluntad del/la propio/a sujeto/a. Y esto no es ninguna tontería, porque eso es la garantía de que se trata de algo que está ya fabricado con esa sustancia (cristalina, etérea y supralunar) a la que llamamos “derecho” y no se trata de un simple hecho, de algo meramente físico, sino metafísico.

En efecto, ese acatamiento, aunque sea puramente formal, no hay violencia física que lo pueda conseguir, porque si a mi me llevan atado/a de pies y manos, y me rebozan por la cara una bandera de España, nadie podrá decir en serio que yo he jurado, de derecho, bandera. En cambio, por más que me hayan amenazado con deportarme o con fusilarme en caso de que no lo haga, si ha sido mi Yo quien ha levantado el culo de su Ello y ha posado dulcemente sus labios sobre la enseña patria que sostiene ante él mi Superyó, tampoco podré yo decir ya nunca jamás que no lo he hecho voluntariamente, que no he sido yo mismo/a quien ha acatado el principio de realidad o el imperativo legal, y quien ha hecho eso de derecho.

Por eso esa firma del “contrato social”, en tanto que símbolo de nuestra sumisión e implicación (como quien se implica en un crimen) en la “voluntad general” o en los líos del Estado, no es ciertamente algo “real”, en el sentido de que jamás nadie nos ha puesto delante un texto impreso en Times New Roman con una línea de puntos y un boli en la mano, pero tampoco es una cosa meramente “ideal”, abstracta y sin efectividad ninguna. Es una realidad de naturaleza “simbólica”, y eso es algo que sigue teniendo en nuestras sociedades un poder enorme y que está extendido por todos los engranajes de nuestras instituciones sociales y por todas las articulaciones de esos sujetos de derecho que los habitan, fijando la amplitud, dimensiones y grado de libertad de esos movimientos que realizan precisamente cuando parece que se están moviendo solos/as y no a latigazo limpio. Ese poder simbólico es también algo que se manifiesta entre otras cosas en el valor fundamental que seguimos asignando a ciertas formalidades, a ciertos formalismos, a ciertos ritos que, a veces parecen insignificantes y que, sin embargo, en nuestras sociedades, funcionan como ritos de paso o incluso ritos de institución (como los interpretaba alguien), pero que inscriben en nosotros/as muy profundamente diferencias y nos abren o cierran puertas (pero puertas igualmente de tiza, de tinta o de aire, puramente simbólicas) dependiendo de si realmente y con nuestro cuerpo, de si Yo mismo con mi mecanismo, estoy dispuesto/a o no a someterme voluntariamente (aunque sea de manera puramente formal), pero de derecho, y no sólo de hecho, al Estado o a la Academia o al Patriarcado o al Mercado, diferencias, y signos puramente simbólicos y puertas que luego nos permitirán o no realmente entrar en determinados lugares y acceder a ciertas esferas, o bien nos obligarán a permanecer en nuestro “lugar natural” y quedarnos ahí reposando como una cosa tonta.

Pues bien, de la misma manera en que antes se exigía a los objetores no insumisos que jurasen bandera aunque fuese de un modo puramente simbólico o formal, o a los/as diputados/as nacionalistas (nacionalistas de otra nación se entiende) que prometieran la Constitución española aunque fuese en calidad de PILs (“por imperativo legal”), y ellos lo hacían fuera porque les daba la gana o por temor a las represalias del Estado (a veces puramente simbólicas como la inhabilitación, otras mucho más reales como la cárcel o el fusilamiento), hoy se exige a los alumnos/as de ESO no solo que respeten de hecho el reglamento interno de convivencia del centro en cuestión y todo el régimen disciplinario que lleva asociado, sino también, y esto es fundamental, que superen todos los requisitos formales, todos los formalismos y pijaditas que el Estado haya considerado necesarios para hacerles demostrar su voluntaria sumisión, su sumisión de derecho, a Él, es decir, en este caso, que cumplan los “estándares de aprendizaje”. Esto ya era así en tiempos de la lista de los reyes godos y probablemente también en tiempos de los reyes godos mismos. Pero el caso es que ahora se ve aún con más claridad de qué va eso, porque un “estándar” es, por definición, un formalismo, pero no una simple convención. Todavía no he conocido en secundaria a ningún/a profesor/a que no considere a los estándares oficiales como una pura formalidad, pero tampoco he conocido ninguno/a que no use esos estándares o los suyos propios a la hora de “evaluar” y “calificar” a sus alumnos/as. El problema quizás es que muchos/as de nosotros/as no estamos tan dispuestos/as a reconocer el carácter puramente formal al menos de “nuestros propios estándares”. Esto se debe, naturalmente, a que los nuestros son los buenos. Lo que nosotros/as enseñamos (entiéndase, lo que enseña y exige ese ser que en cada caso somos nosotros y nosotras mismos/as) es aquello mismo a conocer lo cual debe aspirar, por naturaleza, cualquier ser humano que aspire a serlo (a saber: la verdadera Historia –si soy de Historia–, la auténtica física –si soy de física–, o la forma buena de montar redes de datos si soy de Informática, etc.). Y ¿Qué decir de la verdadera filosofía si soy de filosofía…? En el caso de la filosofía, para muchos/as de nosotros/as esos estándares no han sido fijados por los hombres (Wert, Celaá o sus secuaces), sino por los/as propios/as dioses/as. Porque como decía el Filósofo, los hombres no debemos aspirar sólo a tener pensamientos o sentimientos humanos porque seamos humanos, y que hay menos humano y más divino que el saber por el saber.

Lo mismo ocurre con los aprobados y las titulaciones. El Estado sigue siendo el único garante de todas las acreditaciones oficiales de sabio/a, de todos los registros y diplomas y medallas y títulos relacionados con el saber que valen de verdad. Incluso si Google se sale con la suya en relación con sus proyectos educativos eso sólo significará que ahora Google es todavía más el Estado. Y aunque los signos que damos los profesores y profesoras no tienen el glamour de una medalla deportiva o de una cicatriz en la cara, y lo único que puede “ganarse” con nosotros/as a cambio de tanta represión del deseo y frustración del ideal son unas palmaditas, unas notas y unos títulos que son como las medallas que se da a los/as mutilados/as en la guerra (un cacho de hojalata que te dan a cambio de un brazo o una pierna vivos que palpitaban y corrían y abrazaban)1, siguen siendo unos símbolos imprescindibles para cruzar ciertas líneas que articulan todavía de forma muy rígida nuestras sociedades.

Y aquí los/as profesores/as también somos los primeros/as que empezamos a imponer en las frentes de esos sujetos las calificaciones correspondientes, etiquetándoles/as desde pequeñitos/as como insuficientes, suficientes, notables o sobresalientemente sabios/as. En función de esa calificación pueden acabar ganando un título de FP Básica (un equivalente en términos académicos al “lo importante es participar”) o un billete dorado para una Universidad o para un módulo cotizado o hasta (si todavía queda de eso, o más bien si tienen dinero suficiente para suplementarla) una beca para alguna institución de más o menos prestigio. Aunque los efectos de esas calificaciones van pudiendo ser cada vez más contrarrestados por las capacidades del capital económico con la creciente mercantilización de la educación, el caso es que todavía sigue siendo necesario invertirlo en la adquisición de símbolos educativos, de unas marcas de calidad cuyo control, en último término (a título de homologaciones, convalidaciones y certificaciones) sigue estando en manos del Estado, como pasa con las denominaciones de origen. De manera que ya desde la ESO ese recurso natural va siendo centrifugado o centripetado para convertirlo en diversos productos manufacturados, adecuadamente etiquetados, y destinados todos ellos/as a ser consumidos también por el propio Estado, y aunque tanto nosotros/as como ellos/as sabemos lo devaluados que están esos títulos en términos de rentabilidad económica por ejemplo, o de utilidad práctica, siguen siendo definitivos no sólo para permitirnos adquirir más capital cultural e incluso siguen manteniendo una sólida relación estadística en lo que respecta a las posibilidades de adquisición de capital económico, de modo que contribuyen de forma considerable a mejorar nuestras posibilidades en el juego global o nos permite acceder a ciertos juegos satélites como el propio del mundo académico o el de la comercialización de servicios educativos o en la industria cultural. Y eso es un un poder muy grande, jolines. Y –como decía el superhéroe Spiderman (o le decían a él) un gran poder supone una gran responsabilidad.

De modo que la responsabilidad y la importancia de nuestro trabajo es mucha, por formal que sea, al menos tanto como la de cualquier otra agencia de normalización como AENOR. Y afortunadamente eso tampoco es incompatible con que hayamos gente que seguimos queriendo vivir la docencia de forma un poquito heroica y sublime, y viendo en ella una forma de cambiar el mundo, pero si no podemos ver eso como una verdadera ilusión y no como una falsa realidad pues vamos a acabar todos/as muy frustrados/as y neuróticos/as y teniendo que tirar de psicoanalista y de mindfullnes a saco, porque, en el fondo (en el fondo de nuestro inconsciente colectivo), todos/as nosotros/as los/as adultos/as sabemos que la verdadera receta para convertir eso en realidad sería la de que cambiásemos de planeta, o de mundo, o de modalidad ontológica de existencia, lo cual (como en el caso del cambio de pareja, o de jefe o de casa) no siempre nos es fácil o hasta posible.

Notas:

[1] Volviendo a Bernhard, en Maestros antiguos o en El sobrino de Wittgenstein comparaba muy gráfica y muy acertadamente esos premios oficiales con el hecho de que “te caguen en la cabeza”.