«Yo sé quien soy», afirmaba Alonso Quijano cuando, en su primera escapatoria frustrada, estaba empezando a convertirse en don Quijote de la Mancha. Nacía en aquel momento el primer sujeto escindido de la historia literaria. Tenía dos nombres, el registrado en la iglesia parroquial, y el otro, de su propia invención, construido a imagen y […]
«Yo sé quien soy», afirmaba Alonso Quijano cuando, en su primera escapatoria frustrada, estaba empezando a convertirse en don Quijote de la Mancha. Nacía en aquel momento el primer sujeto escindido de la historia literaria. Tenía dos nombres, el registrado en la iglesia parroquial, y el otro, de su propia invención, construido a imagen y semejanza de un proyecto de vida. Sus antagonistas, siluetas traslúcidas, sobreviven en la memoria con la etiqueta de la función social que desempeñaron -el cura, el barbero, el bachiller-, representantes del saber y del poder constituidos. Frente a ellos, don Quijote se levanta, vencido y, sin embargo, incólume. Su aventura lo ha transformado y ha removido profundamente la sólida entraña pragmática de Sancho. En sus lectores y en muchos personajes circunstanciales de la novela, permanece la nostalgia del deber ser en un mundo mejor. Alonso Quijano, con sencilla y honrada devoción, entrega el alma a Dios, pero no reconoce juez más allá de su conciencia. Uno de nuestros contemporáneos tiene dos nombres, Ernesto Guevara según el registro civil, Che para la historia.
Torpe cortesano, Miguel de Cervantes recibió pocos beneficios del mecenazgo y, apresado entre dos tiempos, también fueron escasos los que obtuvo del extraordinario éxito de mercado de su obra mayor. Los días del mecenazgo tardarían más de dos siglos en periclitar del todo. En el tránsito entre el XVIII y el XIX, pintor de corte, Goya se valió de la socarronería campesina y de la ambigüedad del arte para desgarrar la pleitesía debida con la mordacidad de la sátira. Inmerso en el dolor de su pueblo, amigo de afrancesados y escépticos, el gran sordo tampoco reconoció jueces más allá de la conciencia propia. En sus ya remotos inicios, la aparición del mercado pareció liberar a escritores y artistas de antiguas servidumbres, sometidos a la voluntad del poder político -Virgilio frente a Augusto, según Hermann Broch – y a los designios de las prácticas propagandísticas de la Iglesia. El destinatario dejaba de tener perfil reconocible. Integraba una masa informe que perseguía folletines y llenaría luego museos y galerías. Solo ante su conciencia, el artista contrae deberes en tanto ciudadano y respecto a la intangibilidad de su obra. En este último caso, de Flaubert a Joyce y Pasolini tendrá que afrontar los tribunales, a veces por razones morales y otras por motivos políticos. Así, en nuestros días, las dictaduras latinoamericanas dejaron una larga estela de mártires. El problema de la eticidad , de la consecuencia necesaria entre vida y obra arraigaba, entre nosotros, en la tradición de las guerras de independencia. En Martí la eticidad sostiene y otorga sentido a la vida, tanto en el plano de las relaciones humanas como en el de la acción política, donde la inmediatez de la táctica no desmiente los fines de la estrategia, integrado todo ello a la inseparable creación literaria.
Liberados del mecenazgo, el arte y la literatura intentaban andar a contracorriente en el ejercicio de un sacerdocio. Eran los solitarios, los malditos, contrapuestos al mercenarismo de los gacetilleros. En la obediencia a una esencial exigencia de comunicación, el arte traspasaba la frontera de las apariencias y de los convencionalismos para entregarse a la aventura del descubrimiento. Los caminos se bifurcaban entre el compromiso social y la estricta -casi ascética- entrega a los valores absolutos de la creación.
El mercado y una industria cultural en germen parecían abrir espacios ilimitados. Acabaron por convertirse en prisiones. Las galerías limaron el poder corrosivo de las vanguardias, y las editoriales aherrojaron a los escritores, sometidos al rejuego de la publicidad, a la manipulación de los concursos y a la valoración de una crítica integrada a los intereses del negocio. Los intentos de ruptura se redujeron a sucesión de modas. Los autores empezaron a cotizarse al modo de papeles de una especulación bursátil. En una crisis de superproducción, entre ferias y bienales, las jerarquías se diluyen, la saturación borra la memoria. Obnubilados por la filosofía del éxito, los artistas se instalan en la opulencia y se dejan arrastrar por la seducción del mundo mediático.
El muralismo mexicano y la narrativa de los 60 rompieron el aislamiento de la América Latina. En ambos casos, la asimilación de los códigos forjados por la cultura occidental se conjugaba con el estreno de una mirada diferente. Esa inserción de la contemporaneidad de nuestras expresiones artísticas no se tradujo, sin embargo, en el reconocimiento de una significativa tradición de pensamiento, capaz de desarrollar un diálogo productivo con otras fuentes. Las ideas tienen poca suerte en el gran mercado, sobre todo cuando quebrantan los esquemas establecidos. Más asimilables, las artes y las letras encuentran canales de comunicación con el destinatario anónimo, vacacionista complaciente, acomodado muy pronto a la reiteración de prácticas ayer abrillantadas por la novedad.
La expansión del mercado modificó las prioridades respecto a la función del arte. Los artistas asumieron un anticonformismo militante. El rey Ubu tenía algo de broma, a la vez que fulminaba el teatro digestivo. Los códigos expresivos se modificaban en rápida sucesión. La creación privilegiaba la aventura del conocimiento, afincada en las distintas circunstancias de la condición humana. Periférica primero e inscrita luego en un proceso revolucionario, Cuba permaneció hasta los finales de la década del 80 del siglo pasado al margen de los rejuegos especulativos. Tan solo algunas zonas de la música popular padecieron la lamentable manipulación por parte de disqueras leoninas. Los cultores de música culta, los escritores y los artistas plásticos subsistieron entregados a una suerte de sacerdocio, hasta que el proyecto socialista favoreció la aparición de un destinatario real.
El tardío nacimiento de un mercado artístico en escala muy modesta respondió a factores extrartísticos . De inspiración conceptualista, la plástica había incorporado, en el viraje de los 80, una voluntad de crítica social que concitó el interés de especialistas, acentuado después del derrumbe de la Europa socialista. La sucesión de acontecimientos espectaculares que siguieron a la desaparición del muro de Berlín, desató una fiebre especulativa en torno a los problemas de la producción simbólica representativa de una etapa que se estaba clausurando. Medallas y condecoraciones se vendieron en ferias de baratijas, mientras obras del realismo socialista entraban a formar parte de colecciones públicas y privadas, como testimonios tangibles de una arqueología contemporánea. Superviviente de la catástrofe, Cuba despertaba la curiosidad universal. La crisis económica, la gran apertura al turismo y la posterior despenalización de la tenencia de divisas introdujeron ingredientes de alto peso específico en una situación compleja, cargada de interrogantes nunca antes planteadas. Peregrinos de toda laya acudieron a la Isla, desde periodistas deseosos de obtener una cobertura de primera mano del desplome anunciado, hasta depredadores dispuestos a beneficiarse de la miseria de muchos con el contrabando de objetos valiosos. Se multiplicaron las exposiciones internacionales, así como la adquisición de piezas por parte de museos y colecciones privadas. Los cubanos participaron en renombradas bienales. Los tiempos light suelen ser veleidosos. El boom de las artes plásticas fue pasajero, aunque dejó secuelas. Colocó en las subastas a las promociones de la vanguardia, hasta entonces marginadas de los rejuegos mercantiles. Ofreció a algunos artistas nuevas redes de relaciones. La curiosidad de los espectadores, tamizada por el trasfondo político y por vestigios colonialistas, no mostró interés en la lucha por la supervivencia. Prefirió detenerse en la imagen del deterioro de las ciudades y en expresiones más o menos auténticas de la religiosidad afrocubana.
El intercambio de los escritores cubanos con sus pariguales adquirió, alentado por el auge de las ideas de izquierda, en los 60 del pasado siglo, una intensidad sin equivalente en etapas anteriores. Las publicaciones circularon más allá de la Isla, se tradujeron libros y antologías, y se produjo el descubrimiento internacional de la obra de Lezama . En la crisis editorial de los 90, algunos empresarios de poca monta intentaron sacar provecho del silenciamiento forzoso de las imprentas y firmaron contratos abusivos con escritores necesitados de retribución y deseosos de situarse en un espacio público internacional. Unos pocos se vieron favorecidos por editoriales de renombre. Pero muy pronto la manipulación política estableció las reglas del juego, mediante concursos tarifados y una publicidad mediática bien pagada, para fabricar una carrera hacia el éxito sustentada en razones extraliterarias y en un empleo primario de fórmulas con sabor a disidencia. Más que una exploración en profundidad de las contradicciones latentes en la sociedad, el mercado estimulaba con frecuencia la reiteración de estereotipos. Volver sobre lo gastado por el uso responde a bien aceitadas fórmulas de propaganda montadas sobre el referente implícito de los procesos de desgaste del socialismo europeo. Andar por ese campo trillado implica privilegiar un destinatario acomodado al apacible repaso de postales turísticas. Sustituye el necesario ejercicio crítico concebido, en primera instancia, para el protagonista de estos años difíciles, perturbadores, a veces confusos.
Hay en Bucarest un fascinante museo de la aldea. Evoca un tiempo en que el campesino producía sus alimentos y los enseres indispensables para el trabajo y la vida cotidiana: mesas, sillas y cubiertos de madera, platos de cerámica. Del telar doméstico salían las blusas cuyos hermosos bordados inspirarían un día a Matisse . Los artesanos ocupaban entonces el lugar de los artistas cuando la precariedad de la existencia no dejara margen para el intercambio. El crecimiento de la sociedad generó mayor disponibilidad de bienes e impuso la especialización. La comunidad empezó a sostener a sus juglares. Las cortes se proveyeron de un séquito de artistas que luego fundarían talleres para cumplir encargos de los señores y de la Iglesia. Con la imprenta y la gran manufactura de Rubens germinaba lo que hoy llamamos mercado del arte. En vírgenes y en mujeres de desbordante sensualidad se reconocía la mano del autor. El asunto era mero pretexto para ir entretejiendo otra historia.
El mercado puede ser un medio de distribución de bienes culturales. En algún momento contribuyó a la democratización del libro y acrecentó el círculo de los coleccionistas de arte más allá del ámbito de la aristocracia. En los días que corren, la especulación financiera privilegia el valor de cambio frente al valor de uso. Algunos objetos se conservan, lejos de manos y ojos, en cajas de caudales. La manipulación política erige monumentos y silencia auténticas expresiones de la creación. Una cortina ruidosa entorpece la comunicación entre el autor y su destinatario, cada vez más vulnerable ante los efectos ilusorios de la fanfarria y al plácido acomodo mental. La crisis de sobreabundancia amenaza el porvenir del arte entendido como aventura riesgosa del conocimiento. Ante esa avalancha, los gobiernos han intentado medidas proteccionistas para defender la industria nacional y para proteger las zonas experimentales, aunque el liberalismo económico deja poco resquicio para las inversiones en el terreno de la cultura.
Este contexto impone el replanteo de la eticidad del artista, aún más dramático cuando está situado en la periferia del main stream y en un país sujeto a presiones de todo orden. Cursaba yo el último año de la carrera cuando un profesor, a las muy tempranas siete de la mañana, nos preguntó acerca de la deontología, ciencia de los deberes. Nunca he reflexionado sobre el tema en términos abstractos, aunque pienso que toda consideración ética se sustenta en un compromiso profundo con la verdad y es marca distintiva del ser humano en plenitud de conciencia y lucidez. Esa búsqueda de la verdad, recurrente, fragmentaria, provisional y, sin embargo, capaz de vislumbrar la totalidad en la percepción del instante constituye razón de ser e impulso de los procesos de creación artística. Es el arranque que condujo el esfuerzo de la mano a la práctica de moldear formas más allá de apremio utilitario. Era una acción gratuita dirigida a conjurar el misterio, a comunicarse con otros, a dejar huella en el planeta aun no desbrozado, a entender las cosas del mundo y de la naturaleza. Porque un fragmento de verdad emergió de las circunstancias y las trascendió, seguimos atentos a las historias de Aquiles y de Odiseo , tanto como a la angustia de un niño en espera del beso de la madre. Aureolado por la filosofía del éxito, el mercado deslumbra. Arrastra al autor por ferias y universidades, lo somete al bombardeo de los periodistas, lo entrega a la crítica tarifada. Pero condicionado por sus propias necesidades, fabrica la desmemoria implacable del ayer. Para satisfacer al consumidor, el espectáculo requiere nuevos rostros, la apariencia de la diversidad en la reiteración de lo mismo.
«Yo sé quien soy», afirmaba Alonso Quijano a la hora de reconocerse Quijote y echar a andar con armas de utilería para desafiar molinos de viento y también a los servidores del Santo Oficio, para solidarizarse con mozárabes condenados al exilio después de haber arraigado por generaciones y fundado familias con el trabajo honrado. Perdedor en las armas, condenó el falso saber en las letras. Salió de la cueva de Montesinos con el estremecimiento de la duda y atravesó la amarga experiencia del bufón de corte en el entorno palaciego de los duques. Escindido entre la cotidianidad del pobre hidalgo de aldea y la ancha perspectiva abierta a la imaginación, entre el pragmatismo de Sancho y la utopía del Quijote, la sabia locura del personaje cervantino coloca al escritor frente a un espejo crítico. Su patético anacronismo ilumina las contradicciones del presente y proyecta su voz a través de los siglos. La locura es, entonces, máscara de lucidez, porque los gigantes se esconden tras la apariencia de los molinos, porque la razón profunda está en el poder de la palabra, invención del mundo, sustancia del sentido de la vida, fundamento de toda eticidad , escindida también entre el ser y el deber ser.
*Cortesía de SIC , Revista de Cultura de Santiago de Cuba